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dirección del partido. La locura planificadora y la manía estadística no solo afectaron a la economía sino que también se apoderaron del ámbito del terror. Desde 1920, con la victoria del Ejército Rojo sobre el Ejército Blanco, en Crimea aparecieron métodos estadísticos, incluso sociológicos: las víctimas fueron seleccionadas según criterios precisos establecidos sobre la base de cuestionarios a los que nadie podía sustraerse. Los mismos métodos «sociológicos» serán puestos en funcionamiento por los soviéticos para organizar las deportaciones y liquidaciones masivas en los estados bálticos y en la Polonia ocupada en 1939-1941. El transporte de los deportados en vagones de ganado dio lugar a las mismas «aberraciones» que en el caso nazi: en 1943-1944, en plena guerra, Stalin ordenó retirar del frente miles de vagones y centenares de miles de hombres de las tropas especiales del NKVD para asegurar en el plazo bien breve de unos días la deportación de los pueblos del Cáucaso. Esta lógica genocida —que consiste, citando el Código penal francés, en «la destrucción total o parcial de un grupo nacional, étnico, racial o religioso, o de un grupo determinado a partir de cualquier otro criterio arbitrario»— aplicada por el poder comunista a grupos designados como enemigos, a sectores de su propia sociedad, fue llevada hasta su paroxismo por Pol Pot y sus Jemeres Rojos.

      La relación entre nazismo y comunismo por lo que se refiere a sus exterminios respectivos resulta susceptible de causar sorpresa. Sin embargo, fue Vassili Grossman —cuya madre fue asesinada por los nazis en el gueto de Berdichev, que escribió el primer texto sobre Treblinka y fue uno de los autores del Libro negro sobre el exterminio de los judíos de la URSS—, quien en su relato Todo fluye hace decir a uno de sus personajes en relación con el hambre en Ucrania: «Los escritores y el mismo Stalin decían todos lo mismo: los kulaks son parásitos, queman el trigo, matan a los niños. Y se nos afirmó sin ambages: hay que levantar a las masas contra ellos y aniquilar a todos esos malditos, como clase». Añade: «Para matarlos, había que declarar: los kulaks no son seres humanos. Era exactamente igual que los alemanes cuando decían: los judíos no son seres humanos. Es lo que dijeron Lenin y Stalin: los kulaks no son seres humanos». Y Grossman concluye a propósito de los hijos de los kulaks: «Es como los alemanes que mataron a los hijos de los judíos en las cámaras de gas: no tenéis derecho a vivir, ¡sois judíos!»20.

      En cada caso el objeto de los golpes no fueron individuos sino grupos. El terror tuvo como finalidad exterminar a un grupo designado como enemigo que, ciertamente, solo constituía una fracción de la sociedad, pero que fue golpeado en cuanto tal por una lógica genocida. Así, los mecanismos de segregación y de exclusión del «totalitarismo de clase» se asemejan singularmente a los del «totalitarismo de raza». La sociedad nazi futura debía ser construida alrededor de la «raza pura», la sociedad comunista futura alrededor de un pueblo proletario purificado de toda escoria burguesa. La remodelación de estas dos sociedades fue contemplada de la misma manera, incluso aunque los criterios de exclusión no fueran los mismos. Resulta, por lo tanto, falso pretender que el comunismo sea un universalismo: aunque el proyecto tiene una vocación mundial, una parte de la humanidad es declarada indigna de existir, como sucedía en el nazismo. La diferencia reside en que la poda por estratos (clases) reemplaza a la poda racial y territorial de los nazis. Los crímenes leninistas, estalinistas y maoístas y la experiencia camboyana plantean, por lo tanto, a la humanidad —así como a los juristas y a los historiadores— una cuestión nueva: ¿cómo calificar el crimen que consiste en exterminar, por razones político-ideológicas, no ya a individuos o a grupos limitados de opositores, sino a segmentos masivos de la sociedad? ¿Hay que inventar una nueva denominación? Algunos autores anglosajones así lo piensan y han creado el término «politicidio». ¿O es preciso llegar hasta el punto, como lo hacen los juristas checos, de calificar los crímenes cometidos bajo el régimen comunista de simplemente «crímenes comunistas»?

      ¿Qué se sabía de los crímenes del comunismo? ¿Qué se quería saber? ¿Por qué ha sido necesario esperar a finales de siglo para que este tema acceda a la condición de objeto de estudio científico? Porque resulta evidente que el estudio del terror estalinista y comunista en general, comparado con el estudio de los crímenes nazis, presenta un enorme retraso que hay que compensar, incluso aunque en el Este los estudios se multipliquen.

      Resulta inevitable sentirse sobrecogido por un fuerte contraste. Los vencedores de 1945 colocaron legítimamente el crimen —y en particular el genocidio de los judíos— en el centro de su condena del nazismo. Numerosos investigadores en el mundo entero trabajan desde hace décadas sobre este tema. Se le han consagrado miles de libros, decenas de películas, algunas de ellas muy célebres y con perspectivas muy distintas como Noche y niebla o Shoah, La decisión de Sophie o La lista de Schindler. Raúl Hilberg, por citarle solo a él, centró su obra más importante en la descripción detallada de las formas de asesinato de los judíos en el III Reich21.

      Ahora bien, no existen análisis de este tipo en relación con la cuestión de los crímenes comunistas. Mientras que los nombres de Himmler o de Eichman son conocidos en todo el mundo como símbolos de la barbarie contemporánea, los de Dzerzhinski, Yagoda o Yezhov son ignorados por la mayoría. En cuanto a Lenin, Hô Chi Minh e incluso Stalin aún siguen teniendo derecho a una sorprendente reverencia. ¡Un organismo del Estado francés, la Lotería, tuvo incluso la inconsciencia de asociar a Stalin y a Mao a una de sus campañas publicitarias! ¿A quién se le habría ocurrido utilizar a Hitler o a Goebbels en una operación similar?

      La atención excepcional otorgada a los crímenes hitlerianos está perfectamente justificada. Responde a la voluntad de los supervivientes de testificar, de los investigadores de comprender y de las autoridades morales y políticas de confirmar los valores democráticos. Pero ¿por qué ese débil eco en la opinión pública de los testimonios relativos a los crímenes comunistas? ¿Por qué ese silencio incómodo de los políticos? Y, sobre todo, ¿por qué ese silencio «académico» sobre la catástrofe comunista que ha afectado, desde hace ochenta años, a cerca de una tercera parte del género humano en cuatro continentes? ¿Por qué esa incapacidad para colocar en el centro del análisis del comunismo un factor tan esencial como el crimen, el crimen en masa, el crimen sistemático, el crimen contra la Humanidad? ¿Nos encontramos frente a una imposibilidad de comprender? ¿No se trata más bien de una negativa deliberada de saber, de un temor a comprender?

      Las razones de esta ocultación son múltiples y complejas. En primer lugar, ha tenido su papel la voluntad clásica y constante de los verdugos de borrar las huellas de sus crímenes y de justificar lo que no podían ocultar. El «informe secreto» de Jrushchov de 1956, que constituyó el primer reconocimiento de los crímenes comunistas por los mismos dirigentes comunistas, es también el de un verdugo que intenta a la vez enmascarar y cubrir sus propios crímenes —como dirigente del partido comunista en el período más acentuado del terror— atribuyéndolos solo a Stalin y prevaliéndose de la obediencia a las órdenes, para ocultar la mayor parte del crimen —solo habla de las víctimas comunistas, mucho menos numerosas que las demás— para hacer comentarios eufemísticos sobre estos crímenes —los califica de «abusos cometidos bajo Stalin»— y, finalmente, para justificar la continuidad del sistema con los mismos principios, las mismas estructuras y los mismos hombres.

      Jrushchov da testimonio de ello con crudeza cuando señala las oposiciones con las que chocó durante la preparación del «informe secreto», en particular por parte de uno de los hombres de confianza de Stalin: «Kaganovich era un tiralevitas de tal magnitud que habría degollado a su propio padre si Stalin se lo hubiera señalado con un parpadeo diciéndole que era en interés de la Causa: la causa del estalinismo, por supuesto. (…) Discutía conmigo a causa del miedo egoísta que le corría por la piel. Obedecía al deseo impaciente de escapar de toda responsabilidad. Aunque hubiera crímenes, Kaganovich solo deseaba una cosa: estar seguro de que sus huellas quedarían borradas»22. El hermetismo absoluto de los archivos en los países comunistas, el control total de la prensa, de los medios y de todas las salidas hacia el extranjero, la propaganda sobre los «éxitos del régimen», todo este aparato de bloqueo de la información pretendía en primer lugar impedir que saliera a la luz la verdad sobre los crímenes.

      No contentos con esconder sus crímenes, los verdugos combatieron por todos los medios a los hombres que intentaban informar. Porque algunos observadores y analistas

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