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con toda legalidad, tratando con desprecio la menor reflexión crítica sobre los crímenes de sus predecesores y no dudando en reiterar los viejos discursos justificadores de Lenin, de Trotski o de Mao. Esta pasión revolucionaria no ha sido solamente la de los demás. Varios de los autores de este libro han creído también, durante un tiempo, en la propaganda comunista.

      La segunda razón tiene que ver con la participación de los soviéticos en la victoria sobre el nazismo, que permitió a los comunistas enmascarar bajo un patriotismo ardiente sus objetivos finales que tenían como meta la toma del poder. A partir de junio de 1941, los comunistas del conjunto de los países ocupados entraron en una situación de resistencia activa —y a menudo armada— contra el ocupante nazi o italiano. Como los resistentes de otras obediencias, pagaron el precio de la represión, y sufrieron miles de fusilamientos, de asesinatos y de deportaciones. Y se aprovecharon de estos mártires para sacralizar la causa del comunismo y prohibir toda crítica en relación con ella. Además, en el curso de los combates de la resistencia, muchos no comunistas fraguaron relaciones de solidaridad, de combate y de sangre con comunistas, lo que impidió que se les abrieran los ojos. En Francia, la actitud de los gaullistas ha venido a menudo determinada por esta memoria común, y fue estimulada por la política del general De Gaulle que utilizaba el contrapeso soviético frente a los estadounidenses26.

      Esta participación de los comunistas en la guerra y en la victoria sobre el nazismo hizo triunfar de manera definitiva la noción de antifascismo como criterio de la verdad para la izquierda, y, por supuesto, los comunistas se presentaron como los mejores representantes y los mejores defensores de este antifascismo. El antifascismo se convirtió para el comunismo en una etiqueta definitiva y le ha sido fácil, en nombre del antifascismo, hacer callar a los recalcitrantes. François Furet escribió páginas luminosas sobre este punto crucial. Tras ser considerado el nazismo vencido por los aliados como el «mal absoluto», el comunismo basculó casi mecánicamente al campo del bien. Eso resultó evidente durante el proceso de Nüremberg en que los soviéticos se encontraban en las filas de los fiscales. Fueron así rápidamente escamoteados los episodios vergonzosos en relación con los valores democráticos, como los pactos germano-soviético de 1939 o la matanza de Katyn. Se consideró que la victoria sobre el nazismo aportaba la prueba de la superioridad del sistema comunista. Tuvo especialmente como consecuencia el suscitar, en la Europa liberada por los angloamericanos, un doble sentimiento de gratitud hacia el Ejército Rojo (cuya ocupación no se había sufrido) y de culpabilidad frente a los sacrificios soportados por los pueblos de la URSS, sentimientos que la propaganda comunista no dejó de aprovechar.

      En paralelo, las modalidades de la «liberación» de la Europa del Este llevadas a cabo por el Ejército Rojo, permanecieron ampliamente desconocidas en Occidente, donde los historiadores asimilaron dos tipos de «liberación» muy diferentes: uno conducía a la restauración de las democracias, el otro abría el camino a la instauración de dictaduras. En Europa central y oriental, el sistema soviético pretendía suceder al Reich de los mil años y Witold Gombrowicz expresó en pocas palabras el drama de estos pueblos: «El final de la guerra no trajo la liberación a los polacos. En esta triste Europa central, significaba solamente el cambio de una noche por otra, de los verdugos de Hitler por los de Stalin. En el momento en el que en los cafés parisinos las almas nobles saludaban con un canto radiante la “emancipación del polaco del yugo feudal” en Polonia el mismo cigarrillo encendido cambiaba simplemente de mano y continuaba quemando la piel humana»27. Ahí se encuentra la fractura entre dos memorias europeas. Sin embargo, algunas obras descorrieron muy deprisa el velo sobre la manera en que la URSS había liberado del nazismo a polacos, alemanes, checos y eslovacos28.

      La última razón de la ocultación es más sutil, y también más delicada de expresar. Después de 1945, el genocidio de los judíos apareció como el paradigma de la barbarie moderna, hasta ocupar todo el espacio reservado a la percepción del terror de masas durante el siglo XX. Después de haber negado, en una primera época, la especificidad de la persecución de los judíos llevada a cabo por los nazis, los comunistas comprendieron inmediatamente la ventaja que podían obtener de un reconocimiento de ese tipo al reactivar regularmente el antifascismo. El espectro de «la bestia inmunda cuyo vientre aún continua siendo fecundo» —según la famosa fórmula de Bertolt Brecht— fue agitado de manera permanente, a hora y a deshora. Más recientemente, el que se pusiera de manifiesto la «singularidad» del genocidio de los judíos, enfocando la atención sobre una atrocidad excepcional, ha impedido también percibir otras realidades del mismo orden en el mundo comunista. Y, ¿cómo se podía imaginar además que aquellos que habían contribuido con su victoria a destruir un sistema genocida podían practicar también esos métodos? El reflejo más extendido fue el negarse a contemplar una paradoja así.

      El primer gran cambio en el reconocimiento oficial de los crímenes comunistas se sitúa el 24 de febrero de 1956. Esa tarde, Nikita Jrushchov, Primer secretario, sube a la tribuna del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, el PCUS. La sesión es a puerta cerrada. Solo los delegados al congreso asisten a la misma. En medio de un silencio absoluto, aterrados, escuchan al Primer secretario del Partido destruir metódicamente la imagen del «padrecito de los pueblos», del «genial Stalin» que fue, durante treinta años, el héroe del comunismo mundial. Este informe, conocido desde entonces como el «informe secreto», constituye una de las inflexiones fundamentales del comunismo contemporáneo. Por primera vez, un dirigente comunista del más alto rango reconoció oficialmente, aunque solo para información de los comunistas, que el régimen que se había apoderado del poder en 1917 había conocido una «derivación» criminal.

      Las razones que impulsaron al «señor K» a quebrantar uno de los mayores tabúes del régimen soviético eran múltiples. Su objetivo principal era imputar los crímenes del comunismo solo a Stalin y así circunscribir el mal y sajarlo a fin de salvar al régimen. Influía igualmente en su decisión la voluntad de desencadenar un ataque contra el clan de los estalinistas que se oponía con su poder en nombre de los métodos de su antiguo patrón, y por tanto, en el verano de 1957 estos hombres fueron apartados de todas sus funciones. Sin embargo, por primera vez desde 1934, su «muerte política» no se vio seguida por una muerte real, y se comprende, por este simple «detalle», que los motivos de Jrushchov eran más profundos. Él, que había sido el jefe máximo de Ucrania durante años y, por esa razón, había llevado a cabo y ocultado gigantescas matanzas, parecía cansado de toda esa sangre. En sus memorias29, donde, sin duda, se concede el papel de bueno de la historia, Jrushchov recuerda sus estados de ánimo: «el Congreso va a terminarse; serán adoptadas algunas resoluciones, todas formales. ¿Y qué? Aquellos que fueron fusilados por centenares de miles permanecerán sobre nuestras conciencias»30.

      De repente increpa con dureza a sus camaradas:

      ¿Qué vamos a hacer con aquellos que fueron detenidos, liquidados? (…) Ahora sabemos que las víctimas de las represiones eran inocentes. Tenemos la prueba irrefutable de que «lejos de ser enemigos del pueblo, eran hombres y mujeres honrados, dedicados al Partido, a la Revolución, a la causa leninista de la edificación del socialismo y del comunismo. (…) Es imposible ocultar todo. Antes o después, aquellos que están en prisión, en los campos de concentración, saldrán y volverán a sus casas. Relatarán entonces a sus padres, a sus amigos, a sus camaradas lo que sucedió. (…) Por eso estamos obligados a confesar a los delegados todo sobre la manera en que se ha dirigido el Partido durante estos años. (…) ¿Cómo pretender que no sabíamos lo que sucedió? (…) Sabemos lo que era el reinado de la represión y de la arbitrariedad en el Partido y debemos decir al Congreso lo que sabemos. (…) En la vida de cualquiera que ha cometido un crimen llega un momento en que la confesión le asegura la indulgencia e incluso la absolución31.

      En el caso de alguno de estos hombres que habían participado directamente en los crímenes perpetrados bajo Stalin y que, en su mayoría, debían su ascenso al exterminio de sus predecesores en la función emergía cierta forma de remordimiento. Ciertamente se trataba de un remordimiento obligado, interesado, propio de políticos, pero en cualquier caso un remordimiento. Era necesario que se detuviera la matanza. Jrushchov tuvo ese valor, incluso, aunque en 1956 no dudó en enviar los blindados soviéticos a Budapest.

      En 1961, durante el XXII

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