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exponiendo las quejas y los deseos de los campesinos. La primera reivindicación era que la tierra perteneciera a aquellos que la trabajaban, que fueran inmediatamente redistribuidas las tierras no cultivadas de los grandes propietarios y que los arrendamientos fueran revaluados a la baja. Poco a poco, los campesinos se organizaron, poniendo en funcionamiento comités agrarios, tanto en el nivel de la aldea como en el del cantón, dirigidos por regla general por miembros de la intelligentsia rural —maestros, popes, agrónomos, funcionarios de sanidad— cercanos a los medios socialistas revolucionarios. A partir de mayo-junio de 1917, el movimiento campesino se endureció: para no dejarse desbordar por una base impaciente, numerosos comités agrarios comenzaron a apoderarse del material agrícola y del ganado de los propietarios terratenientes y ocuparon bosques, pastos y tierras sin explotar. Esta lucha ancestral por el «reparto negro» de las tierras se hizo a expensas de los grandes propietarios terratenientes, pero también de los «kulaks», esos campesinos acomodados que, aprovechando las reformas de Stolypin, habían abandonado la comunidad rural para establecerse en una parcela disponiendo de una propiedad plena y completa, liberada de todas las servidumbres comunitarias. Desde antes de la revolución de octubre de 1917, el kulak, bestia negra de todos los discursos bolcheviques que estigmatizaban al «campesino rico y rapaz», al «burgués rural», al «usurero», al «kulak chupasangre», no era más que la sombra de sí mismo. Efectivamente, había tenido que devolver a la comunidad aldeana la mayor parte de su ganado, de sus máquinas, de sus tierras, devueltas al fondo común y compartidas según el ancestral principio igualitario de «las bocas que hay que alimentar».

      En el curso del verano, los disturbios agrarios, atizados por el regreso a la aldea de centenares de desertores armados, fueron adquiriendo una violencia cada vez mayor. A partir de finales del mes de agosto, decepcionados por las promesas no cumplidas de un Gobierno que no dejaba de retrasar para más adelante la reforma agraria, los campesinos marcharon al asalto de los dominios señoriales, sistemáticamente saqueados y quemados, para expulsar de una vez por todas al vergonzante propietario terrateniente. En Ucrania, en las provincias centrales de Rusia —Tambov, Penza, Voronezh, Saratov, Orel, Tula, Riazán— miles de residencias señoriales fueron quemadas, y centenares de propietarios asesinados.

      Ante la extensión de esta revolución social, las elites dirigentes y los partidos políticos —con excepción notable de los bolcheviques sobre cuya actitud volveremos— dudaban entre dos tentativas para controlar, de mejor o peor manera, el movimiento y la tentación del golpe militar. Tras haber aceptado, en el mes de mayo, entrar en el Gobierno, los mencheviques, populares en los medios obreros y los socialistas revolucionarios, mejor implantados en el mundo rural que cualquier otra formación política, se revelaron incapaces, por la participación de algunos de sus dirigentes en un Gobierno cuidadoso de respetar el orden y la legalidad, de realizar las reformas que siempre habían preconizado, fundamentalmente, en lo que se refería a los socialistas revolucionarios, el reparto de tierras. Convertidos en gestores y guardianes del Estado «burgués», los partidos socialistas moderados abandonaron el terreno de la oposición a los bolcheviques, sin obtener beneficio de su participación en un Gobierno que cada día controlaba la situación del país un poco menos.

      Frente a la anarquía que invadía todo, los medios patronales, los propietarios, los terratenientes, el Estado Mayor y un cierto número de liberales desengañados se sintieron tentados por la solución del golpe de fuerza militar que proponía el general Kornílov. Esta solución fracasó ante la oposición del gobierno provisional presidido por Aleksandr Kérenski. La victoria del golpe militar habría ciertamente aniquilado el poder civil, que, por débil que fuera, se aferraba a la dirección formal de los asuntos del país. El fracaso del golpe del general Kornílov, los días 24 a 27 de agosto 1917, precipitó la crisis final de un Gobierno provisional que no controlaba ya ninguno de los resortes tradicionales del poder. Mientras que en la cumbre los juegos del poder distraían a los civiles y militares que aspiraban a una dictadura ilusoria, los pilares sobre los que reposaba el Estado —la justicia, la administración, el ejército— cedieron, el derecho era escarnecido y la autoridad, bajo todas sus formas, era objeto de contestación.

      ¿Acaso la radicalización incontestable de las masas urbanas y rurales significaba su bolchevización? No hay nada menos seguro. Detrás de los lemas comunes —«control obrero», «todo el poder para los soviets»— los militantes obreros y los militantes bolcheviques no otorgaban a los términos el mismo significado. En el ejército, el «bolchevismo de trincheras» reflejaba ante todo una aspiración a la paz, compartida por los combatientes de todos los países implicados desde hacía tres años en la más mortífera y total de las guerras. En cuanto a la revolución campesina, seguía una vía completamente autónoma, mucho más cerca del programa socialista revolucionario favorable al «reparto negro» que al programa bolchevique que preconizaba la nacionalización de las tierras y su explotación en grandes unidades colectivas. En los campos no se conocía a los bolcheviques más que por los relatos que de ellos hacían los desertores, precursores de un bolchevismo difuso, portador de dos palabras mágicas: la paz y la tierra. Todos los descontentos estaban lejos de adherirse al partido bolchevique, que contaba, según cifras discutibles, entre cien y doscientos mil miembros a principios de octubre de 1917. No obstante, en el vacío institucional del otoño de 1917, en que toda autoridad estatal había desaparecido para ceder su lugar a una pléyade de comités, soviets y otros grupúsculos, bastaba con que un núcleo bien organizado y decidido actuara con determinación para que ejerciera de manera inmediata una autoridad desproporcionada a su fuerza real. Eso es lo que hizo el partido bolchevique.

      Desde su fundación en 1903, este partido se había separado de las otras corrientes de la socialdemocracia, tanto rusa como europea, fundamentalmente por su estrategia voluntarista de ruptura radical con el orden existente y por su concepción del partido, un partido fuertemente estructurado, disciplinado, elitista y eficaz, vanguardia de revolucionarios profesionales, situada en las antípodas del gran partido de unión, ampliamente abierto a simpatizantes de tendencias diferentes, tal y como lo concebían los mencheviques y los socialdemócratas europeos en general.

      La Primera Guerra Mundial acentuó todavía más la especificidad del bolchevismo leninista. Al rechazar cualquier colaboración con las otras corrientes socialdemócratas, Lenin, cada vez más aislado, justificó teóricamente su posición en su ensayo El imperialismo, fase superior del capitalismo. En él explicaba que la revolución estallaría no en el país en el que el capitalismo fuera más fuerte, sino en un estado económicamente poco desarrollado como Rusia a condición de que el movimiento revolucionario fuera dirigido en el mismo por una vanguardia disciplinada, dispuesta a ir hasta el final, es decir, hasta la dictadura del proletariado y la transformación de la guerra imperialista en una guerra civil.

      En una carta de 17 de octubre de 1914, dirigida a Aleksandr Shliapnikov, uno de los dirigentes bolcheviques, Lenin escribía:

      El mal menor en el ámbito de lo inmediato sería la «derrota» del zarismo en la guerra. (…) La esencia entera de nuestro trabajo (persistente, sistemático, quizá de larga duración) es dirigirnos hacia la transformación de la guerra en una guerra civil. Cuándo se producirá esto es otra cuestión, y no resulta todavía claro. Debemos dejar que madure el momento y «forzarlo a madurar» sistemáticamente… No podemos ni «prometer» la guerra civil, ni «decretarla», pero tenemos el deber de actuar —el tiempo que sea necesario— «en esa dirección».

      Al revelar las «contradicciones interimperialistas», la «guerra imperialista» revertía así los términos del dogma marxista e indicaba que la explosión era más probable en Rusia que en ninguna otra parte. A lo largo de toda la guerra, Lenin volvió sobre la idea de que los bolcheviques debían de estar dispuestos a estimular, por todos los medios, el estallido de una guerra civil.

      «Cualquiera que acepte la guerra de clases, escribía en septiembre de 1916, debe aceptar la guerra civil, que en toda sociedad de clases representa la continuación, el desarrollo y la acentuación naturales de la guerra de clases».

      Después de la victoria de la revolución de febrero, en la que ningún dirigente bolchevique de envergadura había tomado parte, al encontrarse todos en el exilio o en el extranjero, Lenin, contra la opinión de la inmensa mayoría de los dirigentes del partido, predijo el fracaso de la política

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