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afectivas lo inquietaban.

      Quien lo conocía bien sabía que era un ser tranquilo, uno que disfruta y está enamorado de su independencia. Para Gianni Scapece, la vida se afrontaba con lentitud y despreocupación, sin demasiadas complicaciones. “De hacerme difícil la existencia ya se encargan los asesinos y delincuentes”, se recordaba a sí mismo.

      Al salir del baño, apagó el tocadiscos y le echó una mirada a una Crassula capitella que había adquirido dos días atrás en un negocio de flores. Acarició con los dedos las hojas rojizas y admiró las formas, que recordaban la geometría de las pagodas japonesas. Las plantas suculentas eran su otra pasión. En su casa tenía una veintena, todas de especies diferentes. Y a todas las cuidaba obsesivamente.

      Con el smartphone consultó algunos sitios que habían publicado, con abundancia de detalles y alguna conjetura fantasiosa, crónicas y comentarios sobre el homicidio de via Orazio. Los títulos venían al caso: “El delito de la Inmaculada”, “Un crimen picante”, “Asesinato al peperoncino”.

      Volvió al baño para afeitarse, luego se puso vestimenta casual, metió la lupa en un bolsillo del abrigo y puso a salvo la pistola reglamentaria en una pequeña caja fuerte oculta detrás de un cuadro. Incluso cuando estaba de servicio prefería no llevarla consigo, la sentía como un peso, como una expresión de violencia.

      Poco antes de las ocho salió del edificio y en un bar de la plaza tomó un café y un pasticcino de crema y cereza.

      —Inspector, ¿qué se dice? —le preguntó uno de los muchachos del mostrador—. ¿Lo atraparemos a este criminal?

      —Claro que lo atraparemos.

      —Dado que ha utilizado el ajo, el aceite y el peperoncino, para este canalla no se necesitaría una orden de captura sino una orden de cocina.

      —Lo propondré a mis superiores.

      Fuera del bar, Scapece encendió un Rothmans, uno de los tres o cuatro que fumaba por día, y se dirigió hacia via Mergellina. Era domingo, había pocos autos circulando; Nápoles descansaba. La comisaría estaba apenas a doscientos metros. Para la ciudad, el inspector utilizaba su scooter personal solo si debía recorrer trayectos largos.

      Cuando pasó frente a la entrada de la Galleria Laziale, no se dio cuenta de que alguien, a escondidas, lo estaba observando.

      6

       Un odio desproporcionado

      —Buen día, Gianni, acomódate. ¿Ya tomaste café?

      —Sí, comisario, gracias —respondió Scapace sentándose frente al escritorio de su jefe—. Lo acompañé con un pasticcino recién salido del horno.

      —Eres un especialista.

      —Ya que los asesinos te hacen trabajar también los domingos, es mejor comenzar bien el día.

      —Tienes razón. Los asesinos no descansan nunca.

      Carlo Improta combinaba la experiencia con el criterio. Antes de ser nombrado director de la comisaría de Mergellina, había luchado mil batallas contra el crimen y las había vencido a casi todas: las que había perdido las definía como “derrotas fisiológicas”. Era un policía de la vieja escuela, austero y duro, y lo demostraba ya con su apariencia: altura por encima de la media, complexión robusta y maciza, poco cabello y cara de duro. La nariz aplastada debido a una pelea a puñetazos en la que había quedado involucrado al inicio de su carrera durante una redada era su imborrable tarjeta de presentación.

      También él era napolitano y había trabajado en varias comisarías y jefaturas de policía de Italia, para luego regresar a su ciudad.

      Había estrechado vínculo en seguida con Scapece: en el inspector se veía a sí mismo con veinte años menos.

      —Gianni, ¿qué novedades tenemos?

      —Por el momento, ninguna de importancia. Les hice avisar a los habitantes del edificio de via Orazio que estuvieran en su casa hoy por la mañana, así les hago una visita a domicilio y trato de detectar alguna pista útil. En cambio, hoy por la tarde voy a lo de los padres de la víctima.

      —Procede con cautela —advirtió el comisario—. Es gente adinerada que puede rompernos las pelotas. Pero no te cases con nadie; las investigaciones son investigaciones y cualquiera que se permita obstaculizarnos dará con la horma de sus zapatos. Te cuido las espaldas, no te preocupes. ¿Quieres que te acompañe alguno de los nuestros?

      —No, voy solo —replicó Scapece seguro—. Aquí en la comisaría somos pocos, no quiero apartar a los colegas de sus actividades. Si tuviera necesidad, le aviso.

      —Concéntrate en la investigación y coloca todo lo demás en segundo plano. Del papeleo y de las formalidades burocráticas me ocupo yo. La opinión pública nos ha puesto los ojos encima y el comisionado me llamó ayer dos veces. Tenemos que movernos rápido, sin cometer errores. Le pedí a la Científica que tenga de lo más rápido posible los resultados de los hallazgos en el lugar del delito. Mientras tanto, una compañía de asesoramiento informático está controlando el celular, la computadora y las memorias USB de Caruso, y me ha prometido que antes de pasado mañana entregará un informe.

      —¿Y la autopsia? ¿Cuándo la realizarán?

      —Hoy, en el Segundo Policlínico. Para los resultados definitivos deberemos esperar un poco. Pero mañana te vas a conversar con el médico que examinará el cuerpo y reúnes información.

      —¿Cómo lo puedo ubicar?

      —Este es su número —dijo Improta dándole una nota al inspector—. Hablé ayer por la noche y se ha puesto a disposición. También le avisé al fiscal que instruye en la investigación.

      —Perfecto.

      —Gianni, ¿qué idea te has hecho de este homicidio? Sé que todavía estamos con la mente en blanco, pero la impresión inicial es a menudo la acertada. Y además tienes un carácter intuitivo, entiendes al vuelo las situaciones. Eres un criminólogo y tienes pasta de detective.

      Scapece se concentró en lo que tenía para decir.

      —En cuanto vi el cadáver, entendí que se trataba de un delito poco común, que no se cometió con intención de robo. La policía científica se lo confirmará. Alrededor del cuerpo y en todo el departamento no había desorden, más allá de una camiseta y los bóxers de la víctima tirados en el piso. Es un homicidio premeditado, estudiado en sus mínimos detalles. El asesino tenía llave de la casa del joven, o este lo conocía y lo dejó entrar. Actuó solo en la habitación, con frialdad y salvajismo, golpeando violentamente a Caruso en la cabeza dos veces mientras dormía. Luego lo desnudó y apuñaló en la espalda. Utilizó un cuchillo para no hacer ruido, un disparo habría despertado a todo el edificio. Además, pienso que no se trata de un delincuente común y que no tiene un arma de fuego. Después de asegurarse de que Caruso estaba muerto, ha tomado una sartén de la cocina, ha vertido aceite en ella y algunos dientes de ajo y la ha colocado bajo el pubis de la víctima. El toque final: el ramillete de peperoncini en el trasero. Quiso burlarse del cadáver. Para ultrajarlo, ponerlo en ridículo. Para vengarse de algo que el joven le había hecho.

      —Pero el homicida, ¿cómo podía estar seguro de que la víctima tenía una sartén en la casa? —preguntó el comisario—. Caruso era joven, vivía solo y estaba lleno de dinero. Este tipo de muchachos comen siempre afuera, en los restaurantes.

      —De hecho, el asesino no lo sabía. Fue a la cocina y la buscó. Si no la hubiera encontrado, habría utilizado un plato, un cuenco, un frasco. Lo importante para él era cumplir con el rito.

      —¿Y las otras cosas que utilizó? ¿El ajo, el aceite, el cuchillo?

      —Sobre este último fue a lo seguro. Lo llevó con él. Lo habrá transportado en una bolsa o una mochila.

      —¿Con qué lo golpeó a Caruso en la cabeza?

      —Quizá con

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