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me saludó y fue a bañarse y vestirse. Le preparé un café, lo bebió, bromeó y salió.

      —¿Estaba de novio?

      —No creo. Pero a menudo y de buen grado lo encontré durmiendo con alguna muchacha.

      —¿Cuántas veces pasó eso?

      —La cuenta exacta no se la sabría hacer. Pero pasó varias veces. Eran muchachas siempre diferentes. Recibía también a alguna señora. Las mujeres le gustaban y él les gustaba a las mujeres. Las conocía en las discotecas, en los locales, y luego las traía aquí.

      —¿Asistió a alguna discusión entre Amedeo y estas mujeres?

      —No, nunca.

      —¿Amedeo se cocinaba solo?

      —Se las arreglaba. Sin embargo, cada tanto, yo le daba una sorpresa y le preparaba algo para el almuerzo.

      —Por favor, ¿puede controlar si entre la vajilla y los cubiertos, faltan una sartén y un cuchillo grande?

      La mujer miró en un cajón y en un armario de la cocina.

      —Los cuchillos están todos… Las sartenes no, me parece que falta una… ¿Será la que está allí, debajo de Amedeo…?

      —Es posible —dijo el inspector—. Gracias, señora Ruggiero, he terminado. Deje su dirección y el número de teléfono a mis colegas. Si llego a necesitarla, la convocaré a la comisaría.

      En el cuarto, los agentes de la policía científica, con sus monos blancos y las máscaras sobre el rostro, estaban todavía fotografiando y recogiendo pruebas. Scapece los saludó y se fue.

      En la planta baja, en una caseta, estaba el conserje, un hombre bajito, de mediana edad, cuyos anteojos con gradación, a menudo ponían de manifiesto una mirada temerosa.

      —Estamos conmocionados —dijo cuando pasó el inspector.

      Scapece hizo un saludo y salió del edificio.

      Afuera se encontró con un sol cálido. Era el 8 de diciembre, día de la Inmaculada, el invierno y la Navidad estaban cerca.

      Con pasos lentos el inspector recorrió via Orazio en descenso, deteniéndose de tanto en tanto para admirar el panorama del golfo de Nápoles. No había niebla y el Vesuvio ocupaba casi todo el fondo del paisaje.

      Al llegar a via Caracciolo, paseó a lo largo de la rambla hasta la Villa Comunale. Los detalles de la escena del delito eran numerosas piezas de un mosaico que comenzaba apenas a formarse en su mente.

      “Cuerpo desnudo, piernas abiertas, cuchillo en la espalda —pensó—. Peperoncini en el trasero. Genitales inmersos en el aceite y el ajo. Un hermoso rompecabezas. Como primera investigación de un homicidio en Nápoles no podía pasarme algo mejor. Ajo, aceite y peperoncino. En realidad, ajo, aceite y asesino.”

      3

       ¡Invita la casa!

      Nonno Ciccio cerró el periódico que estaba leyendo, lo dejó sobre la mesa y con un movimiento de la mano invitó a Peppe a que se acercara.

      —¿Qué pasa, papá?

      —Siéntate.

      Peppe ocupó un lugar al lado del padre.

      —Da vueltas despacio, sin llamar la atención.

      —¿Es un chiste?

      —No, cállate y haz lo que te dije.

      —¿Hacia qué lado debo girar la cabeza? —resopló Peppe.

      —Hacia tu izquierda. Mira atentamente.

      Peppe miró.

      —¿Y entonces?

      —¿Quién es ese señor bien vestido en el rincón?

      —¿El que está en la mesa cerca del pesebre?

      —Sí.

      —No lo sé. ¿Por qué?

      —Es ya la tercera vez que viene a cenar aquí. Llega siempre a la misma hora, a las nueve en punto, se sienta siempre allí y ordena siempre el mismo plato: pulpo con garbanzos.

      —Evidentemente, le gusta.

      —No dice ni media palabra —continuó Nonno Ciccio sin prestar atención al comentario del hijo—. Parece que tiene la cabeza en las nubes. Mira el celular, luego se fija en algo bajo el techo, termina de comer, se toma un limoncello, paga agradece y se va.

      —¿Y entonces? ¿Es tan raro?

      Nonno Ciccio se rascó la barbilla.

      —La vez pasada sacó una lupa, la apuntó hacia la mesa para ver algo, se rio a carcajadas y la volvió a guardar en el abrigo.

      —¿Una lupa? Papá, hace meses que te lo vengo diciendo: tienes que ir al oculista. Si no quieres ir, hago venir al oculista aquí, con todo el instrumental.

      —No digas tonterías. Veo bien, mejor que tú. Era precisamente una lupa lo que tenía en la mano.

      —Suponiendo que fuera realmente una lupa, ¿crees que está prohibido usarla?

      —No. Pero no es un comportamiento normal. Ese es un tipo misterioso. Ahora voy a hablarle, lo quiero conocer.

      —Olvídalo. Puedes resultar molesto.

      Nonno Ciccio no lo escuchó; tomó el bastón, se levantó, aferró la silla y la llevó consigo hasta el rincón de la trattoria en el que estaba sentado el sujeto cuya identidad quería descubrir.

      Alcanzado el objetivo, preguntó cortésmente:

      —¿Le molesta si me siento aquí con usted?

      —Por favor.

      Nonno Ciccio se sentó y extendió la mano derecha.

      —Encantado, soy Vitiello Francesco, el fundador de esta trattoria. Puede llamarme también Nonno Ciccio, si prefiere. Aquel señor gordo allí, el que nos está mirando con una cara igual a la de un monumento a los caídos es mi hijo Peppe, el chef y el responsable, y yo superviso todas las actividades.

      —Encantado, Gianni Scapece.

      —Disculpas si lo he molestado, pero quería darle la bienvenida a la Parthenope, aunque es ya la tercera vez que viene.

      —Gracias. Creo que regresaré porque se come bien y se está bien.

      —¿Y ordenará de nuevo el pulpo con garbanzos? Pruebe también los otros platos, no se arrepentirá.

      —Lo haré.

      —¿Me quitaría una duda, señor Scapece? ¿La otra noche sacó del abrigo una lupa?

      —Sí, aquí está —dijo Scapece extrayendo de un bolsillo su fiel instrumento de trabajo.

      Nonno Ciccio giró hacia el hijo.

      —¿Viste, Peppe? Tiene una lupa de verdad. ¡La visita al oculista la haces tú!

      Peppe se sonrojó.

      —La llevo siempre conmigo —explicó Scapece—. La compré en Londres cuando era un niño y, desde entonces, no me he separado nunca de ella.

      —¿Y por qué la utilizó la vez pasada? ¿Qué estaba mirando sobre la mesa?

      —Me pareció ver una hormiga. En cambio, era un fragmento de miga de pan.

      —Aquí no verá nunca hormigas —declaró Nonno Ciccio con orgullo—. Nos preocupamos por la higiene.

      —No tengo dudas —se escudó Scapece—. Lo mío es un gesto instintivo causado por la deformación profesional.

      —¿A qué se dedica?

      —Soy inspector de policía.

      —¡Qué

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