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lo sabes. Cuando la conocí, no era como es ahora.

      —Deberías haber sabido que cambiaría.

      —Y no tenía la bola de cristal.

      —Te la buscabas. Más que una Angelina, es un demonio.

      —Cada cual debe cargar su propia cruz.

      —Hijo mío, la tuya no es una cruz sino un peñasco. Menos mal que Isabella y Diego salieron a mí.

      —Si me permites, salieron también a mí, que soy el padre.

      —Sí, pero los cromosomas vienen de los abuelos.

      Luego de la investidura como comandante supremo, Peppe decidió no hacer modificaciones al local. La suerte de la trattoria se debía también a la sencillez de la decoración, que combinaba el estilo rústico con el marinero, manteles a cuadros blancos y rojos, una red de pesca y el viejo timón de un barco colgados de las paredes. Y decenas y decenas de fotos en blanco y negro y a color en las que estaban retratados personajes ilustres que habían honrado la Parthenope con su presencia: actores, deportistas, escritores, cantantes, algún político, incluso el presidente norteamericano John Fitzgerald Kennedy, inmortalizado frente al local durante su visita a Nápoles el 2 de julio de 1963.

      Sin embargo, Peppe se quiso dar un capricho: una vez obtenido el consenso oral del progenitor fundador, ordenó un cartel nuevo para el local, con las palabras Premiada trattoria PARTHENOPE en letras doradas con fondo azul. Sobre los vidrios esmerilados de la puerta de entrada hizo realizar dos serigrafías de la sirena napolitana: una con el cuerpo de ave rapaz, como aparecía en la mitología griega, la otra con el cuerpo de pez, como había sido reinterpretada en la época medieval.

      A Peppe le hubiera gustado agregarle el escudo heráldico de la familia Vitiello, con un yelmo de guerrero adornado por una rama de vid y el lema Prudens gubernat, pero el padre se opuso:

      —Sería una cosa de muy mal gusto. No somos nobles. Venimos del pueblo y nacimos para alimentar al pueblo.

      —Pero, papá, nos ha pasado de darle de comer también a algún aristócrata.

      —¿Y qué? Un pedazo de pan no se le niega a nadie.

      Con Peppe a cargo y Nonno Ciccio supervisando, pasaron otros tres meses tranquilos y alegres.

      Después, frente a la trattoria, abrieron una comisaría de policía, y para los Vitiello y la Parthenope nada fue como antes.

      2

       El cadáver en sartén

      El cuerpo completamente desnudo estaba extendido sobre la cama boca abajo con los brazos y las piernas abiertas, un gran cuchillo clavado en la espalda y un racimo de peperoncini sobre el trasero. La cabeza reclinada a un lado, presentaba dos heridas profundas en la zona parietal. Entre los genitales y las sábanas había una sartén metida llena de aceite y dientes de ajo.

      Sin obstaculizar el trabajo del médico forense y de los técnicos de la policía científica, el inspector en jefe Gianni Scapece dio vueltas varios minutos alrededor del cadáver para observarlo desde todos los ángulos. Se movió sin prisa. Escrutó todo con la máxima atención, estudió el ambiente, trató de captar un detalle tras otro.

      Cuando intervenía en la escena de un delito, actuaba con calma y método. Y reflexionaba.

      “Masculino, edad entre los treinta y treinta y cinco años, físico atlético —pensó para sí—. Habitación decorada con gusto, en estilo moderno. En la habitación y en el resto del apartamento no parece haber signos de lucha. La puerta de entrada no fue forzada. La sangre está presente en la espalda, sobre la cama, alrededor de las heridas en la cabeza y en una camiseta en el piso. Por tierra, al lado de la camiseta, un par de bóxers. La posición del cuerpo, la sartén llena de ajo y aceite y los peperoncini hacen pensar en un ritual. Una auténtica puesta en escena. Muy macabra. El asesino ha querido dejar un mensaje. Sí, pero ¿cuál?”.

      Para captar otros detalles, Scapece se acercó a la cama y observó el cadáver con una gran lupa que llevaba siempre con él. Como un Sherlock Holmes del tercer milenio.

      “Un cuerpo habla incluso después de la muerte”, se dijo.

      Había tomado la decisión de volverse investigador gracias al personaje creado por Conan Doyle; desde niño había leído todos los libros en los que Holmes era protagonista, luego había hecho dos viajes a Inglaterra y peregrinado por los lugares en los que el célebre detective había desarrollado sus investigaciones.

      A los veinte años ingresó en la policía estatal, Scapece se había distinguido en seguida por las habilidades intuitivas y deductivas con las cuales había contribuido a la resolución de casos complicados, hasta volverse uno de los detectives más valorados de Italia. Después de haber trabajado durante quince años en varias ciudades del centro y norte, se había hecho transferir a Nápoles. A la nueva comisaría de Mergellina, el barrio en el que había nacido.

      El inspector se trasladó a la cocina de la casa, donde lo esperaban la señora de la limpieza, que había descubierto el cadáver, y dos oficiales que intervinieron en el lugar después de la llamada hecha por los vecinos de la víctima.

      —Señora, en breve la dejo regresar a su casa —dijo Scapece—. Quisiera antes hacerle algunas preguntas.

      —Diga… —murmuró la mujer, toda temblando, los ojos enrojecidos por las lágrimas. Tenía unos sesenta años y un aspecto modesto; llevaba puesto un mono y un par de zapatillas de gimnasia.

      —¿Cómo se llama? —le preguntó el inspector.

      —Annamaria. Annamaria Ruggiero.

      —¿La víctima es Amedeo Caruso?

      —Sí.

      —¿Cuántos años tenía?

      —Treinta y cuatro.

      —¿A qué se dedicaba?

      —No sabría decirle. Nunca me lo dijo y yo, por discreción, no se lo pregunté nunca. El padre es constructor. Una familia rica. Este edificio es propiedad de ellos.

      —¿Amedeo vivía solo?

      —Sí. Estaba single, como se dice hoy.

      —Cuénteme cómo descubrió el cadáver.

      —Vengo aquí todos los viernes por la mañana a las ocho para hacer la limpieza y ordenar. Abro, porque generalmente Amedeo duerme a esa hora. Es decir, dormía… Me había hecho duplicados de las llaves para entrar en el edificio y abrir la puerta del departamento. También hoy por la mañana hice así. Entré, traté de no hacer ruido para no despertarlo, vine a la cocina, abrí los postigos, quité de en medio lo que estaba fuera de lugar. Después fui a la sala a barrer y quitar el polvo de los muebles. A las ocho y media sonó el despertador en la habitación. Amedeo siempre lo pone a esa hora. Es decir, lo ponía… Pasaron unos diez minutos y él no se levantó. “¡Qué curioso! —pensé—. Cuando suena el despertador, salta inmediatamente de la cama. ¿Quizá esta noche no regresó a casa?”. Esperé un poco más y fui a ver. La habitación estaba oscura. Lo llamé, pero nada. Entonces prendí la luz y lo vi… Boca abajo, con toda esa sangre alrededor y el cuchillo detrás en la espalda… ¡Qué cosa fea! ¡Qué susto!

      La señora se estremeció y se puso a llorar.

      Scapece le dio un paquetito de pañuelos de papel, esperó que se calmara y retomó las preguntas:

      —¿Cuánto hace que trabaja para él?

      —Tres años. De cuando Amedeo vino a vivir solo aquí.

      —¿Cómo era?

      —Conmigo era bastante amable y atento; me trataba como a una madre. Estaba siempre elegante, señorial, igual a los padres. Vestía bien, era lindo y tenía buena cultura.

      —¿Cuándo lo vio por

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