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a tu altura.

      —De eso estoy seguro: desde hace muchos años eres más alto que yo.

      —Me refería a la altura en el sentido de talento, no de estatura.

      —No te hagas el humilde —dijo Nonno Ciccio—. Aprendiste muy bien el oficio y me has superado. No puedo tener mejor discípulo.

      En efecto, Peppe era un verdadero maestro del arte culinario, había heredado del padre no solo la habilidad para preparar platos típicos de la cocina napolitana y mediterránea, sino también el carácter jovial y alegre, un chiste siempre a mano y un ingenio fuera de lo común.

      —Papá, ¿por qué quieres retirarte?

      —¿Y quién dijo que quiero retirarme? Me quedaré en la trattoria como supervisor.

      —¿Supervisor? ¿Intentas hacer cumplir las tareas en el local?

      —No, como supervisor del servicio gastronómico y de la hospitalidad. Vigilaré para que todo se desarrolle como debe ser y tendré las cuentas bajo control, porque estás acostumbrado a invertir y gastar. Vas a tener que soportarme hasta el que el Padre Eterno lo decida. Eres todavía un joven, puedes equivocarte.

      Peppe sonrió.

      —No es por contradecirte, pero te recuerdo que tengo cincuenta seis años.

      —Incluso con cien años, serás siempre un niño para mí.

      —Cuando tenga cien años, tendrás ciento veinticuatro. ¿Te parece posible?

      —No le pongamos límites a la Providencia.

      —De acuerdo, no la limitemos. Siempre seré un niño eterno; un niño barrigón.

      Debido a la silueta redondeada y los rollitos de grasa que le circundaban las caderas y el abdomen, a Peppe Vitiello lo habían apodado Braciola, es decir, chuleta de cerdo. Él lo sabía y no se preocupaba, sino más bien hacía alarde de su opulencia corporal y la ostentaba con orgullo junto con la cara gorda y rubicunda, la cabellera despeinada y unos bigotes pelirrojos a la mexicana que descendían hasta la base de su barbilla.

      —Tienes la lombriz solitaria desde niño —observó Nonno Ciccio—. Cuando ibas al jardín de infantes, ya eras así. Una merienda debía tener las dimensiones de un almuerzo y una cena juntos. Rosaria, la santa de tu madre, comenzaba a prepararte el desayuno a la seis de la mañana.

      —En cambio, tú siempre has sido un figurín.

      De hecho, Nonno Ciccio no parecía tener la edad que tenía. Su físico era huesudo, había pocas arrugas en su rostro, los ojos y la mente estaban listos para activarse ante el mínimo estímulo. Solo lo atormentaba un único achaque: un principio de artrosis en una rodilla que lo obligaba a desplazarse con la ayuda de un bastón.

      —Me mantengo en forma con el pensamiento. Mi cabeza no está nunca quieta y le hace consumir calorías a todo el resto. Y la cabeza ha decidido que debemos hacer un pacto.

      —¿Cuál? —preguntó Peppe curioso.

      —Dado que tendré más tiempo libre, cada mes organizaré en la trattoria un campeonato de Asso Pigliatutto, la variante del juego de la escoba.

      —Tu especialidad.

      —Sí. Cuando se haga el campeonato, hacemos un cierre extraordinario y serán las cartas las que hablen.

      —Pero prométeme que no te enojarás si pierdes algún partido.

      —¿Enojarme yo? —retrucó Nonno Ciccio fingiendo estupor—. ¿Cuándo ha sucedido algo así?

      —A menudo, papá, a menudo. Montas en cólera, te sube la presión y comienzas a hacer trampa.

      —Nunca he hecho trampa. Son las cartas las que hacen trampa contra mi voluntad. Y la presión me sube cuando veo las cosas malas del mundo.

      —Sobre ese punto no puedo discutirte. Ahora pensemos en positivo y festejemos tu cumpleaños.

      —¡Esa es una gran idea! ¿Traigo una botella de espumante?

      —No es necesario. Ya preparé todo. Torta, velitas y fuegos artificiales.

      —¿Dónde?

      —En la trattoria.

      —¿Quiénes estamos? ¿Solo tú y yo?

      —No. Vístete bien, usa el bastón para las grandes ocasiones y vamos. Te están esperando unos cuarenta de invitados.

      —Eh… ¿Invitados de quién?

      —Míos. Pero los gastos están a cargo tuyo.

      Nonno Ciccio había abierto la Parthenope a comienzos de la década del sesenta en via Mergellina, bajo la colina Monteleone, recuperando una antigua mina abandonada. La trattoria ocupaba los primeros puestos en el ranking de los mejores lugares para comer y se lo consideraba un universo de deleite y placer. Algunas revistas del sector y organismos especializados en gastronomía de calidad le habían adjudicado gran reconocimiento. Turistas, amantes de la buena cocina, intelectuales, artistas, empleados, personas solas, estudiantes, muchos lo habían elegido como su lugar preferido. Un lugar en el que se comía excelentemente y en el que uno se podía demorar conversando, relajarse y conocer gente linda. En un clima de simpatía, cordialidad y risas. Con la antigua Fontana del Leone, la costa de Nápoles y las olas del Tirreno a poca distancia.

      El menú de la Parthenope estaba compuesto por platos de mar y tierra que respetaban la tradición y la enriquecían con hallazgos geniales fruto de apasionadas discusiones en las cuales Vitiello senior y Vitiello junior abordaban temáticas de alta filosofía enogastronómica. A veces bastaba con aumentar o disminuir algún gramo en las dosis de los ingredientes, o utilizar una especia en lugar de otra, para darle un gusto diferente y más apetitoso a una receta.

      En la cocina, Peppe contaba con la destreza y experiencia de dos cocineras experimentadas de su misma edad, Bettina y Cristina Giaquinto: venían del pueblo de Santa Lucia, eran hermanas, las dos solteras y devotas de la Virgen de Piedigrotta, a la que agradecían vivamente cada vez que los comensales apreciaban sus manjares.

      La mascota de la Parthenope era un perro mestizo de cuerpo esbelto y mirada despierta que Peppe había encontrado una mañana muerto de hambre y desnutrido frente a la trattoria. Luego de haberlo revitalizado con tres salchichas y una costilla de cerdo preparadas la noche anterior, se había decidido a adoptarlo y lo había llamado Zorro por su pelaje negro y el contorno de pelos blancos alrededor de los ojos que lo hacían parecerse al temerario espadachín enmascarado.

      Zorro pasaba los días en la trattoria acurrucado junto a Nonno Ciccio, quien cada tanto le ponía en la escudilla una gotita de vino o café; el perro agradecía esos homenajes generosos, bebía con gusto y luego reanudaba su perpetuo turno de guardia, listo para intervenir contra los malos que osaran alterar la tranquilidad de la Parthenope.

      En el trabajo diario, Peppe iba y venía de la cocina a las mesas. Le daba placer servir personalmente a los clientes y a menudo se sentaba a conversar con ellos. Los fines de semana, cuando había más gente, le pedía ayuda a su hijo Diego, que realizaba las tareas de camarero y lavaplatos con un pereza tal que generaba frecuentes reproches, en voz alta y en napolitano creativo, por parte del Nonno Ciccio. Cuando la trattoria ofrecía banquetes de confirmación, comuniones, bautismos y cumpleaños, los gritos provenían también de Braciola, que sobrecargaba el napolitano con alguna palabrita un poco subida de tono, lo que provocaba gran perturbación en las hermanas Giaquinto. En tanto muchacho sensible y respetuoso, Diego no osaba objetar y reanudaba la actividad de buena gana para hacerse perdonar; luego volvía a caer en el cansancio, lo que generaba el inicio de un nuevo ciclo de regaños.

      Peppe tenía también una hija diez años mayor que Diego, elogiada por todos debido a su belleza y extrema dulzura. Nonno Ciccio la adoraba con una intensidad directamente proporcional, y diametralmente opuesta, a la antipatía que experimentaba por Angelina, la esposa de Peppe, un mujerón cuya índole cascarrabias era objeto

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