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su angustia” (Henry, 2004a: 134): “¡Soy una pregunta empecinada, / que grita su dolor […!]” (“Canción desesperada”).

      Este sufrimiento, a su vez, es –tanto para Henry como para Discépolo– cambiante, en el sentido de que pasa de manera incesante de una modalidad a otra. De ahí que el mismo autor que ha sabido pintar con las pinceladas más negras la noche del dolor absurdo, haya sabido ver el mismo afecto desde la más hilarante parodia. La vida de la que nos habla Discépolo se dice tanto en el drama como en la comedia. Quien puede escribir: “¡Dolor que muerde las carnes, / herida que hace gritar […] Dolor de bestia perdida, / que quiere huir del puñal” (“Martirio”); también puede escribir: “¡Cuánto dolor que hace reír!” (“Soy un arlequín”).

      Si la fenomenología de la vida nos muestra que todos nuestros afectos pueden pasar de uno a otro, si la alegría sucede a la pena y viceversa, entonces bien podríamos decir que hay una fenomenología de la vida en Discépolo y que ella, también, nos pone “frente a la realidad del tiempo” inextático propio de todo viviente, en el cual el tiempo ideal de la fenomenología histórica se desvanece ante el ritmo monótono, incesante, en que la vida se da a sí misma siempre del mismo modo y, a la vez, de un modo distinto: “hoy… / mañana… / siempre igual…” (“Martirio”).

      Esa temporalidad acósmica donde el penar es ciego (“Uno”) y el llorar, una ilusión (“Canción desesperada”), es lo que podríamos llamar “la realidad discepoliana”, que consiste en el sufrimiento primitivo en que la vida se siente acorralada contra sí misma y para el cual no hay explicación alguna. Es el dolor de quien permanece “sin comprender, / por qué razón” quiere (“Martirio”) ni en qué consiste el “castigo” de llorar y amar (“Uno”).

      La vida, en definitiva, es también para Discépolo la subjetividad absoluta y la certeza: todo lo que su poética dice enfáticamente, lo dice desde el sentimiento, con su plena alegría y su pleno dolor.

      La afectividad pura

      Bien se dijo que la subjetividad, tal como es descripta por Discépolo, se muestra como afectividad que escapa a la razón, pues el corazón “no sabe pensar” (“Sueño de juventud”). También la voluntad permanece impotente ante ella. Discépolo muestra como ningún otro maestro del tango la incapacidad de actuar sobre los propios sentimientos. Así, ante el amor no correspondido, confiesa: “No puedo reaccionar / ni puedo comprender” (“Secreto”). De este modo, el sentimiento se muestra más allá del bien y del mal, tal como lo expresa el poeta al admitir: “No puedo ser más vil / ni puedo ser mejor” (“Secreto”).

      La subjetividad discepoliana, además, puede caracterizarse como no intencional, pues el sentimiento no se mide por su finalidad, sino que se revela como “inútil”: “Fue inútil gritar” (“Infamia”); fue una “inútil ansia” (“Soy un arlequín”); una “Fiebre de pasiones” que uno “sufre hasta morir” (“Martirio”). La subjetividad, entonces, se revela en el sufrimiento merced a un “saber” (entre comillas) que escapa a todo saber, según lo expresa Discépolo al exclamar: yo “no sé más que sufrir” (“Soy un arlequín”).

      La neutralidad afectiva de la vida en la deconstrucción de Discépolo por Lamborghini

      La subjetividad discepoliana no se revela solamente en el llanto, sino también en la risa o, mejor dicho –y en esto veremos una de sus revelaciones decisivas–, presenta una tonalidad afectiva neutra en la que reír y llorar revelan su indiferencia e intercambiabilidad.

      Nadie en la poesía argentina ha comprendido mejor esto que Leónidas Lamborghini. Al igual que Discépolo, es capaz de mostrar desde el llanto lo mismo que muestra desde la risa. Este cambio de tonalidad afectiva es no solo arbitrario, sino también irrelevante. Sendas poéticas revelan que la afectividad puede experimentarse tanto desde una como desde otra modalidad. De ahí que el faquir de Discépolo, reescrito por Lamborghini, termine “cachado por la risa” (Lamborghini, 1988d) merced a eso que, en otros textos, definió genialmente como el “horrorreír”.

      No solo el faquir, sino que hasta el mismo Jesús es llevado a este terreno, en el que sueña “que es un / arlequín / que ríe y / llora”; “y / llora / sin dejar / de reír” (Lamborghini, 1988b). El “horrorreír”, entonces, sustenta una extraña teología profana en que la risa rabelaisiana y la transvaloración nietzscheana hacen su irrupción bajo el concepto de “la risa canalla (o la moral del bufón)”, que pone de relieve que no hay hechos, sino valoraciones, y que el vivir algo como tragedia o como parodia no está en lo vivido, sino en el viviente. Así, Lamborghini nos invita a mirar lo trágico desde el reír, sabiendo que “la tragedia que empieza termina en la parodia, / sigue en caricatura y da en grotesco”, hasta confundirse “en violento carnaval” (Lamborghini, 2008: 11).

      La moral del bufón tiene, como dijimos, ribetes teológicos. Precisamente, en La experiencia de la vida, Lamborghini describe un imaginado culto al Dios Trinorriente en el que las fases evolutivas de esta moral del bufón ilustran su dogma fundamental:

      Un Dios Trino: Padre Riente. Hijo Riente. Espíritu Santo Riente. Tres Personas Rientes, rientes en Persona, y un solo Dios Riente y Verdadero. Uno ríe del Otro y los tres de Sí Mismos y de los Otros Dos: en gradación de grados distorsivos. El Padre ríe paródico, el Hijo ríe caricaturesco, el Espíritu Santo ríe grotesco. Y esa risa está en todas partes: como lo está su Misericordia. (Lamborghini, 2003: 12)

      Esta misericordia riente le permite a Lamborghini transformar el negro dramatismo discepoliano, que increpa a Dios desde su tambaleante fe, en una perspectiva distinta que ya no ve la “Tormenta”, sino “Una flor en la tormenta”. Es que tanto da una u otra modalidad: es eso lo que revelan el cinismo y la ironía discepoliano-lamborghinescos que, en su regodeo, experimentan el juego de lo “Neutro”, en cuyo “magma” no hay distinción significativa –es decir, donde la distinción se revela como insignificante–.

      Esto es trabajado por Lamborghini (1988c) en sus reescrituras de Discépolo bajo la forma de la “distorsión”, que vuelve insignificante toda distinción. Así, juega con la cualidad in-expresiva de la letra h, argumentando: “hoy resulta que es lo mismo oyh o que ohy: en la / fragua del distorsionar. En lo mismo. Porque / tanto da como no da. Magma neutro / del da: del da lo mismo”.

      El carácter de la indistinción discepoliano-lamborghinesca no siempre ha sido comprendido en su plenitud. Los tangos más paródicos y políticos de Discépolo suelen leerse como expresión de un nihilismo de época, en el cual los valores se han perdido y la “realidad social” se muestra fría y absurda. Eso es cierto, pero también superficial. Discépolo no permanece en el nihilismo porque advierte que, en el derrumbe el mundo, hay algo más bien que nada. Eso que nos queda cuando todo ha colapsado no es nada menos que la realidad –es decir: la subjetividad–.

      Por eso, no es ninguna novedad saber que “el mundo fue y será una porquería”, que “¡Todo es igual! / ¡Nada es mejor!”, que “da lo mismo” (“Cambalache”). Reconociendo la insignificancia

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