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particularmente en lo que respecta a las temáticas del amor y el mundo circundante –que la autora relaciona con lo que para Sartre son “el ser para otros” y “el ser para sí” respectivamente– (Lencina, 2004: 6). Se trataría, entonces, de “categorías básicas de filosofía existencialista, sustentadas fundamentalmente en Sartre y Heidegger”, las cuales atienden a la subjetividad del hombre “en tanto que individuo concreto” (6). Así es que Lencina encuentra en Discépolo “un análisis existencial” que refiere, entre otras temáticas, a la libertad y la angustia –concepto, este último, que “resume” los demás rasgos del existencialismo– (6). De este modo, argumenta lo siguiente:

      […] la categoría que mejor conjuga del existencialismo en la obra discepoliana es la angustia, concepto categórico de este pensamiento, en tanto es propia de la condición humana y es aprehensión reflexiva de sí mismo. En alguna medida la angustia resume los otros rasgos que hemos mencionado anteriormente, pues ella emerge de todos ellos. […] Tan importante es el concepto de angustia en el existencialismo que el propio Sartre dice que el existencialista suele declarar que el hombre es angustia. (Lencina, 2004: 6-7; énfasis en el original)

      No por reiteradas las interpretaciones existencialistas de Discépolo han sido unánimemente aceptadas. Por ejemplo, Néstor Cordero ha salido al cruce de estas lecturas negando, de la manera más rotunda posible, que Discépolo tenga algo de existencialista:

      Un tanguero llama “filosofía” a la experiencia de vida. A veces se confunde todo esto con existencialismo, sobre todo en Discépolo. Y Discépolo no tiene nada de existencialista. Era un filósofo cínico, aunque él no tuviera la menor idea de eso. El símbolo del cínico es el perro, que aparece en Yira, yira. Y cuando habló por radio, el personaje antiperonista se llamaba Mordisquito. Hay un texto de Terencio que dice: “Hoy fui al mercado. Estaban mezclados ladrones y doctores, prostitutas y médicos”. ¡Es Cambalache! (Cordero, 2010)

      Cierto es que, tal como apunta Cordero, la experiencia de vida ha sido considerada por muchos tangueros como si se tratase de una filosofía existencialista. A nuestro entender, ese tipo de definiciones son incorrectas, entre otros motivos por superficiales, ya que no llegan a comprender el sentido profundo de los tangos de Discépolo.

      A fin de discernirlos con mayor perspicacia, propondremos que hay en Discépolo un cartesianismo que supera en mucho la mera descripción de la existencia sombría de personajes desgarrados por la angustia, y que este cartesianismo se nutre de la afectividad de un modo más radical que la mirada meramente exterior de cualquier retratista.

      La filosofía de la vida

      De manera breve y sin pretender hacer una presentación exhaustiva, introduciré algunos aspectos de la fenomenología de la vida particularmente significativos a la hora de encarar una lectura de la significación profunda de la poética discepoliana.

      La vida se siente, se experimenta a sí misma. No es que sea algo que además dispone de la propiedad de sentirse a sí misma, sino que es esta su esencia: la pura experiencia de sí, el hecho de sentirse a sí misma. La esencia de la vida reside en la autoafección. (Henry, 2010: 27)

      Que la vida se sienta y se experimente a sí misma sin mediación significa que “es, en su esencia, afectividad” y que ella se efectúa “en la efectividad del sentimiento” (Henry, 2010: 28).

      Por su carácter autoafectivo, la vida es siempre un sí mismo; es decir, encuentra su esencia en la ipseidad comprendida como el hecho “de sentirse a sí mismo, [como] la identidad del afectante y del afectado” (Henry, 2010: 29). Es, entonces, “este ser-sí mismo en la afectividad y por ella” lo que “pone a cada vida en relación consigo misma y hace que ella sea la vida, oponiéndola, al mismo tiempo, a cualquier otra en el sufrimiento absoluto de su individualidad radical” (30).

      Esta experiencia que de sí misma hace la vida “en la inmanencia radical de su autoafección” es, esencialmente, “pasiva respecto de sí” (Henry, 2010: 30). Está ligada a sí misma y “es incapaz de romper ese lazo” para distanciarse de sí. Precisamente, se caracteriza por

      […] la imposibilidad de escapar de sí, de preparar detrás de sí una posición de repliegue a la que le fuese posible retirarse, sustraerse de su propio ser y de lo que este pudiera tener de opresivo. En tanto la vida está acorralada contra sí misma en la pasividad insuperable de esta experiencia de sí que no puede interrumpirse, es un sufrir, el “sufrirse a sí misma” en y por el cual está irremediablemente entregada a sí misma para ser lo que es. (Henry, 2010: 30-31)

      Precisamente en “ese «sufrirse a sí misma» y en su sufrimiento” la vida se siente y “es dada a sí en la adherencia perfecta del ser engarzado en sí mismo; se llena de su contenido propio” (Henry, 2010: 31). Sin embargo, esta experiencia no necesariamente es dichosa, pues la afectividad se caracteriza por una “dicotomía fundamental” según la cual se opera en ella, espontáneamente, “una partición” entre nuestros afectos “según su tonalidad, considerada positiva y agradable, o negativa y desagradable” (Henry, 2010: 31). Esta dicotomía, que “se enraíza en la esencia de la vida y viene a expresarla”, hace que el curso de nuestra vida esté signado por “la posibilidad del paso de todos nuestros afectos, de unos a otros” (31), sin que necesariamente responda a algo trascendente:

      La alegría sucede a la pena no solo porque un suceso favorable suceda en el mundo a un suceso desfavorable, sino, ante todo, porque la alegría puede suceder a la pena. Y esta posibilidad del paso de la pena a la alegría es igualmente su común posibilidad, la esencia de la que ambas derivan. (Henry, 2010: 31)

      Ahora bien, ¿de dónde surge esa posibilidad esencial? Henry nos lo dice: “El paso del sufrimiento a la alegría nos coloca frente a la realidad del tiempo” (Henry, 2010: 31). Es el ritmo de la vida en su venir a sí misma lo que se revela en este incesante pasaje de una modalidad afectiva a otra. No es, sin embargo, el tiempo extático del que hablaba Husserl.

      Henry cuestiona la validez de la descripción husserliana del tiempo fenomenológico argumentando que hay “una discontinuidad radical” entre el instante actual y el pasado (Henry, 2004a: 54-55). Lo que traiciona el análisis husserliano del tiempo fenomenológico es que la primera fase del flujo retiene la impresión en la conciencia y le da un carácter pasado, donde no queda impresión, sino tan solo algo que ya no es. La retención, entonces, no contiene nada real. Solo el presente constituye el ser, mientras que la retención es una irrealidad; lo mismo que la protención: ambas son representaciones imaginarias. De modo que “el proceso de temporalización es un proceso de irrealización, así como la recaída retencional constante en el pasado significa una irrealidad en relación con ser” que convierte en nada al flujo de mi representación (Henry, 2004a: 55, 59).

      Por eso –si bien para Husserl “la conciencia interna del tiempo con su triple estructuración protencional, actual y retencional es el modo de donación originaria según el cual se nos da todo lo que nos es dado” y, por lo tanto, es “la condición que hace posible todo ser para nosotros”–, preciso es admitir que “no se presenta ella misma en la apertura de este campo

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