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lo único real en él, que es el presente viviente –o, lisa y llanamente, la vida–. Ella permanece más allá, o más acá, de la estructura unitaria del triple éxtasis del tiempo husserliano en que supuestamente ocurre la donación extática de la impresión y su presentación en la conciencia originaria del ahora (a la cual se agrega la retención y la protención) y que se fenomeniza en la conciencia íntima del tiempo mediante la constitución fenomenal de las fases de su flujo, que ni siquiera tienen una relación esencial entre sí (Henry, 1990: 43-45).

      Más allá de este tiempo constituido está –como su condición real, inaparente, fuera de la luz propia de la fenomenalidad griega– la autodonación en que el ahora es dado como impresión, como realidad subjetiva original, de la cual la fenomenología intencional no tiene nada que decir (Henry, 1990: 46). Esa autodonación en que la vida se nos da en un “excedente de emoción”, en su movimiento autoimpresional incesante, como “el presente viviente” (Henry, 2004a: 60), ha quedado fuera del análisis husserliano porque sería destruida en el “fuera de sí” de la exterioridad pura. Allí, donde se descompone en sus distintas fases –cada una de las cuales se “desliza” hacia un pasado cada vez más distante, dado a la intencionalidad en la retención–, en ese deslizamiento de la impresión fuera de sí en su temporalización originaria como flujo de conciencia, en ese distanciamiento de sí, la impresión es destruida como tal: deja de ser una impresión vivida, real, y es sustituida por una fase ya pasada, sin ninguna actualidad ni realidad, sin presencia efectiva (Henry, 2000: 75-76). Es que el flujo de conciencia –cuya forma es la síntesis de tres intencionalidades (la protención, la conciencia del ahora, y la retención) y que constituye la estructura a priori de todo flujo posible– es un flujo meramente formal, vacío, e incapaz de producir su contenido impresional; en consecuencia, es irreal, pues la única realidad del tiempo es la impresión, que jamás se muestra (Henry, 2000: 79). El flujo de conciencia husserliano, entonces, tiene un carácter alucinatorio, pues hace renacer a cada instante la realidad impresional que nihiliza, la cual viene a morir en el ék-stasis del tiempo que la separa de sí misma (Henry, 2000: 80).

      Para la fenomenología de la vida, en cambio, el tiempo no puede ser pensado bajo la forma de la representación propia de la irrealidad noemática, sino que debe ser revelado en y desde la autoafección, a la cual solo la fenomenología material puede acceder. La impresión no encuentra su lugar en la irrealidad del tiempo husserliano, donde la subjetividad originaria no puede aparecer, sino “totalmente fuera del dimensional extático –en este otro lugar radical que soy yo–” (Henry, 1990: 46). La donación extática de la impresión en la conciencia interna del tiempo, según la descripción husserliana, sustituye ilegítimamente a la autodonación de la impresión en la impresionalidad. Así, la cuestión de la impresión se pierde de vista, y es trasvestido su ser originario en un ser constituido; lo cual implica una profunda falsificación consistente en insertar la estructura de la temporalidad extática en la impresión misma con la finalidad de definir su esencia por esa estructura que le resulta extraña (Henry, 1990: 49-50).

      Por el contrario, este tiempo inmanente sobre el cual nos llama la atención Henry es el de la subjetividad acósmica, interior e invisible que somos, en cada caso, nosotros mismos, y que se revela a sí en la inmanencia radical, es decir, fuera del mundo y de la visibilidad, en ese abrazo patético que la vida se da a sí misma, sin distancia ni horizontes, pues –según lo muestra Henry– “escapa por principio a toda intencionalidad concebible” (Herny, 1990: 169). Así, la sustancia fenomenológica de la vida es irreductible a la del mundo y su estructura (170).

      En tanto subjetividad absoluta indiferenciada consigo misma (Henry, 1990: 173), la vida en su afectividad es la certeza.

      Dado que la afectividad se escenifica en un ámbito de inmanencia radical donde ser es idénticamente aparecer, nada de ella queda fuera de ella. Por este motivo, es imposible equivocarse en el sentir: el error proviene de las diversas y contrapuestas interpretaciones que apuntan exteriormente al sentir. (Lipsitz, 2004: 40)

      En efecto, ni la ilusión ni el error pueden hallarse en el sentimiento, sino que se encuentran siempre en la interpretación que el pensamiento elucubra acerca de él. Por eso, los supuestos “sentimientos falsos o ilusiones” son, en realidad, “sentimientos mal comprendidos” (Henry, 2003: 710); y no porque pudiera haber una comprensión adecuada de ellos, sino porque toda forma de comprensión o razón les es por naturaleza ajena: la realidad del sentimiento es completamente extraña a toda forma de comprensión (Henry, 2003: 709).

      Discépolo como filósofo de la vida

      Ciertamente, la poética discepoliana tiene ribetes filosóficos. En lo que sigue, trataré de mostrar –tal como propuse al principio– que ellos no son única ni primordialmente los del existencialismo, con el cual se lo ha vinculado tantas veces, sino, ante todo, los de la fenomenología de la vida que acabo de presentar –pues, como el mismo Discépolo dijo, la filosofía que campea sus tangos la aprendió “en la vida” (citado por Dei, 2012: 32)–.

      Si, como nos muestra Henry, la vida es en esencia afectividad, nadie en el tango ha sabido describirla mejor que Discépolo. Su poética y los personajes que ella presenta son afectividad pura, caracterizados por sus sentimientos y no por las razones siempre tambaleantes que circunstancialmente invocan.

      Es precisamente el sufrimiento aquello que a los personajes de Discépolo los encadena a sí mismos. Se trata de un sufrimiento que, como en la filosofía de Henry, los entrega irremediablemente a su ipseidad.

      Una expresión reveladora del sufrimiento es el grito, pues “pertenece a la inmanencia de la vida como una de sus modalidades” (Henry, 2004a: 341).

      Su pertenencia a la vida solo puede ser reconocida, es verdad, si el grito es aprehendido en su proferición subjetiva, como un acto de fonación del cuerpo viviente que posee el estatuto fenomenológico de la vida […] el grito del sufrimiento: habla en su propio pathos y por él, su palabra es la palabra de la vida. (Henry,

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