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Palabras murmuradas, amén. Aleluya. Quizá nos vean, pensó. Quizá nos estén mirando.

      La nieve caía y se acumulaba en pilas. No había viento.

      La canción que escuchó Jack fue entonada por muchos desde muy lejos. No estuve allí la primera vez, pero luego regresé y me quedé con ellos. Me acerqué. La casa estaba fría. Jack dormía en las mantas, con el brazo alrededor de Matty. Su piel y su cabello se iluminaban como una linterna a la luz del fuego. Su rostro tranquilo. Sólo una vez lo vi tan tranquilo. Me arrodillé a su lado. No lo toqué, pero lo observé dormir. Ahora me doy cuenta de por qué no se permite ese tipo de cosas.

      Nunca he estado más cerca de nadie, y nunca más lejos.

      Mamá trabajó en la tienda de comestibles hasta después del anochecer y luego tomó el autobús hasta la parada y caminó el resto del camino a casa. Como siempre. Entró en casa con una bolsa de papel marrón. Miró a Jack.

      —Llego tarde de nuevo —dijo.

      —Te guardé la cena.

      Caminaba despacio. Le sonrió a Jack y a Matty en el sofá, con su rostro desgastado.

      —¿Qué hiciste hoy?

      —Macarrones con queso.

      —Mi platillo favorito.

      Fue a la cocina y empezó a sacar los comestibles de la bolsa. Una barra de pan. Fideos ramen. Un paquete de M&M. Matty se deslizó del sofá y se acercó a la mesa. Abrió el paquete de M&M y dejó caer uno en su pequeña mano. Con cuidado, ella se inclinó y besó su cabeza.

      —¿Qué están haciendo mis niños? —preguntó.

      Jack cerró el libro.

      —Sólo estoy leyendo.

      —¿Qué lees?

      —Algo que saqué de la biblioteca.

      Cuando ella vio la portada del libro, una sombra cruzó su rostro. Colmillo blanco. Se quedó mirándolo.

      —¿Hiciste tu tarea? —preguntó.

      —Sí.

      —Quiero que te vaya bien.

      —Lo sé, mamá.

      Jack dejó el libro en el sofá y empezó a guardar los comestibles.

      —Se está poniendo frío.

      —Mamá —dijo Matty.

      Ella tomó un bocado de macarrones con queso. Cuando se inclinó para verter los chocolates en la mano de Matty, inhaló con fuerza y se enderezó, respirando con dificultad por un momento. Sus ojos se humedecieron. Jack pudo ver el dolor en su rostro. Ella abrió su bolso y sacó el frasco de pastillas de la pequeña bolsa blanca. Jack la miró rápidamente.

      —¿Todavía te duele la espalda? —preguntó.

      Ella no lo miró.

      —Creo que sólo estoy cansada.

      Jack le sirvió un vaso de agua y se sentó a la mesa para verla. Para ver el contenedor de pastillas. Siguió mirándolo.

      —Quizá deberías quedarte en casa mañana.

      Ella extendió la mano y le revolvió el cabello.

      —No te preocupes.

      —Pero tal vez deberías quedarte.

      —Estaré bien.

      —No puedes llenar los estantes, mamá. Es demasiado pesado, tienes que decírselo.

      Ella no habló, pero arrastró una mano sobre la de él y la apretó.

      —Te amo, Jack.

      Se sentaron en la sala. Ella y Matty en el sofá leyendo Buenas noches, luna, y Jack junto al fuego con Colmillo blanco. Intentaba concentrarse en las palabras pero no podía. Estaba haciendo los cálculos en su cabeza. Seis días. Ella había faltado demasiado al trabajo ya. Nueve días el mes anterior. Estaba preocupado por el dinero, pero sobre todo por ella. Lo exhausta que se veía. Lo triste.

      Cuando levantó la mirada, se dio cuenta de que ella lo estaba mirando fijamente.

      —¿Qué? —preguntó.

      —No quiero que leas ese libro.

      Jack lo cerró.

      —De acuerdo.

      —Por favor, no lo sigas leyendo.

      —De acuerdo.

      —Prométemelo.

      —De acuerdo. No lo haré.

      Se sentaron en silencio. Con todo lo no hablado colgando entre ellos. Él no debería haber traído el libro a casa. Lo devolvería mañana.

      —Yo también te amo —dijo Jack.

      —No abrí la puerta.

      Jack se estremeció al despertar. Del otro lado de la ventana el cielo estaba negro y en la chimenea el fuego se había reducido a brasas. Matty estaba sentado y envuelto en la colcha, mirándolo.

      —¿Qué? —preguntó Jack.

      —Cuando llegó ese comisario. No abrí la puerta. Como dijiste.

      Jack asintió.

      —Lo hiciste bien.

      —Estaba asustado.

      —Lo sé. Lo siento.

      —¿Crees que mamá está bien en su viaje?

      Jack parpadeó.

      —Apuesto a que sí.

      Matty no dijo nada y luego dijo:

      —Las luces no funcionan.

      —No.

      —Lo intenté con todas. No funcionan.

      —No, no funcionan.

      —¿Funcionarán mañana?

      —No. Probablemente no.

      Matty guardó silencio. Después de un rato, dijo en un susurro:

      —Quiero hacer una pregunta.

      —Está bien.

      —¿Tú siempre dices la verdad?

      —No siempre. Pero es bueno decir la verdad.

      —¿Tú siempre me has dicho la verdad?

      En el resplandor humeante, la mecedora de mamá dibujaba una sombra en la pared.

      Jack negó con la cabeza.

      —No. Lo siento.

      —De ahora en adelante, quiero que siempre me digas la verdad. ¿Puedes hacerlo?

      Un crujido de la casa. Luz naranja.

      —Lo haré —dijo Jack—. Siempre te diré la verdad.

      —De acuerdo.

      Matty se acostó cerca de Jack, se acurrucó contra él y puso su mejilla en el hombro de su hermano. Sus ojos cayeron.

      —No estoy cansado —dijo.

      Se quedó dormido.

      Las velas se consumieron y su luz se apagó.

      En la oscuridad de la lenta y fría noche, Jack soñó con ella como había sido antes. Parada en el patio delantero, sobre la verde hierba de primavera, con rosas floreciendo a su alrededor. Con sus mejillas sonrojadas y su cabello recogido con pasadores plateados. Tijeras en sus manos enguantadas para podar. Él se paró en el porche y ella se volvió y le sonrió. Llevaba un vestido amarillo de verano. Su color favorito.

      Cuando

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