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estaba muerto y oxidado. Una tienda de muebles anunciaba con pintura roja desgastada en el vidrio de la ventana: TODO EN LIQUIDACIÓN. Toda la calle se descomponía lentamente.

      Revisó en las gasolineras, pero no había trabajo.

      Nada en Big J’s Burgers. Continuó. Trozos blancos se asentaban sobre todo. El anochecer, cada vez más oscuro, estaba abriendo el paso a la noche.

      En la esquina de la segunda cuadra, una nebulosa luz amarilla llamaba desde el interior de una tienda. Hunter’s Drug & Hardware. Se acercó, se detuvo y miró por el gran ventanal que había junto a la puerta. Una vitrina con cecina, puros y whiskies. Sobre un mantel a cuadros rojos yacía una manguera de radiador junto a una bandeja para hornear. Una batidora KitchenAid. En la esquina, contra el vidrio, había un cartel de cartón con dos palabras escritas con rotulador negro.

      SE BUSCA AYUDANTE.

      Abrió la puerta, sentía las piernas débiles. Sonó una campana en la manija. En el interior, vio filas de pasillos cubiertos bajo el resplandor de luces fluorescentes. Pastillas para la tos, antifebriles, analgésicos, antiácidos, termómetros. Productos enlatados en otro conjunto de anaqueles. Frijoles, maíz, chili, sopa, salsa de tomate. Mermelada y pan de caja. Un soporte de alambre de tarjetas de felicitación por $0.99 cada una. Música adormecedora de un radio en alguna parte. “I Fall to Pieces”, de Patsy Cline. Se paró sobre un tapete negro y sacudió la nieve de sus botas, bajó la cremallera de su abrigo y se alisó el cabello mojado por la nieve. Los nervios reptaban a través de él como culebras rayadas. Las aplastó. Puedes hacerlo, tú puedes.

      —Ya estoy cerrando —dijo el propietario detrás del mostrador—. Está por caer una tormenta de nieve. El locutor dice que tendremos al menos treinta centímetros para mañana en la mañana.

      Estaba ahí parado, limpiando el mostrador con una toalla gastada. Viejo, encorvado y delgado como una hoja de papel, con los ojos cubiertos por pliegues de piel arrugada y diminutas venas en la piel. Llevaba una camisa a cuadros con botones en la parte delantera, tirantes marrones y un delantal de vinilo atado en la parte superior.

      —Vi su cartel —dijo Jack—. Estoy buscando trabajo.

      El dueño dejó de fregar y se enderezó. Frunció el ceño e inspeccionó a Jack. Entrecerró los ojos bajo las cejas blancas.

      —Bueno. Ven, déjame verte bien.

      Jack sostuvo la mirada del anciano y fue hacia el mostrador. Supo que no podía estropearlo, sin importar qué pasara.

      —Puedo hacer lo que usted necesite. Barrer, quitar el polvo, almacenar la mercancía. Cualquier cosa. Y también soy muy confiable.

      —¿Cuántos años tienes?

      —Dieciocho —una mentira, pero sólo por un año.

      —¿Alguna vez has tenido un trabajo?

      —No, señor. Pero trabajaría duro. Le juro que lo haré.

      —Espero trabajo duro.

      —Sí, señor. Trabajaré duro para usted.

      —Tendrías que levantar cajas pesadas.

      —No me importa. Puedo levantar lo que usted necesite.

      —No acepto ninguna réplica insolente. Ni una sola.

      —No, señor.

      El viejo dueño hizo una mueca y miró la nieve por la ventana. Sus uñas amarillas golpearon el gastado mostrador de mármol. Su nariz en forma de pico se crispó.

      —Pago siete la hora. Fuera de registro. Es todo lo que haré.

      Jack no respiraba.

      —Está bien.

      Detrás del mostrador, un reloj de cucú en la pared sonó seis veces. El dueño se rascó la barbilla. Sus ojos hundidos escudriñaron a Jack, agudos como los de un cuervo.

      —Bueno, tal vez cumplas con los requisitos —asintió con la cabeza y le tendió una mano para estrecharla, aunque su rostro ceñudo no mostró ningún cambio—. Estás contratado.

      Jack parpadeó. Todo se volvió un poco borroso. La cara bigotuda del dueño. El mostrador de mármol y el reloj de cucú. Muy abajo en él, donde la preocupación constante se movía, no había pensado que esto realmente sucedería. Encontrar trabajo. El dinero siempre había estado en su mente. Eso y la comida. El trabajo significaba dinero para comidas, facturas, un par de zapatos nuevos para Matty. Recuerda esto, pensó. Nunca lo olvides.

      Estrechó la mano del propietario.

      —¿Cómo te llamas? —preguntó el dueño.

      —Jack, señor. Jack Dahl.

      Los dedos del anciano se aflojaron. Su rostro se torció en salientes y ángulos. Podría haber estado sufriendo.

      —Dahl.

      Jack no se movió. Sus entrañas se volcaron hacia los lados, se volcaron y se rompieron. Una repentina sensación de pérdida golpeó como un mazo contra la parte inferior de sus costillas…

      —¿Tú eres el hijo de Leland Dahl?

      Jack simplemente se quedó allí, mientras el entumecimiento se filtraba a través de su cuerpo.

      El dueño retiró la mano como si se la hubieran mordido. Sus ojos se clavaron en Jack y se adentraron en lugares abiertos y crudos.

      —Eres su hijo, ¿cierto?

      Jack intentó hablar, pero su voz no respondió. En la pared, una cabeza de ciervo lo miraba.

      —Te conozco —el dueño escupió las palabras. Había empezado a temblar y Jack pensó que podría caerse—. Conozco a tu familia.

      Palabras ahora. Arrancadas de él.

      —Por favor. Trabajaría duro.

      El dueño negó con la cabeza.

      —Te conozco.

      —Por favor. Lo necesito.

      —Sal de mi tienda.

      —Yo no soy como él.

      —Chico, tu papá es un traficante de metanfetaminas y un criminal. Tu mamá es una puta adicta a las drogas. ¿Por qué alguien confiaría en ti?

      Jack se quedó allí un segundo más. Cinco. Diez. Luego se volvió y salió por la puerta.

      Recuerdo el color rojo.

      Los árboles y la oscuridad y la luna.

      Y la sensación de mi mano en el cuchillo, mientras el calor se filtraba a través de mis dedos.

      La luz de la luna creciente se extendía a lo largo de las colinas y proyectaba sombras sobre la carretera. Jack conducía. Unas cuantas casas surgían a la luz de los faros y perdían su forma al dejarlas atrás. Los limpiaparabrisas traqueteaban. Nieve gris a la deriva. Éste no es el final, pensó. No lo es. No puedes desanimarte. Sólo tienes que aguantar.

      Le ardían los ojos y se los secó con la manga.

      Cuando se acercó a su casa, pudo ver huellas de llantas marcadas en la nieve fresca. La camioneta del comisario estaba junto al granero, con las ventanas oscuras. Su garganta se cerró. Miró hacia la casa, pero nada se movió dentro. No había luces encendidas. No salía humo de la chimenea. Apagó el motor, abrió la puerta y corrió hacia la casa.

      —¿Matty? ¡Matty!

      A mitad de camino hacia los escalones del porche, escuchó un chirrido metálico detrás de él. Se volvió. Un hombre estaba allí en las sombras, con una mano en la puerta abierta de la camioneta y su aliento empañando el aire. Fuerte de constitución y grande, de más de un metro ochenta de altura, cabello gris envejecido y rostro de piedra. Llevaba un sombrero Stetson muy bajo sobre

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