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acostado, envuelto en las mantas, mirándolo. Callado. En un sueño, Jack había estado corriendo por un campo vestido de nieve con la luna mirando hacia abajo. Con el olor a tierra fría en su nariz. Necesitaba encontrar algo que se había perdido. Al despertar, todo se derrumbó en la luz gris del día, los colores se desvanecieron con presteza.

      Le revolvió el cabello a Matty.

      —Hola.

      —Hola.

      —Todo está bien.

      Matty asintió. Sus ojos brillaban a la luz cenicienta. Algo innombrable y ajustado.

      Jack podía sentir la pala en sus manos. Se levantó y encendió el fuego mientras Matty se vestía. El aire se sentía quebradizo como un hueso. La sombría luz del día entraba en líneas oblicuas a través de la ventana y se arrastraba sobre el colchón. Matty miró la mecedora vacía y no dijo una palabra acerca de la colcha arcoíris faltante.

      La nieve caía en gruesos y duros copos, y se apilaba en el alféizar de la ventana. Jack espolvoreó canela sobre la avena, la sirvió en tazones y los llevó a la mesa de la cocina. Matty estaba sentado sosteniendo un papel azul en sus manos.

      —¿Qué es eso? —preguntó Jack.

      —Nada.

      —A mí me parece algo.

      Matty no lo miraba.

      —Tenemos una excursión hoy.

      —Suena divertido. ¿Adónde?

      —No quiero ir.

      Jack lo observó con atención. Llevaba una de esas viejas camisas de lana que antes habían sido suyas. Le faltaban dos botones. Tela a cuadros, desgastada. Se había peinado el cabello con agua, pero no había logrado aplacarlo.

      —¿Por qué?

      —Este papel dice que puedes quedarte en la escuela si no quieres ir.

      —¿Por qué no quieres ir?

      —Porque no.

      —¿Por qué?

      Matty se sentó allí sosteniendo el papel. Parecía estar a punto de llorar. Jack tomó el papel y lo leyó. La excursión era al Museo de Idaho para ver dinosaurios y costaba dos dólares. La gasolina para el autobús. Una prensa se cerró alrededor del pecho de Jack.

      —¿Es por los dos dólares?

      —No me importa si no voy. Eso es todo.

      Jack caminó hacia el armario y tomó el bote amarillo. Quitó la tapa, contó dos dólares y se los entregó a Matty:

      —Mírame. No vamos a morir si te doy dos dólares.

      Matty lo miró. Sus ojos lo atenazaron.

      —¿Me crees?

      —Sí.

      —Estamos bien.

      Matty miró las manos de Jack y apartó la mirada. No hay descripción de estúpido en la que no encajes, pensó Jack.

      —Estamos bien —dijo otra vez.

      —De acuerdo.

      Comieron su avena uno al lado del otro. Jack firmó la hoja de permiso y la guardó en la mochila de Matty. Calentó el abrigo de Matty junto al fuego y lo extendió para que él metiera sus brazos. Subió la cremallera. Observó a Matty esperar el autobús, lo vio subir y observó después cómo el autobús traqueteaba por la carretera. Cuando desapareció sobre la colina, seguía mirando. Sólo podía pensar en que le había mentido a Matty. No estaban bien. Tenían trece dólares y treinta y seis centavos. Tenían un aviso de embargo en el cajón de la cocina, un calentador de agua roto, una despensa vacía y un papá en prisión. Y a mamá bajo la nieve, en el patio trasero.

      Se sentó a la mesa de la cocina y escuchó el tic tac del reloj sobre el horno.

      —Necesitas un plan —dijo en voz alta—. Necesitas un plan.

      Todo dependía del dinero. Si tuviera dinero, podría comprar comida. Leche. Pan. Pagar las facturas. Un trabajo significaba dinero, así que debía conseguir un trabajo. ¿Dónde? En algún lugar del pueblo. Tendría que hacer que pasara. Encontraría la manera. Pero había que pensar en la escuela. Lo echarían de menos si no iba a la escuela y nadie podía echarlo de menos. Ser echado de menos significaba Servicios Infantiles. No. No era una opción. Se llevarán a Matty. Se llevarán a Matty.

      Entonces.

      Escuela.

      Luego, trabajo.

      ¿Y qué harás con Matty mientras estás en el trabajo?

      No había respuesta.

      Tic tac, marcó el reloj. Contando los segundos hasta algún invisible momento cero. Cada tic más fuerte que el anterior. El tiempo se mueve en el estrecho espacio intermedio. Pulsa lentamente. Como la sangre de una herida.

      Le dolían las manos, así que subió al baño y se vendó las ampollas. Se peinó y se cepilló los dientes. Se echó la mochila al hombro. Luego se subió al Caprice y condujo hasta la escuela.

      Un maestro suplente habló sobre historia. Todos los presidentes a lo largo de los años y quién había sido el mejor o el peor. Jack miraba por la ventana. Seguían llegando las imágenes a su cabeza. No las miraba de frente, sólo vislumbraba los fragmentos afilados y fracturados que se reflejaban en la parte posterior de sus párpados. Imágenes incompletas. Como pedazos de un espejo caído.

      Su pantufla en la alfombra.

      El cuchillo en su mano. Cortando la piel del cinturón.

      Sus ojos ardieron y los cerró. Cruzó los brazos sobre el escritorio, empujó las imágenes a algún lugar secreto y apoyó la frente sobre sus brazos.

      Ve a la tienda de comestibles y luego a la cafetería. Después, a las gasolineras. Las dos. ¿Qué vas a decir? Soy un gran trabajador, señor. No tengo experiencia, pero trabajo duro. Haré lo que necesite. Lo haré bien, lo juro, lo que sea que usted quiera: llenar los estantes o trapear pisos o limpiar inodoros. Trabajaré duro…

      El timbre sonó.

      Levantó la cabeza y tragó saliva. Sintió el dolor en su garganta. Demonios. No puedes enfermarte ¿Qué pasará si te enfermas? Tú sabes qué pasará.

      En el pasillo, abrió su casillero y metió su libro de historia. Otros estudiantes pasaban a su lado. Hablaban, reían. Algunos iban en grupos, otros caminaban solos. Era la hora del almuerzo. Si saliera al estacionamiento, podría dormir unos veinte minutos en el Caprice. Dio media vuelta y se dirigió a las puertas. Sólo necesitas descansar un poco. Una pequeña siesta. Eso es todo.

      —… cosa más bonita he visto en mi vida.

      Luke Stoddard estaba junto a los casilleros de espaldas a Jack. Un estudiante del último grado. Un mariscal de campo. Le decía palabras dulces a una chica. Llevaba jeans ajustados y una gorra de beisbol con la visera sobre sus ojos. Tenía reputación por sus anotaciones dentro y fuera del campo.

      —Podría llevarte a algunos lugares —decía Luke—. Mostrarte los alrededores.

      Jack siguió caminando, pero cuando vio a la chica se detuvo. Ella estaba allí parada, sosteniendo sus libros contra su pecho, sin ninguna expresión en el rostro. Sobre todo, fueron sus ojos los que hicieron que se detuviera. Era como asomarse en aguas profundas. A la vez brillantes y oscuros. Muy abajo, en esas profundidades, algo destelló y desapareció como si se lo hubieran tragado. Jack conocía ese destello.

      Luke se acercó a ella.

      —Eres un poco tímida, ¿cierto?

      Jack se quedó un poco a un lado, mirando. La chica dejó caer sus libros. Los papeles flotaron y se esparcieron, y Luke rio. La chica no se movió. Tenía las manos apretadas a los costados.

      Luke extendió la mano para tocar su mejilla.

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