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es cierto —dijo Matty—. ¿No es así?

      —Sí, eso es cierto.

      Por fin, Matty lo miró. Asintió.

      —Ella me agrada.

      Salió y esperó el autobús.

      Una hora después empezó a nevar. Jack estaba sentado a la mesa de la cocina, mirando por la ventana. Cómo caían los pálidos copos. El frío y el silencio. Se mantuvo mirando a través de la ventana como si ella pudiera reaparecer, pero no sucedió. Observó durante un largo rato. Todo se tornó gris. Se frotó los ojos y los presionó con la palma de sus manos.

      Con los ojos cerrados, podía ver cada detalle de la chica. La curva de sus labios. Su cabello al sol, su piel desnuda. Su olor a especias. Eres un completo estúpido, pensó. Podrías haber sido amable, podrías haber hablado con ella. Ahora, no la volverás a ver.

      Su pecho se sentía caliente, tosió y se quedó ahí parado. Está bien. Necesitabas deshacerte de ella. Fue lo mejor. Además, hay muchas cosas más que nunca volverás a ver.

      Comenzó a registrar la casa. En la cocina, encontró el Tracfone de mamá. No tenía tiempo aire, pero podía comprar más. Reunió fósforos, dos velas, la lata de duraznos y un rollo de cinta adhesiva. Puso todo sobre la mesa. ¿Qué más? Algunos tenedores y cucharas, tazas resistentes. Abrelatas. El resto de las papas que quedaban en la despensa. Una lata de ejotes. Café. La sartén ocuparía mucho espacio, pero la necesitaban. Sacó el bote amarillo del armario y vació el dinero junto a los fósforos.

      Trece dólares con treinta y seis centavos.

      Cuando llegó a la sala, vació la cómoda y separó la ropa buena y abrigadora de la maltratada. Formó una pequeña pila. Dobló una manta y una colcha. Dos almohadas. Puso todo sobre la mesa y subió las escaleras. Cepillos de dientes y jabón del baño. Vendajes. Un peine. El jabón era casi nuevo y duraría un tiempo.

      Se dirigió al dormitorio y se detuvo frente a la puerta cerrada con la mano en la perilla. Cuando abrió la puerta, ella estaba colgando del ventilador del techo. Sus ojos abiertos. Se volvió, revisó en la cómoda y salió de ahí con tres dólares y algo más de cambio. En el armario, encontró una maleta deportiva. No había armas. Él había empeñado la pistola y el rifle mucho tiempo atrás. Volvió a registrar el tocador, pero no había nada que valiera la pena llevarse. En la alfombra junto a la cama vio el cuchillo de caza de papá y lo levantó. Luego desdobló un papel que estaba sobre la mesita de noche y leyó las tres palabras escritas en negritas en la parte superior: Libertad condicional denegada.

      Así que ésta es la razón. Por esto lo hiciste.

      Se quedó allí un minuto, sosteniendo el papel, luego abrió el cajón, lo acomodó junto al relicario en forma de corazón de su madre y cerró el cajón. Su foto de boda estaba acomodada en el tocador, en un marco plateado. No tenía la intención de hacerlo, pero miró al lugar donde ella había estado colgando y ya no estaba allí.

      Atravesó el patio nevado hasta el granero y tiró de la puerta para abrirla sobre sus ruedas metálicas. Piso de tierra congelada. Un armario de herramientas con pintura roja descascarada. Revolvió los cajones de aluminio y, en el de abajo, cerró la mano sobre el frío metal. Lo sacó: un martillo. Lo guardó en su bolsillo trasero. En un rincón de la penumbra, había una máquina de Coca-Cola oxidada junto a un viejo librero y un sofá reclinable lleno de bultos, con tapicería de flores. Los muelles de acero de los cojines estaban expuestos. Aquí es donde él solía leerme.

      En los estantes, los libros estaban rígidos por el frío y medio perdidos bajo el polvo. Se agachó y sacó un pequeño tomo de bolsillo. No sabía que todavía estaba aquí. Éste era mi libro favorito. Le rogaba que me lo leyera. Todas esas noches cálidas y suaves de hace un montón de veranos, cuando todo estaba bien. Hojeó las páginas. La vida vivía de la vida. Unos comían y otros eran comidos. Ésa era la ley: COME O SÉ COMIDO.

      La luz del día entraba por la puerta del granero. Tan sombría como su corazón.

      Colmillo blanco conocía bien la ley.

      Más adelante, ese mismo verano, papá se había encorvado en el sofá, había inhalado metanfetamina y había soñado con grandes planes. La luna estaba muy alta cuando Jack lo vio entrar en casa por última vez; tenía una mirada nerviosa y un maletín de plástico azul, con dos hebillas en la parte superior. Entre ellas, un pequeño pestillo de latón. Papá había caminado de un lado a otro durante unos cuantos resbaladizos minutos. Se movía entre las sombras como un conejo en un campo abierto hasta que algún pensamiento lo asustó y se sumergió en la oscuridad. Cuando regresó, ya no tenía el maletín con él. Y entonces llegó la policía.

      Ese maletín podría estar en cualquier lugar.

      En la cocina, Jack extendió todo sobre la mesa y observó. Añadió tres Hot Wheels. Una figura de acción de Batman y una baraja de UNO: las cosas que le gustaban a Matty. Empacó en la maleta deportiva hasta que no cupo más y luego miró por la ventana hacia la carretera. Alguien vendría pronto. Una patrulla, o tal vez Servicios. Podían llegar en cualquier momento.

      Dejó su mochila para el final. Sabía lo que había allí. Abrió la cremallera y sacó su contenido: una carpeta con la tarea. Su credencial de estudiante, algunos lápices, un plan de estudios. Y el libro de cálculo de Ava. Dejó el libro sobre la mesa. El globo aerostático en la portada. Su nombre en el interior. Tomó la carpeta y las otras cosas y las tiró a la basura. Volvió a mirar el libro. Lo tomó y sintió el peso en sus manos, luego lo puso en la mochila. Guardó la maleta deportiva y la mochila en el Caprice y salió a la carretera.

      Aquí no hay Starbucks. No hay espressos. No hay cappuccinos ni macchiatos de caramelo. En este lugar, si queremos café, preparamos la olla con nuestras manos, servimos la taza, lo bebemos negro.

      Si tenemos un problema, lo solucionamos.

      Pregunta: si tuvieras una oportunidad de salvar todo lo que te importa, ¿la aprovecharías? ¿O la dejarías pasar?

      Cuando Jack llegó al campo de trabajo de la prisión, eran aproximadamente las dos de la tarde. Condujo despacio a lo largo de la hilera de edificios hasta un lugar cerca de la entrada de visitantes, se estacionó y apagó el motor. Se quedó ahí sentado, observando cómo la nieve caía en el parabrisas. El cielo frío y ceniciento. Finalmente, entró.

      Un oficial penitenciario estaba sentado en la recepción, tomando café y hablando por teléfono. Siguió hablando y mirando a Jack hasta que colgó.

      —¿Qué se te ofrece, jefe?

      —Necesito ver a un preso.

      —¿A quién?

      —Leland Dahl.

      El oficial tomó su taza del mostrador, bebió un sorbo y volvió a dejarla. Se reclinó en su silla giratoria. Había un radio encendido en alguna parte.

      —Bueno. No es exactamente del tipo al que le guste recibir visitas.

      —Me recibirá.

      —¿Te está esperando?

      —No.

      El oficial tomó otro sorbo.

      —No estás en la lista de preautorizados.

      —Necesito verlo.

      —¿Cuántos años tienes?

      —Dieciocho.

      El oficial lo analizó. Inclinó un poco la cabeza, como si ya hubiera sacado sus conclusiones sobre Jack. Deslizó un portapapeles sobre el escritorio.

      —Tienes que llenar esta solicitud y tengo que ver tu identificación.

      Cuando Jack terminó de llenar la solicitud, la entregó junto con su licencia de conducir. El oficial inspeccionó la solicitud y echó un vistazo superficial a la identificación.

      —Jack

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