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hacia abajo con más fuerza. Jack sintió que sus dientes delanteros se hundían a través de su labio. Sintió el sabor de la sangre y escuchó pasos ruidosos. Leland inclinó su rostro hacia el de Jack y rozó su barba contra la mejilla de Jack, deslizó sus labios hasta la oreja de Jack y lo besó una vez.

      —Sabes que no debes hacer esto. No vuelvas aquí, ¿me oyes? No vuelvas…

      Un traqueteo y la presión disminuyó.

      Jack se sentó. El dolor llegó abrasador y violento, y recorrió su rostro con ecos palpitantes. La sangre resbalaba por su nariz. Se puso en pie, se tambaleó y volvió a sentarse. El oficial penitenciario había empujado a Leland hacia atrás, contra una pared. Una alarma había comenzado a sonar. Sólo una de las fosas nasales de Jack funcionaba.

      Jack se incorporó y se balanceó. Pensó que iba a vomitar, pero no lo hizo. La saliva roja cayó desde sus labios hasta el azulejo en un largo hilo. Movió su lengua a lo largo de la carne perforada dentro de su boca hinchada. Su labio palpitaba. Había sangre en toda la parte delantera de su camisa. Atravesó entre tropiezos la habitación hasta la puerta, el suelo se inclinó bajo sus pies, y luego se detuvo. Bajo la pálida luz vio a Leland parado en un rincón, con las manos esposadas detrás de él. No respiraba más fuerte que si acabara de despertar de una siesta.

      —Cuando salgas de aquí, no nos busques —dijo Jack—. No intentes llamar. No busques a Matty. No te queremos, ¿entiendes?

      Las palabras salieron arrastradas. Leland se quedó ahí parado. Parecía extrañamente en paz.

      —Comer o ser comido —dijo Leland con voz tranquila. Feroz—. Conoces la ley.

      Jack se volvió, salió tambaleándose al pasillo y atravesó el detector de metales, con la mano ahuecada debajo de su boca para recoger la sangre. Nadie lo detuvo. En el escritorio, el oficial se puso en pie y le preguntó si necesitaba sentarse. Jack sacudió la cabeza, caminó más allá de las puertas del frente hasta llegar al Caprice, y se subió. Encendió el motor y salió del estacionamiento.

      Dejó la carretera cerca del Stardust Inn y entró al estacionamiento. El volante estaba manchado de sangre. Se secó las manos en los jeans y miró su camisa: empapada de rojo. Su nariz todavía estaba sangrando. Levantó el dobladillo frontal de su camiseta térmica, lo retorció en espiral y metió la tela enrollada en su fosa nasal. Luego echó la cabeza hacia atrás y tragó la sustancia espesa que corría por su garganta. Se quedó así sentado por un minuto. Una ola de oscuridad se apoderó de él y esperó a que pasara.

      Cuando la hemorragia disminuyó, se sacó la tela enrollada de la nariz. Tomó la maleta deportiva de detrás del asiento, tomó una camisa limpia y la caja de vendas, y metió todo en su mochila. Podía sentir la tos bullendo en sus pulmones. Náuseas. No vomites.

      Apagó el motor, abrió la puerta del auto y salió, con la mochila abrazada de manera que ocultara el frente de su camisa. Revisó la calle. La luz gris. El pavimento mojado por la nieve. Nadie. Avanzó hacia el Stardust.

      Un gato amarillo cruzó la calle. Se detuvo y luego se alejó al trote.

      Esperó hasta que una pareja se acercó a la puerta y entonces se deslizó detrás de ellos. Caminó por un pasillo oscuro. La sangre goteaba de su nariz sobre la alfombra floral. Encontró un carrito de limpieza junto a una de las habitaciones y tomó un puñado de toallas faciales, una toalla grande y una botella de spray con blanqueador. Buscó aspirinas o Tylenol. No había, pero sí encontró pequeños paquetes de azúcar para las máquinas de café. Metió algunos en su bolsillo y registró el otro lado del carrito. No encontró medicinas. Tomó un vaso de plástico, abrió la cremallera de su mochila y metió todo. Deambuló por los pasillos hasta que encontró un baño. Se apoyó en la puerta y entró.

      La luz del sol caía a través de una pequeña ventana. Escupió gotas de sangre en el lavamanos. Vació la mochila sobre el mostrador. Volvió a meter el libro de cálculo de Ava. Acomodó el resto (camisa y vendas, toallitas, atomizador, vaso de plástico). Se quitó la camiseta manchada de sangre y la tiró a la basura. Después de abrir el grifo de agua fría, mojó las pequeñas toallas faciales y limpió su cara. El dolor fresco lo aturdió. Su labio pulsaba como una bomba de agua. Se limpió la sangre del cuello y el pecho, luego se secó y se puso la camisa limpia. El viento agitó el vidrio de la ventana. Una aspiradora se encendió en alguna parte.

      Cuando se miró al espejo, se dio cuenta de que su labio todavía goteaba sangre. Se inclinó por encima del mostrador y analizó las heridas. Profundas, inflamadas.

      Con un paño limpio, se secó el sudor de los ojos y luego llevó la toalla a su labio. Vació los paquetes de azúcar en el vaso de plástico, lo llenó de agua y bebió. Rellenó el vaso y bebió de nuevo. Cambió las vendas de sus manos. Estaban muy lastimadas, dolían. Metió la toalla limpia y la botella de spray en su mochila, y se la echó al hombro.

      Se abrió la puerta y entró una camarera con una cubeta de productos de limpieza. Hizo una pausa al verlo. Miró la toallita ensangrentada.

      —Lo siento —dijo Jack.

      Ella se quedó allí parada, con una mano sujetando la cubeta por el asa.

      —¿Estás bien?

      Jack tosió.

      —Sí. Lo siento.

      Dio un paso para pasar a su lado, pero ella sacudió la cabeza y se llevó un dedo a los labios. Jack se detuvo.

      La mujer salió al pasillo con la puerta apoyada en su cadera y miró hacia fuera. Pasos. Jack alcanzó a ver la forma de un hombre pasando, así que retrocedió un poco para quedar fuera de la vista. Se mantuvo atento. El hombre siguió caminando.

      Silencio.

      Ella abrió más la puerta. Le hizo un gesto a Jack con la mano.

      —Ve.

      —Gracias —dijo Jack—. Gracias.

      Ella lo miró fijamente, con el ceño fruncido.

      —¿Necesitas ayuda?

      Jack tragó saliva. Parecía ser alguien que se preocupaba por las personas en su vida. Su mirada le dolía. Negó con la cabeza.

      Dijo gracias de nuevo, se dio media vuelta, caminó por el pasillo vacío y salió del lugar. El viento del norte lamió su rostro y el dolor hormigueó en su nariz. Se subió al Caprice y lo puso en marcha. Abrió su mochila y sacó la toalla del hotel y la botella con blanqueador. Roció el volante y la manija de la puerta, y con la toalla limpió la sangre hasta que desapareció por completo.

      De pronto, sintió un miedo creciente de que alguien lo estuviera esperando en el asiento trasero. Se volvió y miró, pero nadie estaba ahí.

      Nadie. Estaba solo.

      Solo, y lo sabía.

      Revisó el reloj. Tres y cuarto. Condujo hacia la carretera. Se detuvo en Texaco, cargó cinco dólares de gasolina y compró una tarjeta de tiempo aire para el Tracfone. Quedaban tres dólares y sesenta y cuatro centavos. Subió al Caprice y se dirigió a la escuela de Matty.

      Pienso en los Y-si: esas pequeñas opciones que hay en el camino. Cada elección conduce a otra. Todas apuntan a un final.

      Y si no hubiera dejado caer mi libro de cálculo.

      Y si Jack no lo hubiera recogido.

      Y si me hubiera quedado ese día en su casa. Y si no me hubiera ido.

      Hay una multitud de Y-si en los que me permito pensar. Hay momentos que se anhelan, para vivir dentro de ellos, para nunca irse. Otros de los que uno se arrepiente. Que hacen desear una segunda oportunidad. Me aseguro de recordarlos todos. Este baile lento con el destino es un buen romance. Una dulce tortura. No olvido. Nunca lo haré.

      Pero luego hay otras opciones.

      Algunos Y-si quieren

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