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mal que yo lo diga, porque aquí entre nosotros, yo soy la que está detrás de la columna «Corazón al habla». Una columna donde a diario recibo cartas de chicas que quieren consejos para el amor, claro, que yo trato de ayudarlas, porque al final, aunque no crea al cien por cien en las relaciones amorosas, sí que me gusta que la gente sea feliz, soy algo así como la diosa del amor, ja, vale, no tanto. Por las mañanas trabajo en un programa de espectáculos para un canal de poca transmisión, así que por las tardes me dedico a mi columna. Cuando me gradué de periodista, soñaba con cambiar el mundo con mis reportajes y artículos, ya saben, me veía entrando con un fabuloso vestido a recoger el premio Pulitzer, pero hasta ahora lo único que he conseguido es publicar quinientas palabras en cada tirada de una revista del corazón y no es que no valore este trabajo, pero al principio me imaginaba siendo corresponsal de guerra, trayendo la información de primera mano al mundo, pero después descubrí que le tenía un pavor enorme a las balas, y eso que nunca he estado en un tiroteo, más bien fue cubriendo el incendio de un almacén de fuegos artificiales, pero estoy segura que debe de ser casi igual, y fue ahí donde me dije que no podía estar en situaciones tan peligrosas, así que intenté probando suerte en otros campos, y aquí estoy; teniendo dos trabajos que no es que sean los mejores del mundo, pero que me gustan.

      Miro la calle por donde vamos pasando mientras el taxista que me ha recogido no deja de mirarme por el espejo retrovisor, casi me está entrando el pánico al pensar que a lo mejor me va a secuestrar, Dios, que no cunda el pánico, solo debo recordar qué es lo que tengo que hacer en estos casos, enviar mi ubicación actual a alguien; bien, saco el móvil de mi bolsito y le envío mi ubicación en tiempo real a Gina. Después, trato de estar lo más atenta posible.

      —Disculpe, señorita, ¿es usted la chica que entrevista a los famosos en el programa de por la mañana de Gary Stuart?

      Un alivio me invade, el señor solamente me miraba así porque me ha reconocido, una vocecilla me dice que ahora que soy famosilla hay más posibilidades de que decida secuestrarme. Trato de serenarme, respiro tal cual me han enseñado en las clases de yoga, claro que solo fui a una y eso porque era gratuita, pero por lo menos pude aprender unas cuantas palabras raras con las que nombran todas las posiciones, cuando alguien habla sobre el tema, siempre hago un comentario sobre cuál es mi favorita, me hace ver más culta. Aunque en realidad ni siquiera puedo sentarme en la posición de flor de loto. Pero volviendo al presente, miro con cautela al taxista, es un hombre de unos cincuenta años, canoso y con una sonrisa amable, sería una lástima que lo tuviera que golpear, pero si no me deja otra opción lo haré.

      —He visto su video en Internet —sigue diciendo, al ver que no contesto nada, porque mi madre me dijo que no hablara con extraños y las madres siempre tienen la razón—, pobre chico se quedó devastado en ese restaurante.

      Me quedo muda por lo que acaba de decir. ¿Qué chico? No puede ser Edward, ¿verdad?, ese ridículo lo acabo de pasar hace diez minutos.

      —¿Cuál chico, disculpe? —digo tratando de permanecer serena, lo que me está costando un triunfo.

      —Al que acaba de romperle el corazón en el restaurante donde la recogí. —No puede ser cierto, no puede estar pasando esto, demonios, nunca pensé que los videos se subieran tan rápido a Internet—. No debió de darle alas al pobre hombre si no quería nada en serio con él.

      Vale, ahora hasta el taxista se cree con el derecho de darme un sermón, bueno, por suerte se ha detenido frente al portal del bloque de apartamentos donde vivimos. Conocí a Gina en la universidad, ambas estudiamos la misma carrera, y después nos mudamos a Manhattan donde triunfaríamos; hasta la fecha, nuestros últimos logros han sido salir con las cuentas a fin de mes y que nos sobre para comprar vino de diez dólares. Abro la puerta del taxi y le pago al buen hombre que no me ha secuestrado la tarifa. Suspiro llegando a las escalerillas, hace un mes que se descompuso el ascensor, y hasta la fecha aún no han venido a arreglar. Nuestro apartamento está en el tercer piso, lo que hace que por lo menos suba y baje cuarenta escalones, Gina ha dicho que así nos ahorramos las sesiones del gimnasio, pero yo no estoy muy convencida, en lugar de tonificar las piernas lo único que consigo es que me den calambres. Cuando por fin logro llegar a la puerta, prácticamente estoy empapada de sudor, a mi preciso moño francés se le ha escapado un mechón rebelde y, estos tacones de doce centímetros que antes me parecían adorables ahora parece que son unos instrumentos infernales de tortura.

      Busco la llave por mi diminuto bolso, pero, aunque es muy pequeño, la muy puñetera se esconde, cuando por fin la encuentro doy un gritito de satisfacción y casi me dan ganas de hacer un bailecito de la victoria. Meto la llave y la giro, en cuanto cruzo el portal busco con la mirada a esa despiadada mujer que se hace llamar mi mejor amiga, la encuentro en su habitación retocándose su perfecta manicura.

      —Eres el ser más despiadado del mundo, acabas de subir un rango más en la lista de las personas más malas del mundo.

      —¿Arriba de Hitler? —me dice Gina en tono risueño.

      —Exactamente, Hitler se queda corto, eras la reencarnación de Judas Iscariote, espero que esas treinta monedas de plata te duren una eternidad.

      —¿Qué tiene de malo Edward? Es guapo, un economista de lujo, con un apellido de renombre. Qué más puedes pedir.

      —No lo sé, a lo mejor que no esté loco de remate. Tal vez si no me hubiera pedido matrimonio en un restaurante de lujo en la segunda cita, la cosa hubiera funcionado y, la razón más poderosa, estás coladita por él.

      —Pasa de mí, es solo un buen amigo, pero no puedo creer que haya hecho eso, me comentó que se tomaría las cosas con calma.

      Vale, ahora creo que he sido el conejillo de indias de esos dos tontos; ambos, están locos el uno por el otro y me han puesto en medio de su cobardía.

      —No se te pudo ocurrir que a lo mejor ese pobre hombre te estaba dando señales a gritos para que te decidieras a darle una oportunidad. Aparte, sabes que odio a los economistas.

      —No lo creo, nuestros horóscopos no coinciden. Y el hecho de que odies a Jack Myers, no quiere decir que debes detestar a todos los economistas del mundo.

      Dale con eso, vale, debo confesar que yo también tengo manía por leer mi horóscopo. Me encanta cuando dice que me pasarán cosas buenas, pero odio cuando no es así. No es que sea supersticiosa ni nada de eso, pero a quién no le gustan las buenas noticias, y en el tema de los economistas mejor lo dejamos por la paz, no es algo de lo que me guste mucho hablar, todo por culpa de Jack. Algún día lo contaré, lo prometo.

      —Todos son iguales, te miran como si fuera tu culpa la caída de la bolsa de valores, luego se sienten seres supremos, siempre diciéndote en qué gastar. Todo debe de ser superordenado.

      —Debes superar a ese hombre —me dice Gina, que se ha dejado de pintar las uñas de la mano y ahora comienza a trabajar con sus pies. No logro entender cómo puede hacerlo, yo jamás podría hacerme una manicura como las de ella; por suerte, me ayuda en ese tema cada vez que comprueba mis manos, que son un desastre.

      —¿Qué hombre? No tengo la menor idea de lo que me estás hablando —digo, tratando de parecer lo más serena posible. Vale, entre Jack Myers y yo, hay un problemilla de nada, resulta que «míster dinero seguro», trabaja en un banco nacional, años atrás cuando casi concluía mi vida universitaria nos vimos en una situación muy precaria, mis padres se habían quedado sin trabajo y no les habían dado su liquidación, así que me habían informado que no tenían dinero para pagar la universidad, casi me muero de la impresión, pero nada me iba a detener, así que busqué un trabajo de repartidora de folletos de los centros comerciales. Gina estaba casi en la misma situación, pero ella fue porque se había gastado todo el dinero de la universidad en maquillaje. Para no hacer el cuento tan largo, resulta que nos llegó el rumor de que en ese banco estaban dando préstamos estudiantiles, entonces fui toda emocionada a dejar todos los requisitos que me pidieron —ese es el día que yo recuerdo como el más vergonzoso de mi existencia—, tuve que ir en la hora de comida de mi empleo, así que iba cargada con muchos folletos de todas las tiendas; aparte, me habían contratado en una tienda exclusiva en la sección de perfumería y le había caído tan bien a

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