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qué pocos argumentos se me ocurren ante gente que está sufriendo debido a enfermedades «que no tocan»! ¿Cómo explicarnos esto? ¿De quién es la culpa? «Culpa de las estrellas» (The fault in our stars [Bajo la misma estrella], Colpa delle stelle. Milán, Rizzoli, 2012) es una novela de John Green que trata estas cuestiones.

      La obra narra la historia de amor entre dos jóvenes con cáncer: Hazel Grace, que lo tiene en los pulmones, y Gus, que lo tiene en los huesos. A lo largo de la novela planea esta pregunta fundamental: ¿de quién es la culpa de que Hazel, Gus y tantos otros tengan cáncer?

      Una de las respuestas que aparecen se pone en boca de Peter van Houten, autor de una novela que han leído Hazel y Gus. Como la novela les ha gustado mucho, consiguen ir a visitar al autor. Pero van Houten, que vive atormentado por un acontecimiento doloroso de su pasado, les dice respecto a su enfermedad: «Sois un efecto colateral [...] de un proceso evolutivo que se preocupa bien poco de las vidas de los individuos. Sois un experimento fallido en las mutaciones» (p. 216, ed. italiana).

      Sin embargo, más allá de las argumentaciones sobre en quién recae la última culpa, la novela muestra cómo unas vidas marcadas por el cáncer pueden acceder al gozo. Por ejemplo, cuando Hazel dice a sus padres que se siente como una granada que hiere a su alrededor, su padre le contesta:

      No eres una granada. No para nosotros. Pensar en tu muerte nos entristece muchísimo, Hazel, pero no eres una granada. Eres explosiva. Y, dado que no has tenido nunca una hija que se ha convertido en una joven y brillante lectora con una incidental pasión por programas de televisión horribles, quizá no lo puedes saber; pero la alegría que nos proporcionas es mucho mayor que la tristeza que experimentamos por tu enfermedad (p. 119).

      En efecto, en varios momentos, los protagonistas sienten intensamente la alegría de vivir y de amarse. Sienten que, con la condición de aceptar el dolor cuando aparece, pueden experimentar momentos limitados, pero de profundidad infinita. Y así como entre el número 0 y el número 1 hay infinitos números, así disfrutan de la densidad infinita de períodos de tiempo que una muerte cercana les limita. Tal como dice Hazel a Gus en un discurso de despedida adelantado:

      Quisiera más números de los que es probable que yo viva; y, Dios mío, quiero más números para Augustus Waters [Gus] que los que le han sido concedidos. Pero Gus, amor mío, no consigo decirte cómo te estoy agradecida por nuestro pequeño infinito. No lo cambiaría por nada del mundo. Me has regalado un para siempre dentro de un número finito, y por eso te doy las gracias (p. 291).

      En otro momento, cuando Hazel está de picnic con sus padres en un parque, la realidad que tiene delante se le aparece con una profundidad simple y gozosa:

      Intentaba solo sentirlo todo: la luz sobre las ruinas arruinadas, un niño pequeñísimo que caminaba a duras penas y que había encontrado un bastón en un rincón del parque, mi infatigable madre que derramaba en zigzag la mostaza sobre el bocadillo de pavo, mi padre que daba golpecitos en el teléfono móvil que tenía en el bolsillo, resistiendo al deseo de descolgarlo, un chico que tiraba un frisbee que su perro seguía, cazaba al vuelo y le devolvía (p. 341).

      Y entonces Hazel se pregunta:

      ¿Quién soy yo para decir que estas cosas no podrían ser para siempre? ¿Quién es Peter van Houten para defender como un dato de hecho que nuestros esfuerzos son temporales? Todo lo que sé del cielo y todo lo que sé de la muerte están en este parque: un universo elegante que se mueve sin fin, pululando de ruinas arruinadas y de niños que chillan (p. 341, cursiva añadida).

      La pregunta por el dolor, y por el dolor de morir, no tiene una respuesta conclusiva con palabras: nadie puede defender «como un dato de hecho» ni que la muerte lo acaba todo ni que hay vida más allá de la muerte. Pero las vidas de los personajes de esta novela –inspirada en un caso real– testimonian que podemos aceptar el dolor, sentir gozo y crecer en amor a los demás. Entonces, desde el gozo de un para siempre en el interior del tiempo, puede crecer también la esperanza de un para siempre después de la muerte.

      * * *

      Casio: La culpa, querido Bruto, no reside en nuestras estrellas, sino en nosotros mismos (W. SHAKESPEARE, Julio César).

      La plenitud del momento presente es difícil de obtener. Aquella plenitud que, cuando es alcanzada, culmina todas las aspiraciones de los seres humanos (SHANTIDEVA, La marcha hacia la luz I, 4).

      Al pasar vio a un hombre ciego de nacimiento. Sus discípulos le preguntaron:

      –Rabí, ¿quién pecó para que naciera ciego: él o sus padres?

      Jesús respondió:

      –No pecaron ni él ni sus padres: es para que se manifiesten en él las obras de Dios [...] Mientras estoy en el mundo soy la luz del mundo.

      Dicho esto, escupió en tierra, hizo barro con la saliva, le untó los ojos con ese barro y dijo:

      –Ve a Siloé (que significa «Enviado»).

      Se fue, pues, se lavó y volvió con vista (Jn 9,1-7).

      * * *

      • ¿Qué dolores –propios o ajenos– me cuesta mirar de frente, me cuesta aceptar? ¿Qué precio se paga por darles la espalda?

      • ¿Qué sueños o ambiciones me impiden descubrir el gozo escondido en momentos simples y cotidianos?

      • ¿Qué prácticas cotidianas me ayudan a transformar esos sueños y ambiciones en capacidad de acoger el para siempre en el corazón del presente?

      13

      LA BISABUELA

      Joaquim, que es abuelo desde hace varios años, está escribiendo sus memorias. Pero antes de describir su propia vida –desde la infancia hasta el presente– ha decidido presentar la historia de sus antepasados. Y ha determinado empezar esta historia con su abuelo paterno. Y es que su abuelo Robert tuvo una infancia difícil, porque al nacer fue depositado por su madre biológica en el torno de un convento de monjas. Estas monjas le cuidaron hasta que se fue a vivir a una masía de mozo, y terminó regentando una taberna en Barcelona y haciendo suficiente dinero como para dar estudios a su hijo Jordi, que luego sería padre de Joaquim.

      Lo que maravilla a Joaquim de esta excursión hacia el pasado es que, si su bisabuela hubiera decidido abortar cuando se dio cuenta de que llevaba un hijo no deseado –el abuelo Robert–, entonces Joaquim no sería quien es, y tampoco nadie de la familia que él ha tenido después sería quien es.

      La historia de la bisabuela de Joaquim me hace pensar que cada persona es única, porque es el fruto de una combinación irrepetible de una cantidad difícilmente medible de decisiones tomadas por una cantidad, también difícilmente medible, de personas concretas. Porque la decisión de la bisabuela es muy importante, pero es solo una entre la multitud que posibilitó la vida única de su bisnieto Joaquim.

      Si, además de las personas que han determinado nuestro código genético, extendemos esta excursión hacia el pasado a personas y grupos sociales que han definido el contexto cultural, social, político y económico en el que cada persona se ha desarrollado, entonces resulta que cada uno de nosotros es, en buena parte, fruto de un conjunto aún mayor de personas y decisiones del pasado. Por no hablar de la herencia geológica (historia del cosmos) y biológica (la evolución de las especies) que nos ha marcado.

      Por tanto, no solo hacemos poesía cuando afirmamos que nuestras vidas son un don, un regalo que hemos recibido.

      Y en este sentido, quienes reconocen la propia vida como regalo se sienten invitados a gestionar esta vida en sintonía con su origen: se sienten invitados a regalar la propia vida a los demás. De hecho, dice un adagio alemán: Jede Gabe ist eine Aufgabe, «Cada don es una tarea». El alemán tiene la particularidad de que «tarea»

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