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social. Dejando a un lado imágenes más dieciochescas, resulta relevante la recuperación del viejo mito de las amazonas.6

      Desde las revoluciones americana7 y francesa,8 pasando por las guerras napoleónicas9 y hasta las revoluciones liberales de los años veinte y treinta,10 en todos los lugares afectados por el conflicto armado proliferaron las referencias a estas mujeres aguerridas. De pronto, la generalización de las gestas femeninas de entonces y su reconocimiento público instauraron la imagen estereotipada de la heroína, esa mujer que, impelida por su amor a la patria o en defensa de lo más primario (el hogar y la familia), se alzaba en armas contra un poder opresor.11

      Visto desde esa perspectiva, es difícil no compartir la creencia de que, en general y con la excepción de algunas protagonistas de la Revolución francesa, la movilización de las mujeres en el período que nos ocupa se debió más a una inercia visceral —cercana al motín o al levantamiento de Antiguo Régimen— que a una reivindicación ideológica. En todo caso, da la sensación de que, si existió una militancia femenina, al menos en lo que se refiere al contexto de las guerras napoleónicas, se correspondió con una defensa del orden tradicional o con una actitud hostil ante la ocupación extrajera.12

      Como ya apuntaron José Álvarez Junco y Christian Demange, el relato historiográfico acerca de los protagonistas de la Guerra Peninsular ha estado condicionado por aquellas interpretaciones que en clave política caracterizaron tanto al liberalismo avanzado y progresista como al moderado.13 Los primeros exaltaron el papel del pueblo en armas, y, al hacerlo, también ensalzaron la presencia de las mujeres, a las que se situó en primera fila en el momento de la lucha contra el ejército invasor. De esta manera, los sectores populares, incluidas las mujeres, se convertían en actores de la historia, y resultaba más fácil justificar la voluntad de los liberales de otorgar al pueblo mayor representación. Sin embargo, el relato oficial promovido tras el retorno de Fernando VII —y que continuó con la Restauración absolutista de 1814— diluyó el papel desempeñado por las clases populares e impuso una concepción de la guerra en la que se minusvaloraban los aspectos revolucionarios del levantamiento en favor de una concepción más patriótica, en consonancia con la defensa de los valores tradicionales. En consecuencia, esta relectura supuso también que cualquier actitud heroica apareciera interpretada como una manifestación de amor y sacrificio por la patria y la monarquía. No es anecdótico que fuera durante los años de la Restauración cuando desde el Gobierno se promoviera la memoria de heroínas como Manuela Malasaña o Agustina de Aragón, que acabarían siendo símbolos de lealtad y sacrificio a favor del orden establecido, en este caso el de la dinastía borbónica.

      Sin embargo, este tópico de la historiografía, que otorga cierto protagonismo a las mujeres tan solo en escenarios claramente bélicos (como motines, asaltos o defensas de ciudades) y que presenta a los hombres como los únicos actores de las luchas políticas, resulta injusto y parcial. El análisis detallado de las fuentes para el caso español pone en entredicho tal afirmación, pues el protagonismo femenino no se circunscribió únicamente a la sublevación y a la defensa de los sitios.14 Algunas mujeres pertenecientes a las clases acomodadas también desempeñaron el papel de difusoras de las nuevas ideas políticas que desde 1810 trasformaron el levantamiento contra el invasor en algo mucho más complejo.15

      Los aires de cambio e influencia de algunas mujeres durante el período del reformismo ilustrado prepararon el terreno para el desarrollo de nuevos espacios de participación femenina en la vida pública. Como resultado de la adhesión de un sector de la aristocracia española a las ideas y costumbres generadas durante el Siglo de las Luces, se crearon en España las condiciones ideológicas necesarias para que algunas damas pudientes de las clases urbanas llegaran a participar en la cultura y la sociabilidad del momento. Por consiguiente, grandes ciudades, como Cádiz o Madrid, por su carácter más cosmopolita y aperturista gracias a la presencia de una importante burguesía activa, ofrecían un contexto en el que sí fue posible el acceso de algunas señoras a nuevas posibilidades vitales e intelectuales.16 Dichas ciudades fueron centros en los que la celebración de tertulias17 o la financiación de teatros y periódicos por parte de estas nuevas clases acomodadas facilitaron el acceso de ciertas mujeres a la esfera pública.

      Ya en la primera década del siglo XIX, y a medida que los acontecimientos políticos se fueron radicalizando, algunas de estas señoras usaron los salones como un medio de adherirse a la defensa de los valores patrióticos durante la guerra de la Independencia. Como consecuencia de la invasión napoleónica, la aparición de las tertulias fue un fenómeno generalizado por todo el territorio español no ocupado por el ejército imperial, y, entre ellas, fueron las de Cádiz las de mayor trascendencia.18 Partiendo de un contexto puramente informal, estas damas establecieron un espacio propio, especialmente femenino, desde el cual abordar cuestiones de carácter público y donde poder expresar sus opiniones libremente, poniendo así de manifiesto su capacidad para formar parte de la vida política.

      En suma, el cambio de rumbo que supuso la Ilustración, sumado al protagonismo no previsto de las mujeres durante el período de la guerra y las Cortes de Cádiz, tuvo como resultado la confirmación de la capacidad del sexo femenino para asumir el nuevo vocabulario político y los nuevos modelos de prácticas sociales inspirados en el liberalismo.19 Por esa razón, a pesar del retorno del rey y el final de la primera experiencia constitucional, ciertas mujeres excepcionales, sentado ya el precedente de haber tomado la iniciativa de un movimiento popular político y demostradas con creces sus facultades para ejercer tareas diferentes a las que el imaginario masculino, las instituciones y las costumbres les habían asignado, siguieron conservando la memoria de las acciones realizadas y mostrando su afán por no verse apartadas nunca más de la vida pública.20

      Si bien es cierto que, con la vuelta del absolutismo, las formas de sociabilidad en las que las mujeres compartían espacios con los hombres fueron diluyéndose —al mismo tiempo que se ponían trabas al debate político e intelectual y se vetaba la prensa política—, las españolas no se volvieron irrelevantes. Ya fuera en el exilio o en el interior, algunas de ellas supieron desarrollar desde el ámbito privado unas atribuciones clandestinas que el nuevo Estado, que persistía en adjudicar a este espacio los más bajos valores de la consideración política, no había previsto.

      Con la vuelta de Fernando VII y el regreso del absolutismo, quienes se posicionaron a favor de la causa constitucional o habían luchado junto al bando francés fueron perseguidos duramente. El exilio fue la única salida para una parte importante de los liberales y afrancesados, entre ellos muchas mujeres.

      Respecto a las dos primeras oleadas de emigraciones, la josefina de 1813 y la liberal de 1814, conviene aclarar que en las listas de refugiados o damnificados hay pocas referencias a mujeres. Tanto si llegaron solas a su destino como si abandonaron España en compañía de sus esposos o familias, los registros oficiales suelen omitir sus nombres. Solo han trascendido las vicisitudes de personalidades destacadas, como Juana de la Vega y su madre, Josefa Martínez y Losada.21 Sin duda, su unión con personalidades destacadas favoreció su visibilidad, mientras que para el resto resultó difícil y prevaleció el anonimato al quedar integradas en el núcleo familiar. Así ocurre, por ejemplo, en el amplio expediente sobre José Barrera y su familia, donde se recogen testimonios en los que se ven envueltos miembros femeninos del núcleo familiar.22

      Por su parte, Josefa Martínez y Losada colaboró en la fuga de varios oficiales presos en La Coruña proporcionándoles los medios logísticos y económicos necesarios para su huida. De convicciones liberales, asimismo inculcó a su hija el gusto por la lectura y la cultura, y le ofreció una completa formación en letras y humanidades. A ella se sumó la instrucción recibida a través de las amistades ilustradas y liberales que visitaban a su padre. Por todo ello, se inició en las labores de apoyo a la resistencia liberal con tan solo trece años de edad ejerciendo de enlace entre su padre y sus compañeros huidos de la justicia.23 Tras la participación de Juan Antonio de Vega en el pronunciamiento fracasado de Juan Díaz Porlier, toda la familia emigró a Portugal,24 incluida la hija Juana, que

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