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MILICIANAS ANTIFASCISTAS

       5. HECHOS DE MAYO DE 1937

       6. CONCLUSIONES

       INSTRUMENTALIZACIÓN Y REPRESIÓN DE LOS EXILIADOS ESPAÑOLES EN FRANCIA (1937-1975)

       1. DE DALADIER A PÉTAIN (1938-1944): TODOS SOSPECHOSOS, TODOS VÍCTIMAS

       Asilados sin estatuto legal

       Hacia la Resistencia: la doble represión, petainista y alemana

       2. GUERRA FRÍA Y OPERACIÓN BOLÉRO-PAPRIKA: SOSPECHA COLECTIVA Y REPRESIÓN SELECTIVA (1948-1956)

       Un período de calma tras la guerra

       El retorno de la sospecha

       Una represión selectiva: la operación Boléro-Paprika y la prohibición de la movilidad comunista en Francia

       Una operación mal orientada y sin grandes resultados

       3. EL CONTEXTO ARGELINO Y LA OLEADA REPRESIVA DE LOS AÑOS SESENTA

       Las repercusiones de la política argelina del general De Gaulle

       Renovación político-sindical y represión social

       4. CONCLUSIÓN

       MARTIRIOS, EXILIOS Y RECONSTRUCCIONES EN EL COMUNISMO BALEAR (1936-1968)

       1. DESTRUCCIONES Y CONTINUIDADES EN TIEMPOS DE GUERRA

       2. LOS CAMINOS DEL EXILIO

       3. PRISIONES Y RESISTENCIAS DE POSGUERRA

       4. RECONSTRUCCIÓN FRUSTRADA Y CAMBIO GENERACIONAL

       NOTA SOBRE LOS AUTORES Y LAS AUTORAS

      Según una visión optimista de la historia humana, esta se caracterizaría por una ampliación irreversible del cuerpo social y político gracias a la inclusión progresiva de nuevos sectores. Este credo del progreso material y moral se impuso desde la Gran Revolución de finales del siglo XVIII y principios del XIX, y, a partir de entonces, lo han profesado tanto el liberalismo y la democracia como las distintas clases de socialismo. Todos esos idearios creen en el engrandecimiento inexorable de la civitas, sin más discrepancias que las referidas a los métodos que habría que emplear para lograrlo (la reforma o la ruptura, el acuerdo o la lucha) y a cuándo se alcanzaría el objetivo final de equiparación absoluta (ya logrado o pospuesto a un futuro indefinido).

      De acuerdo con esa interpretación, las primeras formas políticas contemporáneas, los Estados nación liberal-burgueses, fueron patrimonio exclusivo de una ínfima minoría, compuesta por hombres blancos, acomodados, heterosexuales —siquiera en apariencia— y devotos —cuando menos oficialmente— de la confesión religiosa oficial del país donde vivían y cuyo poder político dominaban mediante instituciones representativas. Aunque brotasen de las cenizas del antiguo mundo feudal regido por el privilegio, las primeras cristalizaciones del nuevo demos también excluyeron. Fue así porque en el naciente mundo de ciudadanos había que delimitar el perímetro de esa condición, y definir implica excluir, también en lo sociopolítico.1

      Si se mide en porcentajes, la mayor de esas exclusiones fue, y en muchos aspectos y lugares sigue siendo, la de las mujeres, que componen al menos la mitad del género humano. Así, por ejemplo, el capítulo escrito por Elena Fernández demuestra el activo, pero a la postre subordinado, papel que el colectivo femenino representó en la lucha contra el absolutismo. Esta autora confirma que las mujeres afrancesadas o liberales, por sí o debido a su relación con maridos y parientes, no escaparon de la persecución y condena, antes bien sufrieron como los hombres las represiones políticas que se desencadenaron desde 1814, con la restauración del absolutismo. La gran mayoría de ellas permanecieron en España, pero muchas acabarían huyendo hacia el exilio, donde experimentarían una doble proscripción aunque perteneciesen a las capas sociales superiores. Las mujeres supusieron un porcentaje nada desdeñable (un 10 % aproximadamente) de las quince mil personas que se expatriaron entre 1814 y 1833, y, si bien es cierto que en muchos casos se trató de acompañantes de familiares perseguidos, en la mayoría de las ocasiones, la salida fue consecuencia de sus acciones y compromiso político en el interior. Eran mujeres liberales convencidas que, como sus compañeros, continuaron su lucha en espacios foráneos.

      Pese a su relegamiento, las mujeres no han dejado de comprometerse y movilizarse muy activamente en favor de los ideales políticos en los que han creído. Corrobora esta idea el capítulo de Just Casas, titulado «Mujer, revolución y guerra», centrado en la Guerra Civil española de 1936-1939. Casas sitúa en primer plano la marginación social de la mujer y demuestra que las distintas formas de sumisión del sexo femenino aún estaban muy arraigadas en la sociedad catalana en los años treinta del siglo XX, también en los sectores rupturistas que decían defender la emancipación femenina. La coyuntura revolucionaria que se vivió en Cataluña durante aquella guerra no consiguió revertir la marginación social de las mujeres ni sacarlas de sus posiciones subordinadas, tampoco en instituciones revolucionarias como los tribunales, las Patrullas de Control o las milicias. Con todo, al menos permitió que se produjeran pequeños avances en su emancipación, principalmente a partir del activismo sindical, político y militar que demostraron algunos colectivos femeninos, en especial los relacionados con organizaciones revolucionarias de Barcelona y su entorno metropolitano.

      Después de la gran exclusión femenina, las más numerosas —y, en ciertos casos, superpuestas—2 serían las que se valen como pretexto de diferencias raciales o étnicas, siempre irrelevantes y a menudo ficticias. Por desgracia, no se han contemplado en este volumen, que así incurre en una de las omisiones más graves de la historiografía contemporánea española. Esta no ha concedido toda la atención debida a la esclavitud en las colonias o a las vicisitudes de los romaníes y otras minorías, más allá de aproximaciones algo folclóricas o predominantemente antropológicas.3 En cambio, van viendo la luz cada vez más estudios sobre las exclusiones basadas en conductas sexuales, pese a las grandes dificultades metodológicas y documentales a las que suelen enfrentarse las investigaciones en ese campo.4

      La España contemporánea se caracterizó desde su inicio por la uniformidad religiosa, mantenida de iure hasta hace pocas décadas y de facto hasta hace aún menos. Recuérdese que el artículo 12 de la Constitución de Cádiz estipulaba que «la religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera» y prohibía «el ejercicio de cualquiera otra», una formulación que se mantuvo

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