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otros países europeos. Las historias del Reino Unido, Francia, Suiza o Alemania en ese período quedan severamente distorsionadas si se omiten los enfrentamientos, las treguas y las paces entre los fieles católicos y los de las iglesias reformadas; la del continente entero se vuelve abstrusa si se borra de ella a musulmanes, armenios y, sobre todo, judíos. Apenas hará falta recordar que los fieles de estas dos últimas confesiones fueron víctimas de los mayores crímenes de lesa humanidad en un siglo, el xx, que algunos se empeñan en presentar como más avanzado que su predecesor.

      Las exclusiones étnica o religiosa se mezclan a menudo con la económica, mucho más estudiada en España, y juntas o por separado han sido las responsables de los mayores movimientos de población de la contemporaneidad. Hasta fines del siglo XIX, cuando se verificó la mayor transferencia de peninsulares hacia América, el término emigración se refirió indistintamente a la que se debía a causas económicas y a la que se derivaba de motivos políticos. Se diría que la ambigüedad pone el acento en el hecho de abandonar el propio país, al tiempo que da por supuesto que en algún momento se regresará a él. La lengua española mantiene hasta hoy esa noción de provisionalidad y, a diferencia de la francesa y otras, sus hablantes no suelen distinguir emigrante (e inmigrante) de emigrado (o inmigrado).

      Hasta encontrarse «el año que viene en Jerusalén», la marginación persistente por cualquiera de esos motivos o por varios a la vez no solo ha generado exclusiones, sino también autoexclusiones, muy a menudo de carácter defensivo. A su vez, estas han dado lugar a las respectivas subculturas tanto en situaciones de tolerancia como de clandestinidad o semiclandestinidad. Por su parte, las autoridades han tendido a buscar la firmeza, la estabilidad y continuidad mediante la represión y el cumplimiento a la fuerza de «la ley y el orden» cuando los colectivos excluidos que cuestionaban seriamente el sistema reaccionaban o manifestaban su malestar con contundencia o violencia. Esta idea queda bien reflejada en el capítulo de María Rodríguez, titulado «Primero de Mayo (1890-1893): represión política, respuesta estatal a la jornada de ocho horas en Cataluña». Rodríguez demuestra la incapacidad del Estado español de la Restauración para atender la importante cuestión social obrera, más allá de las medidas represivas contra el obrerismo organizado. La actitud y respuesta de los Gobiernos, tanto liberales como conservadores, ante los primeros primeros de mayo revela su visión de esa jornada como un ataque al orden establecido. No se permitió que el obrerismo pusiera en primer plano su marginalidad absoluta en el sistema, y la respuesta fue la mencionada: represión pura y dura, incluso con la fuerza del ejército, las detenciones, los cierres de centros obreros, etc. El objetivo era acabar con una jornada reivindicativa que de todos modos se perpetuaría en el calendario de las efemérides sindicalistas. No obstante, el Gobierno consiguió su objetivo al menos durante el primer lustro de la década de los noventa del siglo XIX: en 1893, último año analizado por Rodríguez, la participación en la jornada cayó claramente, y los anarquistas, el colectivo más dinámico y enérgico los años anteriores, prácticamente desaparecieron.

      Aunque la expresión «exilio interior», tan usada durante el franquismo, sea muy gráfica, también tiene mucho de engañoso. La forma más drástica y real de sustraerse a un poder adverso o de escapar a condiciones económicas y sociales insufribles consiste en poner tierra de por medio. En lo político, eso es en rigor el exilio, que con sus variantes de ostracismo —el de Alcibíades de Atenas— o destierro —el de Ovidio en Tomis (actual Constanza)— está documentado desde época clásica. Permaneció en la Edad Moderna —recuérdese el de Maquiavelo—, pero esta se caracterizó más bien por la amplitud y variedad de los extrañamientos colectivos por razones religiosas: el de los judíos y los moriscos en la monarquía hispánica, y el de católicos o protestantes en muchos Estados cristianos durante las guerras de religión. También entonces se poblaron dominios lejanos con legiones de condenados como criminales comunes: Siberia con los vasallos díscolos de los zares o Australia con los súbditos más turbulentos de Su Majestad Británica.

      El exilio político masivo es, en cambio, un fenómeno contemporáneo nacido de los grandes conflictos en los que comenzaron a trazarse las fronteras que hoy separan a los Estados nación de manera tan nítida. En efecto, los primeros grandes exilios contemporáneos fueron el de los lealistas norteamericanos y el de los curas refractarios y los nobles contrarrevolucionarios franceses.5 Francia conocería otros muchos exilios en los decenios posteriores, al compás de los frecuentes cambios de régimen que conoció: el de los monárquicos constitucionales bajo la Convención girondina, el de los republicanos moderados bajo la Convención jacobina, el de los jacobinos y los realistas bajo el Directorio y el Consulado, el de los constitucionalistas en el Imperio, el de estos y los bonapartistas cuando la Restauración, de nuevo el de los realistas bajo la monarquía de julio, el de los monárquicos en la Segunda República o el de los demócratas y republicanos en el Segundo Imperio.

      Este veloz recorrido por el modélico caso francés revela que el volumen y la fuerza de un exilio no dependen de la capacidad o la voluntad represivas de un poder estatal, sino de cuánto haya calado la conciencia política en la población y de la virulencia que alcancen los conflictos de ese género. Así ha ocurrido también con otros grandes exilios contemporáneos, como el que se asocia a la Polonia desmembrada a fines del siglo XVIII y reconstruida solo tras la Primera Guerra Mundial, el consecutivo a la instauración de regímenes comunistas a principios o mediados del siglo XX o el provocado por la implantación de dictaduras militares en el Cono Sur americano en la década de los setenta.

      La cantidad y variedad de los exilios españoles6 también obedece a esas leyes generales, por lo que su existencia desmiente por sí sola la pasividad o el desinterés de la ciudadanía española en los siglos recientes. Por extensión, la exuberancia de esos extrañamientos no nace de ninguna peculiaridad cultural o étnica, sino del hecho incontestable de que el país accedió a la contemporaneidad por la vía revolucionaria y, como de costumbre, esta se dividió en fases de signo opuesto, jalonadas por episodios de máxima confrontación. A lo sumo, la gran densidad de la experiencia histórica española hizo que el país exhibiera uno de los muestrarios políticos más variados del mundo a fines del siglo XIX e inicios del XX, ya que contenía toda la gama del liberalismo, la democracia y el republicanismo, más las diferentes opciones socialistas y los nuevos idearios corporativos y confesionales, así como los formatos contrarrevolucionarios de muy rancio abolengo.

      Semejante profusión recomienda reservar el vocablo exilio para los casos en que cruzar una frontera fue el único modo de mantener garantías y derechos. Si estos se pudieron ejercer en el interior, si otros correligionarios disfrutaban de esas prerrogativas, habrá que ampliar el arsenal de palabras y afinar más al utilizarlas. Exilio, deportación, destierro, extrañamiento, proscripción, confinamiento o fuga no funcionan como sinónimos exactos, y conviene seleccionar el que mejor convenga en cada caso para no caer en simplificaciones o maniqueísmos. Desde luego, hay que usar todos los matices de la paleta al ocuparse de los múltiples y a menudo contrapuestos exilios españoles de la primera mitad del XIX. Entre los extrañamientos de los liberales perseguidos por el absolutismo de 1814 a 1820 y de 1823 a 1832 se intercala la huida al extranjero en 1820 de algunos realistas para organizar desde allí el ataque a un régimen que no les proscribía, operación que iban a repetir durante la guerra civil de los Siete Años. Tras la victoria definitiva de la revolución liberal, la fuga absolutista-carlista vino a sumarse desde 1840 a la de una parte del liberalismo moderado durante la regencia de Espartero y, en 1843, a la del sector progresista vinculado al exregente Espartero, él mismo cobijado en Londres.

      Como muestra Manuel Santirso en «Exiliados y prófugos progresistas en el 48 español», el idealismo cada vez brilló más por su ausencia en el exilio a partir de la llegada de los moderados al poder en 1844. Progresistas y carlistas, parapetados allende los Pirineos, alcanzaron un acuerdo de no beligerancia y mutuo reconocimiento que incluso permitiría la coexistencia de guerrillas de ambos signos en el interior. Esta confluencia carlo-progresista de 1846-1849 —que en Portugal llegó a ser abierta alianza— careció de más objetivos que el derribo del nuevo edificio estatal que estaba construyendo el liberalismo conservador, y de más programa que la reconquista del poder. No es de extrañar que participase en las conspiraciones el negociante José de Salamanca, escapado de España por unos delitos económicos que quiso tapar con una capa de pintura política.

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