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      Oets, Christian

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       ISBN xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

       1. xxxxxx. 2. xxxxxxxx. 3. xxxxxx . I. xxxxxxxxxxxxxxx.

       CDD A863

      Editorial Autores de Argentina

      www.autoresdeargentina.com

      Mail: [email protected]

      Diseño de portada: Justo Echeverría

      Diseño de maquetado: Inés Rossano

       Prólogo

      A fines de diciembre de 2013, un artículo de Luis Rappoport en el diario La Nación, que se transcribe en las referencias, inspiró el cuento que el lector tiene en sus manos.

      De alguna manera, aquellas breves líneas activaron una angustia que llevo dentro. Como padre que soy, veo que el país que les dejo a mis hijos no es el que me gusta. Como ciudadano, me siento responsable. Encontré en este medio, la escritura, una forma de expresar mi malestar.

      Al igual que Carlos, uno de los protagonistas, pertenezco a la generación nacida a fines de la década del sesenta. En mis cuarenta y seis años no he logrado ver, al menos hasta ahora, un país que se proyecte en la grandeza. Por el contrario, veo que cada vez lo que crece es la mediocridad. Una decadencia que, por prolongada, se hace habitual. Nos hemos acostumbrado a exigir cada vez menos y, así, avanzamos o, mejor dicho, retrocedemos.

      Creo que la culpa es de todos nosotros, no de un gobierno en particular y así lo expreso en las palabras de mis personajes. El relato es ficticio pero, a lo largo de este, encontrarán muchas charlas sobre nosotros y nuestra historia que, probablemente, sean muy parecidas a las que, ustedes, lectores, mantienen con sus propios amigos. Creo que en ello radica la riqueza del cuento. Una historia ficticia, cruel y exacerbada, pero que refleja nuestras vivencias diarias y que invita (al menos eso espero) a reflexionar y a pensar si le hemos dado al país lo que él necesita.

      Encontrarán también muchos personajes públicos que podrán identificar. Insinuados, sin nombres, son usados para anclar el cuento en nuestra historia. Hay también muchos personajes del cuento basados en mis propios amigos o conocidos de la vida. A todos, pido disculpas si mis descripciones o las palabras que pongo en sus bocas no son de su agrado. Sepan que me han ayudado a escribir y, de alguna manera, han colaborado con la historia.

      Como dije, no soy un escritor profesional. Este es mi primer intento y fue absolutamente inconsciente. No lo pude manejar. Simplemente, tras leer el artículo del diario, me puse a escribir. Fueron varios meses obsesivos, en los cuales casi suspendí mi actividad profesional y me dediqué (día y noche) a escribir y a leer. Como tal, no como escritor, sino como alguien que necesitó escribir, me he tomado muchas libertades. He puesto en palabras de mis personajes, fundamentalmente en lo que hace al análisis histórico-político del cuento, conceptos e ideas de autores especializados en estos temas. Entre otros, debo mencionar a Beatriz Sarlo, Tomás Eloy Martínez, Tulio Halperín Donghi, Juan José Sebreli, Juan Bautista Yofre, Luis A. Romero, Rosendo Fraga y Rodolfo Pandolfi, cardenal Jorge Bergoglio y de su santidad, el papa Francisco. La lectura de varios de sus textos me ha permitido fundamentar mis ideas para enriquecer las discusiones de mis personajes.

      Espero que les guste y especialmente que los desafíe a reflexionar.

       1.

       Diciembre de 2014. Casa Rosada

      La sala, de reluciente boisserie, era el mudo testigo de lo que estaba pasando. Sus paredes crujían, en señal de repudio, pero nadie parecía enterarse. En torno a la gran mesa oval, estaban reunidos todos los representantes de la vieja patria. “Ella” presidia la reunión, a su lado, la escoltaban dos desconocidos de impecable traje de marca. Todos callados, leían el documento que estaban por firmar. Monseñor levantó la vista y, confundido, balbuceó:

      —¡Pero esto no es lo acordado!

      —Padre, los tiempos han cambiado —contestó uno de los desconocidos—. ¡Se necesitan soluciones drásticas!

      —Y usted, ¿quién es? —se atrevió, indignado, a preguntar monseñor.

      —Ferluci, un servidor —dijo sonriente—, pero en realidad, no importa quién soy. Lo que tiene que entender es que este es el único camino para detener lo que está pasando. O acaso, monseñor, prefiere que la ola de saqueos y matanzas continúe...

      Fue un golpe difícil de digerir. Él sabía lo que pasaba afuera. Hacía un año que sufría viendo a su país desgarrándose debido a la lucha de unos contra otros. Pero lo que le hacían firmar era inadmisible. Inconsciente, quizás envalentonado por sus investiduras, exclamó:

      —Señores, ¡esto es el fin de la república! ¡Están entregando el poder absoluto a un gobierno y sin límite de plazo!

      El silencio reinó en la sala. Como respuesta, solo se escuchó el seco sonido de su nuca al quebrarse.

      —Entiendo que estamos todos de acuerdo —dijo ella, sacándose los anteojos Chanel—, procedamos a firmar...

      Aquel fin de año fue violento como ninguno. Quizás por eso las noticias no generaron la reacción de nadie. Tal vez, ya no había quién pudiera reaccionar. El documento que acababan de firmar le daba superpoderes al presidente. Un Poder Ejecutivo que a criterio de todos, menos de ellos claro, estaba en retirada. La clase política esperaba su salida, pero nadie ofrecía soluciones. La vieja regla política de esperar el momento adecuado regía todas las acciones. Adelantarse significaba arriesgarse a sufrir la sequía e ira del gobierno federal. Separarse muy tarde podría significar quedar “pegado” al modelo. Así, todos esperaban. Gobernadores, intendentes, ministros de la Corte, legisladores, todos “dejaban hacer”. Nadie, excepto algunos que emitían tibios reclamos, intentaba nada más que esperar el “timing del Tigre”. Mientras tanto, la ciudad ardía. Las altas temperaturas, como todos los años, habían hecho colapsar el sistema eléctrico. Los saqueos espontáneos o dirigidos jaqueaban el orden público. Las fuerzas de seguridad dejaban las calles liberadas para ladrones y oportunistas mientras aprovechaban para hacer sus propios reclamos, justos quizás, pero a costa de los ciudadanos. Los piquetes abundaban y los cacerolazos también, pero los oídos estaban acostumbrados, habían sonado tantas veces que parecían parte del mobiliario urbano.

      Tanto en la prensa escrita como en las redes sociales apenas se mencionaba el fatal accidente del monseñor y solo en una carta de lectores se hacía mención del cierre del único diario no oficial que quedaba. En un país donde los gobernantes eran impunes por excelencia, la impunidad vigente era alarmante. Las leyes, como siempre, se votaban en forma maratónica en la última sesión extraordinaria del año y, entre la variopinta cantidad de temas sobre los que legislaban, se colaban los que el Ejecutivo necesitaba. Siempre había sido así y a nadie sorprendía, solo que esta vez ya no había retorno. Los congresistas no lo sabían, pero ya no habría más reuniones, aquella sería la última vez que sesionarían. La república se extinguía ante la pasividad de sus ciudadanos.

      Con el fin de diciembre y el éxodo a las costas, la sociedad entera, como siempre lo hacía, se olvidó de todo. De los saqueos y las muertes, de las cacerolas y los reclamos. El verano calmó las aguas e, ingenuos, los ejecutivos de la City porteña, festejaban desde algunas de nuestras playas las noticias de fondos frescos que comenzaron a llegar del exterior, los recursos extraordinarios que se obtendrían por Vaca Muerta, el fin del cepo y la baja del dólar...

       2.

       Año V del Régimen. Colegio José Héctor

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