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más a menudo, estuviera o no leyendo. Evitaban que los ojos se le cansaran en seguida, dijo, admitiendo por una rara vez que en efecto sentía un cansancio. Para ella esa vigilia antinatural era difícil. Si durante el día levantaba la vista de su escritorio veía la ciudad pasar por la ventana, lo juraba, como si la ciudad o ella corriesen muy rápido hacia un lado.

      Nuestra relación se ha vuelto una lucha –decía la carta–, y es por el Sueño de mi marido. A veces me despierto de noche y le veo una expresión que da miedo. Dice que ciertas noches se inclina e intenta hacer que mi Sueño salga de mí para estar despiertos juntos. Otras veces pienso que debo ser la única persona dormida en la ciudad, y sin embargo estoy todo el tiempo cansada, lo que en sí mismo él considera una especie de traición.

      Leonie vino a sentarse a mi lado y por un largo rato apoyó la cabeza en mi hombro. Qué duro era, dijo, ser comprensiva con todos los que le escribían quejándose de problemas con sus Sueños, cuando al mismo tiempo tenía una amarga conciencia de que unos pocos aún pasaban las noches dormidos en esta ciudad sin descanso. La preocupaba que quizás no hubiera cuenta regresiva a cero, que simplemente algunos estuvieran destinados a no tener un Sueño nunca. A mí me intrigaba, le dije, qué creía ella que se esperaba, que en el mejor de los casos yo a mi Sueño lo consideraba un intruso hostil. Que me tendía en la cama a imaginar que estaba inconsciente, me apoyaba sobre un brazo y después sobre el otro hasta dejarlos insensibles y así al menos disfrutaba de la impresión de dormir en una pequeña parte del cuerpo. Que lo único de mi nueva situación que me gustaba de verdad era la compañía de ella y la ilusión esporádica, a pesar del agotamiento, de que la ciudad me sostenía, como si unas manos pasaran por debajo de mis brazos y me agarraran del torso para mantenerme separada del suelo. Por supuesto, cuando terminé de decirlo ella ya se había dormido en mi hombro y me roncaba suavemente al cuello. En el piso de arriba el cuarteto de cuerdas tocaba un nocturno de Dvorak, un movimiento lento en Si.

      Mi madre llamó para controlar que me alimentara bien y recordarme su advertencia de que iba a pasar algo así. Ella no tenía un Sueño, por supuesto. Muy poca gente tenía fuera de la ciudad. La voz en el teléfono era de una persona bien descansada, excesivamente virtuosa. Me contó que un hombre que vivía a cuatro pasos de ella había ido un día a la ciudad por negocios y regresado con un Sueño que no le pertenecía. Le pregunté qué había sido de la persona robada del Sueño y me dijo que no hiciera preguntas pánfilas. «¿Y qué sé yo de esos espantos? Me imaginaría que la gente se alegra de que se los soplen». Mencionó a mi hermano para quejarse de que nunca le respondía las llamadas. Me preguntó qué estaba haciendo yo de mi vida, si veía a alguien, y yo pensé en contarle sobre Leonie, pero mi Sueño eligió ese instante para quitarme el auricular y colgar.

      Invité a Leonie a la obra de mi hermano y aceptó; por un momento me apoyó la mano en el muslo y hundió las uñas como un gato. Estaba muy dormida, con esa expresión fláccida de boca curvada hacia abajo, y cuando se movió hacia mí olía a agua dura de ciudad. Estábamos comiendo naranjas en el sofá y ella no paraba de ofrecerme gajos aunque yo tenía una sobre un delantal en el regazo. Habían programado la función para las dos de la mañana de modo de capitalizar las excitadas multitudes nocturnas. Animada, Leonie llevó un termo de café y nos sentamos juntas a oscuras en el pequeño espacio inclinado, arriba de un pub, comiendo pasas cubiertas de chocolate y codeándonos cada vez que salía mi hermano. En el escenario, detrás de los actores los Sueños interpretaban lo que parecía su propia obra. Sin diálogo era difícil seguir el argumento, pero las figuras traslúcidas que se movían alrededor de los personajes con una mímica de palabras inaudibles no dejaban de captarme la mirada. Cuando llegamos a casa eran casi las cinco y, aunque se había tomado todo el café del termo, a Leonie se le derretían los ojos en la cara. Le ofrecí entrar pero dijo que necesitaba el protector bucal y se despidió incómoda con un aleteo de los dedos. Menos de una hora después me tocó de nuevo la puerta quejándose de pesadillas. No daban tregua, me dijo, como si todos los sueños que los demás no usaban fuesen a agobiarla a ella llenos de enredaderas devoradoras y trenes vacíos y zonas trastornadas de la Tierra. La dejé dormir en el sofá con mi regazo como almohada y la desperté a las siete, hora de vestirme para el trabajo. Al pasar de un cuarto a otro con el cepillo de dientes en la mano la vi sentada en el sofá, pelando una naranja más y ofreciéndole gajos a mi Sueño.

      Fui con mi hermano a cenar, aunque ahora la gente tendía a comer lo que quisiera en cualquier momento del día o la noche. Él pidió huevos y un vaso de leche, yo una hamburguesa con queso y nos sentamos en una mesa pringosa de azúcar, todavía ocupada por las tazas de café del último cliente, una servilleta sucia de lápiz de labios anaranjado y un sorbete de plástico hecho un lazo. A través de la ventana que daba al estacionamiento, el cielo parecía una sombra extrañamente más oscura que la que yo estaba acostumbrada a ver, una desconocida noche absoluta que asociaba con estar lejos de la ciudad, de los remolinos azulados y las inconstancias de la luz en el aire contaminado. Mi hermano me mostró en el diario una reseña de su obra. Después de leerla volví la página y leí en voz alta la columna de Leonie, que contenía consejos para lidiar con Sueños groseros con las abuelas, que te comieran la cena, no te hicieran el menor caso o parecieran buscar pelea todo el tiempo. Enfrente en el reservado, mi hermano escuchó a desgana empujándose con su Sueño a codazos. Pensé que parecían inexplicablemente cortados por el mismo patrón. En el reflejo de la ventana costaba decir cuál de los dos era más pálido, a cuál reconocería antes si entrando al díner desde el estacionamiento los viera por el espejo. Seguía mirando hacia la ventana cuando mi propio Sueño, que había estado vagando sin parar entre las mesas, vino a sentarse junto a mí. No me giré a mirarlo porque noté que había empezado a apestar a cloaca, como el aro oxidado del desagüe del cual cada tanto yo tenía que sacar bolas de pelo con un gancho de percha.

      Leonie me pidió que le corrigiera algo que estaba escribiendo. Dijo que yo tenía mejor ojo para el detalle, que estaba acostumbrada a leer a oscuras. No era una columna de su consultorio sino algo que le habían pedido para una revista, un artículo sobre la vida sin un Sueño, me dijo haciendo pucheros. Lo iba a escribir anónimamente, me dijo; no lo quería como cosa propia. Hacia el final describía la experiencia como la sensación de buscar la sombra de una en el suelo y darse cuenta de que es mediodía.

      –Es un buen artículo –dije al terminarlo–. Pero parece que lo estuvieras inventando. Que fuera ficción e intentaras imaginar cómo debe sentirse alguien como tú.

      –Ilusiones –respondió, mientras mi Sueño entraba en el cuarto desde la cocina tamborileando en el radiador.

      Ella encogió un hombro, alzó la cabeza para mirarme, agradeció asintiendo y se inclinó para besarme en la comisura de la boca. Yo bajé la barbilla, ladeándome un poco para dar en su boca de pleno y por un momento ella me besó suavemente antes de apartarse. Me dedicó una vaga sonrisa y alzó el otro hombro.

      Mi hermano llamó para avisarme que pusiera el canal 4. En el noticiero estaban informando que alguna gente ya había empezado a actuar drásticamente para librarse de los Sueños. A una mujer que entrevistaban la habían detenido por engatusar a su Sueño para que la siguiera hasta la azotea y empujarlo al vacío. Por la manera en que había caído, contó, se habría dicho que no sabía nada de la gravedad. Las piernas habían seguido caminando por la nada, como un molinete antes del desplome repentino. Esa mujer era la única que había aceptado que la entrevistaran sin exigir que le pixelasen la cara. Como no había una ley viable para condenarla, la habían eximido de detención policial, pero ordenándole fuerte aislamiento domiciliario por la cantidad de manifestantes que rodeaban el edificio y le metían mensajes violentos en el buzón.

      –Cuando vuelvo a contar lo que hice –dijo– tengo que recordarme que no fue antinatural. No más antinatural que tomar una pastilla para dormir. A veces necesitamos ese empujoncito.

      Captado por el micrófono del periodista, el ruido del jardín de entrada se oía desde el interior: cantos y consignas contra la injusticia cometida contra un Sueño indefenso. Pero a ella parecía no molestarle. Cerca del final de la entrevista giró la cabeza hacia la ventana de un modo que el sol le dio en la cara iluminando los espacios bajo los ojos, frescos como masa levada, gloriosamente bien descansados.

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