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sus horas nocturnas. Una mujer de la planta baja se había acostumbrado a llevar cada noche a su Sueño a caminar por el parque, en lo que nosotros veíamos como un vano intento por agotarlo. Un chelista que vivía justo arriba de mí había reunido un cuarteto de cámara nocturno con una violista del segundo piso y el matrimonio del ático, mujer y marido aparentemente violinistas amateurs. Leonie y yo nos encontrábamos a medianoche, por lo general en mi apartamento porque a ella no le gustaba que mi Sueño hurgara en sus libros. No hacíamos nada memorable: comíamos tostadas con mostaza y escuchábamos radio de madrugada, hacíamos solitarios y nos leíamos los horóscopos y las palmas de las manos. Algunas veces ella traía fragmentos de su trabajo y, sentada en el suelo con la espalda contra el sofá, reprimiendo severamente los bostezos, me leía cartas que el diario le había enviado para contestar.

      –Escucha esta –repetía como un estribillo antes de afectar las voces de sus remitentes. Una adolescente demasiado tímida para masturbarse delante de su Sueño. Una universitaria cuyo Sueño se paraba por las mañanas ante la puerta y le hacía imposible ir a clase. Un hombre que se quejaba de que la esposa tuviera un Sueño y él no, situación que socavaba su lugar en la relación. Esta carta Leonie la leyó apretando la lengua hacia abajo, con una voz que chorreaba desprecio pero le dejaba la cara impasible. Ella no dice que tiene un Sueño porque trabaja más y necesita las horas extras de vigilia, pero yo siento que el juicio va implícito.

      –Me pregunto si no es poco ético –me dijo una noche– que yo le responda a esta gente cuando no tengo un Sueño propio.

      –No menos ético que ofrecer una solución a cualquier problema ajeno –respondí, aunque ella fingió que no había oído.

      Por mucho que se esforzara, no conseguía conjurar del todo el cansancio. Nuestras noches juntas terminaban con ella desmayada en mi sofá, despertándose de un salto a las seis para insistir en que no se había dormido. Yo tendía a no rebatirla, como no cuestionaba que me invadiera cada noche. Al fin y al cabo la compañía de ella me gustaba más que la de mi Sueño, y las miradas ávidas que la sorprendía lanzar a la indiferente figura del rincón apenas me molestaban. Cuando se iba a prepararse para el trabajo a veces me besaba en la mejilla o en la esquina de la boca, y yo me ponía a cambiarme con las líneas de las palmas viscosas de sudor.

      Las noches tenían tonalidades extrañas, un color de hígado. A fines de septiembre una se doblaba bajo un calor tardío –dedos acolchados, pringosos, apretaban los tobillos– y yo pasaba los amaneceres a la deriva en el apartamento, en shorts y camiseta, leyendo cartas de personas desesperadas por coger con su Sueño o entre ellas. Cuando terminaba de decidir cuáles responder durante el día, conversábamos o leíamos juntas. Ella usaba las palabras de una forma rara –el picoteo de la noche en el alféizar, el sabor a pimienta de su propio labio hipermordido– y yo le hablaba de cosas que me divertían. Le conté que la primera esposa de Evelyn Waugh también se llamaba Evelyn y que el tipo que hacía la voz de Bugs Bunny en el dibujo animado era alérgico a las zanahorias. Leonie me escuchaba asintiendo de un modo que me hacía menos propensa a bombardear de parloteo a mi Sueño en las horas en que ella no estaba. Yo tenía sobremordida; de adolescente había necesitado rigurosamente usar correctores, y envidiaba la blanca nimiedad de sus dientes, pequeños caurís que siempre parecían un poquito untuosos. Ella me contó que en realidad le habían quedado así de tanto molerlos. Un motivo de su desesperación por tener un Sueño propio era que la vigilia sin pausa la salvara de morderse los dientes hasta arrancarlos. La voz de Leonie, llegué a darme cuenta, era un poco la que ponía yo al simular que mi Sueño me respondía las preguntas, una voz que me gustaba mucho. La mayoría de las noches, cuando ya no podía controlar el desganado cabeceo y se me dormía en el hombro, yo la dejaba quedarse ahí y luego encima asegurar avergonzada que solo había estado descansando la vista.

      Mi hermano llamó para contarme que le habían dado un papel en una obra y me encontré con él para brindar. Bebimos vino tinto, que nos tiñó los labios del mismo color que las ojeras, y él descargó la euforia en el bar repleto. Los espacios públicos empezaban a oler a sueño, a sábanas sin lavar. Mi hermano agitaba su copa casi vacía en una recreación de la prueba. Su Sueño lo imitaba gesticulando por la espalda sin ninguna simpatía hasta que él se dio vuelta y lo pescó.

      –Y tú no ayudaste en nada –masculló suavemente, antes de seguir el relato con una vanidad sobreactuada–. Macbeth ha asesinado el sueño. ¿Eh?

      Más tarde, de vuelta en casa, encontré a Leonie esperándome con un montón de cartas y un plato de galletas de coco. Dijo que se moría por contarme una historia sobre una compañera del diario que había asistido a los seminarios de una mujer que declaraba conocer el secreto para librarse de un Sueño. Había advertido que las causas eran el exceso de té y la sobredependencia de estímulos artificiales. Cortar con las luces LED. Desintoxicarse de sustancias lácteas. Sentada en el centro de un círculo de sillas, la mujer exhibía plenamente su insomnio mientras los Sueños de los alumnos vagaban por la habitación. «Como el juego del pato ñato», había dicho la chica del diario. Al final de la cuarta sesión había resultado que la mujer tenía su Sueño encerrado en el cuartito de las escobas para sostener la ilusión de haberse librado solo con agua y queso vegano. Durante la pausa para fumar varios miembros del grupo lo habían oído golpear la pared y habían roto la cerradura para dejarlo salir. La chica había admitido que probablemente no iba a ir más.

      –A los que no pueden tratarlos bien no habría que permitir que tengan –dijo Leonie al terminar la historia, y me ofreció una galleta de coco. Me miró con escepticismo cuando dije que le convenía no pensar que eran perritos.

      Leí un artículo de una mujer en duelo por la pérdida de su inconsciente. Era un artículo anónimo, pero tenía ese dejo evidente de femineidad típico de las enteradas. La autora hablaba de su sueño antes de que se llamara con mayúscula: el alivio de la ausencia, la textura particular de la lengua y el peso de la cabeza tras una noche de dormir bien. Dormir me daba un tiempo libre de mí, una especie de tregua deliciosa. Sin ese paréntesis me volvía demasiado confianzuda conmigo, me ganaba un autodesprecio viscoso. Se había publicado en el diario de Leonie y observé la envidia que le daba leerlo, los nudillos blancos de apretar los bordes de la página. La autora describía el olor a humo y miel de su Sueño, narraba cómo se movía por la casa: Ráfagas, arranques, agitadas idas y vueltas. Lanza pelotas de tenis contra la pared como hacen en las películas de presos, da puntapiés a las patas de las sillas. Leonie me preguntó a qué olía mi Sueño y le dije: cáscara de naranja y papel fotográfico. Raros aromas talismánicos –el cargamento de mandarinas que me daba mi madre para el viaje a la ciudad, las fotos de nuestra vieja casa que mi madre me envía por correo–. Algo más tarde, de vuelta en la habitación después de haber encendido la tetera, encontré a Leonie parada junto a mi Sueño, que estaba hurgando en las cajas con diarios viejos y talones de entradas que yo guardaba debajo de la biblioteca. Sin notarme, se le acercó todo lo posible y ladeó la cabeza aguantando el aliento. Miré aquello varios segundos; miré cómo mi Sueño meneaba la cabeza, irritado, pero no lograba apartarse. Siempre sin respirar, por una fracción de segundo ella le apoyó la cabeza en el cuello y yo imaginé la sensación de cristal frío y húmedo de condensación contra su piel.

      Los trenes de la mañana estaban repletos de cuerpos a la vez sólidos y espectrales. Me fui acostumbrando a ir de pie mientras mi Sueño se abría paso a golpes hasta un asiento; a las filas de Sueños cruzados de piernas, a la gente de cara grisácea apiñada alrededor de las puertas, apoyando la pesadez. Pasaba la hora del almuerzo vagando por la ciudad, mirando a la gente arrastrar los pies de cafés a bodegas, entre los vahos grasientos de carne cocida y sándwiches de huevo. Me sentaba en escalones o bancos municipales a comer los trozos de tarta de zanahoria que mi madre me mandaba de casa envueltos en papel de aluminio y hablar por teléfono con mi hermano. A mi alrededor todo el mundo relucía de extenuación. Una tarde dejé el almuerzo completamente de lado para deambular por una de las catedrales de la ciudad escuchando el calmo rumor de un ensayo del coro, las asordinadas voces de los coristas quitándose de la boca las manos obturadoras de sus Sueños. Me imaginé a mi madre ahuecando la mano detrás de la oreja en la quietud del campo, predicando sin cesar sobre los ruidos fantasmas de la ciudad, el movimiento sin fin. La catedral

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