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golpeteando sillas mientras tarareaba el tema de una radionovela para la cual una vez mi hermano se había probado sin suerte.

      –Janey, ¿el tuyo no tiene algo del abuelo?

      Miré de reojo a mi Sueño, la piel del color del gas.

      –No lo diría. En todo caso se parece a la tía Lucy, pero eso es porque la única vez que la vi fue en el cajón abierto.

      A mi hermano se le escapó una risita; un sonido ahogado, con la mano tapando el micrófono. Eran las tres de la mañana; el cielo como un párpado pesado.

      –Bastante macabro –dijo–. Y encima medio plomo. A esta hora en la tele no hay nada.

      Cuando éramos chicos mamá nos contaba historias preventivas sobre la proliferación de fantasmas en las grandes ciudades; fantasmas en las sillas y los baños de las oficinas, grifos chorreando fantasmas fríos y calientes. Abriendo la oreja a la noche silenciosa de nuestra casa en el campo, nos describía ciudades plagadas de espectros, imitaba el nerviosismo constante de una noche urbana. Pensadas para disuadirnos de dejar la casa, pronto esas historias se convirtieron en la base de nuestros juegos preferidos. Con cajas de cartón y embalajes de Tupperware montábamos en el sótano ciudades altas hasta las rodillas, perseguíamos fantasmas por callejones en miniatura, alzábamos altos edificios de apartamentos con pilas de libros y si temblaban imaginábamos que era de miedo. Cuando ya mayores los dos decidimos irnos –a nuestra larga y comprimida ciudad de escaleras angostas y pilas de chimeneas vacilantes– mamá puso el grito en el cielo, exigió que lo repensáramos y recalcó que las ciudades no eran lugares para vivir sino para obsesionarse, que sencillamente terminaríamos siendo dos fantasmas más en un lugar ya repleto de fantasmas. Por supuesto, de todos modos nos habíamos ido, mi hermano a hacer inútiles pruebas en teatros céntricos y yo a empleos temporarios en oficinas heladas y turnos en cafés y bowlings, casi contenta con la sordidez a cambio de la noción de huida. Habíamos vivido separados, para mostrarle a nuestra madre que podíamos hacerlo, y habíamos caído en inevitables hábitos de silencio y actitudes raras. A mi hermano le había dado un terror mortal a los lepismas, unos insectos plateados que se escabullían entre los azulejos de la cocina. Yo me estaba sintiendo incómoda con mi imagen en espejos de cuerpo entero, con la amplitud del espacio a mi alrededor.

      En un suplemento dominical salió una entrevista con una estudiante universitaria de historia que se había enamorado de su Sueño y describía la experiencia:

       Él sabe escuchar, es un gran conversador. (Lo llamo «Él»… No sé si es políticamente correcto o posible, pero así lo siento yo). La gente dice que sus Sueños no hablan pero pienso que tal vez esperan charlar en el sentido tradicional. Mi Sueño no hace ningún ruido pero eso no significa que no me hable. Hay gestos… Se mueve al borde del colchón para dejarme más e spacio; me arregla los libros en orden alfabético. A veces me toca la frente. Se puede hablar de muchas maneras.

      Le leí ese artículo en voz alta a mi Sueño, le pregunté si era que trataba de hablarme y su silencio me preocupaba demasiado como para oír, pero por supuesto no recibí ninguna respuesta.

      –Yo creo que el mío podría ser medio tarado –dijo mi hermano. Estaba amodorrado como nos estaba pasando a todos, con manchas de ciruela en los cuencos de los ojos–. Me esconde los libretos y garabatea todo el calendario. Las fechas están tan arañadas que ya me perdí tres pruebas. Es como vivir con un póltergeist de mierda.

      Nos habíamos sentado en la escalera de entrada de mi edificio a beber chocolate caliente en vasos de plástico. Eran las cuatro de la mañana de un martes; luz tenue, la ciudad moviéndose como una criatura agitada. Todavía estábamos todos acostumbrándonos al curso de la noche, a las varicosas horas de la mañana que solo se instalaban levemente, a las arañas blancas y los murciélagos nóctulos. Sin dormir era más difícil empaquetar los días, mantener una noción de urgencia. Las horas extras facilitaban una especie de pereza temeraria, un permiso para tomarse el día con parsimonia, confiando en que iba a haber más tiempo, después, cuando una quisiera.

      –Yo creo que al mío no le gusto mucho –le dije a mi hermano. Terminé mi chocolate y agarré el suyo para beberme los restos–. Parece siempre tan distraído…

      Mi hermano encogió los hombros, bajando los ojos entrecerrados hacia el último peldaño, donde nuestros Sueños se daban codazos y se pateaban los pies.

      Una medianoche a mediados de septiembre la chica del protector bucal llamó a mi puerta para pedirme que fuera a confirmarle algo. Estaba en camisón –yo al mío lo había cortado para hacer paños de cocina, ya que no le veía otro uso– pero se había sacado el protector y lo llevaba con mucho cuidado en la mano. Sin el aparato la voz sonaba curiosamente limpia, como si estuviera fregada o las cuerdas vocales fueran flamantes. Su apartamento al otro lado del pasillo era el revés directo del mío; el lavadero de la cocina y los estantes daban en la dirección opuesta, los libros parecían desparramados en paralelo a los de mi cama. Resultó que lo que al despertarse había tomado por la silueta de su Sueño en un rincón del cuarto era la sombra del camisón tirado en una silla. Y que el supuesto ruido del Sueño moviéndose junto a la biblioteca no era sino un traqueteo de ratones en las paredes. Estaba decepcionada, atontada de despertarse de golpe. Me dijo que en la familia de ella todos tenían un Sueño. Cada noche se iba a dormir con la sensación de estar perdiéndose de algo, esa fiesta nocturna adonde el agotamiento le impedía asistir.

      –Lo estúpido es que siempre he dormido inquieta –dijo señalando el protector–. Cualquiera habría pensado que iba a ser de las primeras.

      Se llamaba Leonie y al hablar batía las manos con un ruido de palomitas de maíz reventando. Usaba el protector porque tenía una mordida tan anormal que le rechinaban los dientes, una molestia que sufría desde que al fin de la adolescencia había perdido las muelas de atrás al chocar en bicicleta contra un coche estacionado. Esto me lo contó sin darle gran importancia antes de parpadear y disculparse por la confianza, pero yo solo negué con la cabeza. Había descubierto que de noche la gente parecía soltarse más, como si extrañamente hablar a oscuras la liberase de inhibiciones. Dejé un mensaje para que la agencia de mantenimiento del edificio se ocupara de los ratones de su pared y me senté con ella hasta que se quedó dormida al revés sobre las sábanas de la cama. Era linda, algo que noté con una culpable sensación de robo. Tenía un pelo espléndido, abundante, y un suave hoyuelo en el mentón. Mi Sueño, que me había seguido por el pasillo y entrado detrás de mí, supervisó todo sin especial interés, sacando las pantallas de las lámparas mientras se paseaba de un lado a otro.

      Una no advierte cómo respira una ciudad hasta que cambia los hábitos de sueño. Cuando mira hacia abajo lo ve: la inquietud del asfalto. Yo tomé la costumbre de buscar por la ventana el jadeo del anochecer, las vueltas y sacudidas del que busca una forma cómoda de tenderse. Llamó mi hermano, camino a una prueba que habían pospuesto para las dos de la mañana, ejemplo incipiente de lo que sería la práctica muy común de «reperfilar» la noche.

      –Si de todas maneras estamos todos despiertos, por qué no aprovechar el tiempo –dijo, con la voz velada por los ejercicios de calentamiento. Yo lo escuché recitar todo el texto de la prueba, tapándome la boca para ahogar un bostezo. Cuando cortó, saqué el torso por la ventana y estuve mirando a una banda de chiquilinas que jugaban al fútbol en la calle. Con ellas corrían sus Sueños, cometiéndoles faltas y tirándoles de las trenzas. Escuché sus gritos con los párpados lastrados de noche y el mundo entero silencioso y tórrido más allá de mi alféizar.

      Leonie se tomó la costumbre de golpearme la puerta a medianoche; suaves golpecitos que yo respondía a la manera lánguida en que ya hacía todo, a veces preparando la cafetera antes de ir a la puerta. Quizás en un intento de interesar a su Sueño en salir a lo abierto, había apartado los camisones y solía presentarse en jeans azul claro y camisa de trabajo. Era escritora, me contó; escribía el consultorio sentimental de un diario que yo leía de tanto en tanto. Tenía un aire de nerviosismo hipercafeinado, y en los ojos muy abiertos un leve pánico como un ruego a no preguntarle si se sentía cansada. De vez en cuando la sorprendía mirando a mi Sueño con envidia, imitándole inconscientemente

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