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y fase transicional del desarrollo reproductivo.

      Tenemos catorce años, algunas quince, y nos pasamos la hora del almuerzo comparando notas sobre pérdidas de sangre y besos y crímenes similares. Comemos pastel de carne de la cantina con la boca abierta como ballenas, soltando risas chirriantes que terminan con migas de pan escupidas entre ataques de tos. Aisladas como estamos, hemos visto chicos, los hemos mirado o rozado. Circulan de boca en boca historias sobre amigos de hermanos o muchachos que arreglan los coches de nuestros padres; sobre citas inventadas y olores a nafta y a desodorante que viene en un tubo plateado.

      Los miércoles jugamos al hockey en el campito que hay detrás de la capilla. Nuestra ropa de gimnasia es mojigata por donde se la mire, pero aun así nos permite hacer las evaluaciones que el uniforme veda. En las blanquecinas mañanas de otoño juzgamos la talla y la caída de las camisetas Aertex, tomamos nota de las piernas afeitadas por encima de los calcetines y las costras alrededor de las rodillas. Chicas que conocemos desde el jardín de infantes se vuelven abruptamente ajenas, de voz más honda y menos huesudas, objetos extraños con caderas y cintura repentinas.

      Yo tengo una carta permanente de mi madre y otra de mi médico para eximirme de los partidos, de modo que, si bien así y todo me arrastran afuera en nombre del Sano Aire Libre, al menos se me ahorra el espectáculo de la ropa de gimnasia. Parada sin aliento al borde de la cancha, me caliento las manos vendadas en las axilas mientras, debajo del blazer, siento una leve pero indudable desintegración del tejido de mi espalda. A veces me encargan recoger las pecheras luego de los partidos y yo me las pongo sobre la cabeza como abrigo adicional contra el frío.

      Después, en el vestuario, las chicas se pasan tampones de ida y vuelta como cigarrillos prestados. Olores de laca y pastina húmeda se mezclan con el vaho salobre de la sangre reciente. Totalmente vestida, me siento cerca de la puerta y participo en la languidez de la charla. Cuando los tampones llegan a mi rincón simplemente los paso.

      Yo sangro, sí, aunque hay una diferencia de textura y color, una diferencia en las raspaduras y escoriaciones de mis caderas. Pensé en preguntar sobre el tema después de uno de los videos de Salud y Seguridad, pero esas sesiones no suelen dar mucho lugar a las preguntas.

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      Según mi madre, mi abuela era una fiestera. Me lo cuenta mientras me cepilla el pelo, escondiendo en los bolsillos del delantal los pelos que se desprenden.

      –Era una desbocada –me cuenta, golpeteándome la columna con el mango del cepillo para que me enderece–. Había noches que no volvía a casa hasta las tres o las cuatro y con mis nueve añitos yo estaba ahí esperándola.

      Lo dice sin resentimiento, una mera declaración de hechos. La miro apretarme un mechón caído contra la cabellera, un momento, como esperando que se vuelva a adherir.

      –¿Y cuando pasaba eso el abuelo dónde estaba? –le pregunto, sabiendo qué va a responder. Ya la he oído recitar esta historia otras veces.

      –A esas alturas el abuelo ya no andaba por acá –me dice, siguiendo con la canción–. Levanta la cabeza. Vas a quedarte jorobada.

      Por las noches leemos juntas aunque a mi edad yo puedo leer sola y mi madre tiene poca paciencia para la literatura. Yo elijo mitos griegos y cuentos de fantasmas, historias que vienen en menos de catorce páginas y terminan en lecciones violentas. Leo en voz alta y dejo que ella me pare cuando quiera: historias de cisnes y arañas, laureles, narcisos, muchachas transformadas en monstruos por rivales tramposos.

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      En el colegio aprendemos de memoria La pulga y nos reímos del subtexto. Aprendemos capitales y división larga y los nombres de los santos en el orden en que se recitan en el exorcismo. En biología cultivamos berro en potes plásticos de yogur y los conservamos en las repisas de las ventanas. Como les da demasiado sol se ponen marrones y tenemos que tirarlos.

      Ciertos días aprovecho mi piel para saltarme matemática y tenderme en la enfermería quejándome de llagas en los brazos y dolores punzantes. La primera vez que lo hice la enfermera insistió en inspeccionarme; sin preguntar me levantó la espalda del suéter y tironeó de la camisa hasta sacarla de la falda. Lo que vio bastó para convencerla y en adelante todos mis viajes a la enfermería fueron aceptados sin mayor investigación. Después de matemática mis amigas pasan a buscarme para comer, disimulando las risitas mientras yo salto del lecho de enferma y le digo a la enfermera que me siento mucho mejor.

      Las mañanas de los jueves, en la misa, pellizcamos de las mochilas budín de zanahoria y durante las plegarias fingimos esquivar el humo del incensario. Los sermones son plomos monótonos, interminables, azufrados de palabras como absolución, blasfemia y divino. Después de la misa, en el patio, jugamos al rompecastañas con las cuentas de los rosarios, hasta que nos pescan las monjas.

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      Los dientes son un problema. Hablar se hace difícil cuando se me empiezan a caer, lo que sucede poco a poco la semana en que cumplo quince años; al comienzo solo dos molares escupidos, lo que al menos para un observador ocasional no es tan evidente como la pérdida de pelo. Los dejo alineados en la mesa de la cocina de mi madre, sobre el mantel de hule con imágenes que muestran la Última Cena con una especie de jovialidad kitsch. Ella los estudia con un detallismo forense y va a llenar un vaso de agua, donde echa una cucharadita de sal de mesa y la remueve con energía hasta que se disuelve.

      –Hazte gárgaras –dice, dándome el vaso, y barre los dientes con una mano para juntarlos en la otra palma. Yo obedezco, rumiando vagamente el recuerdo de haberme tragado el primer diente de leche con un mordisco de manzana; de haberle preguntado a mi madre si ahora iban a crecerme dientes en las paredes del estómago, como semillas germinadas.

      Escupo el agua en la pileta y mi madre me suaviza distraídamente los dedos y el puente de la nariz con una crema de almendras que ha sacado de la cartera.

      –Bueno, ahí tienes. Ningún problema, ves.

      A la noche me duermo entre trizas y harapos, con los sueños perforados por gritos de violencia y muescas dolorosas como cuentas rotas de un rosario. En la medialuz del amanecer me levanto a asombrarme de mi cara en el espejo del armario. Bajo la carne blanca de mi frente los ojos parecen más separados que antes.

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      Los chicos llegan, inexorables como las mareas. El hermano de alguien hace una fiesta, el primo de alguien presenta a uno, y del mismo modo las chicas tienen números en los teléfonos, saben adónde escabullirse y se enrollan la falda en la cintura para dejar las rodillas al aire.

      En las semanas previas a Cuaresma las charlas giran con insistencia hacia los chicos: hacia su conversación simplificadora y los cien significados derivables de su manera de mascar chicle. Con la boca engomada de magdalena nos prometemos dietas imposibles para el logro de ser deseables. Repetimos los nombres de los chicos como se invoca a los santos, enrollando la lengua alrededor de los que más nos gustan.

      –Yo creo que si antes de la fiesta bajo dos kilos podría gustarle a Adam Tait.

      –¿Y Toby Thorpe? ¿Oyeron si Toby Thorpe va a estar?

      –Pero en serio, ¿les pareció que el otro día en el bowling Luke Minors me miraba, o era el espejo de atrás?

      –No me fijé. Yo prefiero a Sam Taylor.

      Escucho estas conversaciones con dos dedos en la boca, comiéndome las uñas casi hasta los nudillos. No tengo puestos los guantes, las piernas me tiemblan contra el radiador y cada diez minutos o quince siento que me voy a dormir de repente. Las cosas de mi periferia me alteran más que de costumbre: el enjambre de motas de polvo, las alfombras que rozan las paredes.

      –Sabes, oí que Mark Kemper le decía a Toby Thorpe que para él tú eras interesante.

      Tardo un momento en darme cuenta de que esto iba dirigido a mí. Levanto una mano, con ronchas como quemaduras, alzando una ceja para acompañarla.

      –Pon la cara que quieras –se me advierte–. Yo solo repito lo que oí.

      +

      Hay

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