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—estro— en cortos periodos, repartidos cíclicamente a lo largo del año. El macho, en cambio, puede darse el lujo de permanecer activo sexualmente durante casi todo el año, sin importar mucho con quién lo hace. Es un donante universal. Se entiende con claridad, entonces, por qué las conductas sexuales de macho y hembra parecen estar diseñadas en la mayoría de las especies en consonancia con estas estrategias óptimas.

      No obstante, para los dos sexos es, en general, ventajosa la poligamia, con el fin de obtener nuevas combinaciones genéticas. La voluminosa historia universal del adulterio, dentro de un matrimonio teóricamente monogámico, confirma con plenitud la existencia de un residuo animal poligámico en nuestra especie. Un individuo de tendencias monogámicas estrictas, cuya pareja resulte estéril o produzca descendientes con una tara que los limite severamente, de persistir en esa exclusividad sexual arruinará todo su linaje biológico, lo que marcará el final de la historia de su genoma. Y, por igual, el final de la tendencia.

      Casi se podría afirmar que la competencia masculina se reduce a competencia espermática. Algunos investigadores aseguran que la mayoría de los espermatozoides emitidos durante la eyaculación se sacrifican para bien de sus compañeros. En realidad, son espermatozoides defectuosos que entrelazan sus colas y forman una barrera viva que impide el paso fácil a los espermatozoides de otros machos. Asimismo, en el esperma existen sustancias espermicidas destinas a combatir el semen de aquellos machos que hayan copulado con anterioridad. Y el esperma en exceso, al secarse, sirve para interferir y bloquear el semen de los machos que copulen enseguida. La función principal de generar un número astronómico de gametos, según los investigadores, es poder contar con una fuerza de infantería numerosa y asegurar, a fuerza de número, la batalla sexual masculina por la concepción. Se concluye de esto que el concepto de competencia espermática permite explicar la fuente básica de la que se deriva la masculinidad, y sirve como tema unificador de la evolución masculina.

      Esas ideas permiten también explicar por qué el gorila produce un número tan bajo de espermatozoides —sesenta y cinco millones por eyaculación— y sus testículos son tan pequeños en relación con su corpulencia, mientras que una sola eyaculación del macaco puede contener miles de millones de espermatozoides, y sus testículos son relativamente grandes. La razón aducida es que el gorila vive en grupos de pocos machos y varias hembras, con baja competencia sexual. Los macacos, en cambio, viven en grandes grupos y en medio de una enconada lucha sexual. El hombre ocupa una posición intermedia y lo mismo ocurre con su producción de espermatozoides. El tamaño relativo de sus testículos también lo sitúa, en este aspecto, en una posición intermedia.

      En las especies de mamíferos superiores es fácil reconocer una serie de lugares comunes, asociados por regla general a los machos: menor interés por las crías, papel más activo en el cortejo y en el apareamiento, menor discriminación en la elección de la pareja sexual, mayor inclinación a la poligamia —promiscuidad, para ser más claros—, mayor tamaño y peso corporal, posesión de más adornos naturales y un poco más de agresividad y propensión a la lucha. Estas características se derivan, dentro de una sana lógica, de la asimetría de aportes reproductivos y de la forma como trabaja la evolución. En la sociedad humana contemporánea, esta lógica ya no es ni sana ni santa.

      Peligros de la endogamia

      La endogamia, esto es, el cruce genético entre organismos estrechamente relacionados desde el punto de vista genético, también llamado incesto, genera un aumento apreciable de encuentros homocigóticos de genes defectuosos —genes defectuosos por doble partida—, con el consiguiente aumento en la aparición de taras y reducción en la eficacia biológica. Los biólogos tienen un nombre para esto: depresión endogámica. Y hablan de vigor híbrido o heterosis para destacar el efecto biológico positivo arrastrado por la conducta opuesta, la exogamia.

      La endogamia en la especie humana conduce con frecuencia al albinismo, retraso mental, enanismo y otros defectos congénitos (el albinismo, que normalmente presenta una frecuencia aproximada de 1 en 10.000, aumenta cuarenta veces su frecuencia en los hijos de matrimonios entre primos). Obviamente, estos defectos se traducen en una disminución sensible de la eficacia reproductiva. Para H. J. Muller, muchos de los preceptos éticos y religiosos prohíben el matrimonio entre hermanos y entre padres e hijos porque todos portamos al menos diez rasgos recesivos, muy nocivos, que son hereditarios.

      En la especie humana, el número de descendientes por hembra es relativamente bajo, característica común a todas las especies animales superiores. En épocas primitivas, el número total de hijos por hembra difícilmente llegaba a diez, de los cuales, la alta mortalidad infantil en esos rudos tiempos, 50 % o más, dejaba solo tres o cuatro descendientes con posibilidades de llegar a edad reproductiva. Compárese lo anterior con los cuatro o cinco de cada camada de perros o gatos, decenas de huevos fértiles por cada postura de una tortuga, algunos millones de huevos en cada desove del salmón o del esturión, los trescientos millones de huevos por desove del pez luna, o los dieciséis mil millones de esporas desprendidos por algunos hongos. Por tanto, en especies de baja tasa reproductiva es crucial el cuidado de los hijos y el asegurarles una buena mezcla genética. Una madre primate no puede arriesgar su escasa descendencia engendrándola con su hijo, con el cual comparte exactamente la mitad de los genes, ni con su hermano, que está en condiciones similares.

      La estrategia biológica óptima consiste en buscar una pareja que, desde la perspectiva genética, sea distante, aunque no demasiado, debido a que los genomas de los habitantes de una región pueden tener adaptaciones locales, que no las poseen los extraños. En especies de poca descendencia, esto se vuelve un imperativo insoslayable, por lo cual es importantísimo evitar el incesto, relación que no es tan peligrosa en especies con descendencia abundante. Por ejemplo, no tendría consecuencias apreciables para la supervivencia del salmón si varios cientos de miles de los huevos diesen lugar a individuos tarados. Quedarían todavía algunos millones de individuos sanos para perpetuar la estirpe.

      La exogamia promovida por el rechazo al incesto es motivo de enriquecimiento en la diversidad genética de la población, y esta riqueza, como ya lo sabemos, representa un incremento en las reservas genéticas del grupo, lo que permite a la especie enfrentar con éxito los múltiples y variados desafíos del entorno, sobrevivir a las inevitables catástrofes ecológicas y sobreponerse a los caprichosos desastres geológicos. Especie de seguro contra la inestabilidad del medio.

      Es tan importante para una especie la evitación del incesto que hasta las plantas, libres por completo de complejos edípicos, han evolucionado tratando de resolver dicho problema. En algunas especies se obtiene la autoesterilidad por medios químicos: el polen y el pistilo poseen sustancias proteínicas (Pelt, 1986) que inhiben la fecundación. Para las plantas hermafroditas, la autofecundación sería tarea sencilla, pues en cada flor están muy próximos entre sí los órganos masculinos y femeninos. Este es el incesto más peligroso y de más alto grado: yo conmigo (los de habla inglesa lo denominan selfing). Para evitar tales accidentes, los ovarios están maduros cuando la flor se abre; pero los estambres, órganos masculinos, se encuentran en ese momento inmaduros. Cuando estos maduran, los huevos ya han sido fecundados por los insectos, con polen de otras plantas de la misma especie.

      Y tiene que ser bastante importante el servicio biológico prestado por los insectos, pues la planta no economiza atractivos para lograrlo y asegurarlo: aceites aromáticos de refinada química, formas y colores en número incontable, deliciosa miel de alto contenido calórico, polen energético. Al referirse a los ingeniosos mecanismos desarrollados por las orquídeas para asegurar la polinización cruzada, no incestuosa, escribió Charles Darwin (1985) en El origen de las especies: “[...] toda una prodigalidad de recursos para llegar a un mismo fin, a saber, la fertilización de una flor por el polen de otra planta” (p. 124). Y continúa así más adelante:

      ¡Qué extraño que el polen y la superficie estigmática de una misma flor, a pesar de estar situados tan cerca, precisamente con el objeto de favorecer la autofecundación, hayan de ser en tantos casos mutuamente inútiles! ¡Qué sencillamente se explican estos hechos bajo la hipótesis de que un cruzamiento accidental con un individuo distinto sea ventajoso o indispensable! (p. 124).

      Al rechazar las relaciones sexuales dentro del grupo familiar, todos los individuos superdotados, todos aquellos portadores

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