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realizando el entrecruzamiento, el proceso se paraliza de manera misteriosa. El millón o más de células que potencialmente se convertirán en óvulos permanecen en un estado de animación suspendida hasta que, años más tarde, a uno de ellos, seleccionado al azar durante uno de los ciclos menstruales, le llegue el turno de salir al encuentro de un espermatozoide. Si el encuentro no se lleva a cabo, el huevo muere y desaparece. En caso contrario, el proceso de división se reanima, justamente en el punto donde se había suspendido años atrás, y muy pronto se completa el proceso de división.

      Durante la meiosis se presenta una notable asimetría: la mayor parte del citoplasma se localiza en una de las dos células hijas, la que luego pasará a ejecutar la segunda división. La otra célula queda convertida en un insignificante vestigio, conocido con el nombre de cuerpo polar, que, después de dividirse en dos células, también insignificantes —un recuerdo inútil de su pasado—, termina desapareciendo sin pena ni gloria. La misma asimetría en la repartición del material citoplasmático se presenta durante la segunda división: una de las células se queda con casi todo, la otra se convierte en cuerpo polar y también desaparece de la escena. Por último, si se produce el encuentro sexual, la célula triunfadora mezcla su material genético con el del espermatozoide que primero se presente en la meta y se da inicio al desarrollo embrionario de un nuevo individuo, heredero de estos dos triunfadores. La evolución marcha siempre a paso de vencedores. Es una de sus características intrínsecas.

      En el instante justo de la fecundación, los materiales genéticos aportados por óvulo y espermatozoide se combinan para completar el germen de un nuevo organismo, portador futuro de la mitad de la dotación genética de cada uno de sus progenitores. La fecundación se convierte en una forma de comunicación entre los programas genéticos, la más íntima. El sexo se convierte en nexo.

      Ledyard Stebbins (1982) compara este proceso con el juego de póquer entre dos. Cada jugador trata de mejorar su mano, cambiando las cartas malas. En el póquer genético se descarta la mitad de los cromosomas para recibir a cambio un conjunto nuevo. En ambos juegos se corre el riesgo de desmejorar. Pero en el genético el riesgo es mayor, pues al descartar no se eligen exactamente los cromosomas defectuosos. Es lo que se denomina póquer a ciegas. Sin embargo, la gran similitud de los conjuntos genéticos —más del 92 % de los genes son idénticos en la especie humana— hace que el juego a ciegas sea menos riesgoso de lo esperado de acuerdo con el simple cálculo de probabilidades.

      Para comprender con plenitud la enorme fuente de variabilidad que lleva implícita la reproducción sexual entre humanos basta un poco de matemáticas elementales. Dado que cada gameto recibe de cada par homólogo de cromosomas uno solo determinado al azar, y son veintitrés pares, el cálculo combinatorio afirma que podrán existir un poco más de ocho millones de gametos diferentes (dos elevado a la potencia veintitrés). Ahora bien, cada uno de los ocho millones de posibles espermatozoides puede combinarse con el mismo número de posibles óvulos, lo que da una cifra aproximada de setenta billones de individuos diferentes, descendientes de una sola pareja y con los cuales, si se materializaran todas las posibilidades, habría gente suficiente para poblar dieciocho mil planetas similares al nuestro. Y esto sin considerar las novedades creadas por el entrecruzamiento y las inevitables mutaciones.

      Estas consideraciones aritméticas revelan un hecho extraordinario: cada uno de nosotros es un fenómeno de altísima improbabilidad. Un ganador —perdedor, dirán los pesimistas— en una rifa de más de setenta billones de boletas. Así que, contra toda nuestra intuición, algunos fenómenos muy improbables también se dan. Todo depende de la forma como se realice el sorteo. En ocasiones son más comunes de la cuenta: más de seis millardos de esos “raros” fenómenos congestionamos ahora la superficie del planeta.

      Es oportuno señalar en este momento que los principales mecanismos generadores de variabilidad: las mutaciones, el entrecruzamiento, la combinación del material genético de los dos progenitores y la transferencia directa de adn o arn entre coespecíficos presentan el elemento azar enraizado en sus propios fundamentos. De esta manera, aunque suene paradójico, tiene sentido afirmar que el gran ordenador de la vida, el agente creador de la enorme variedad de formas que encontramos en la biosfera, no es más que el desorden del azar. Equivale a decir que para obtener y refinar el orden se hace necesaria la presencia de una fuente generadora de desorden o “ruido”.

      El mecanismo de copia del adn es de altísima fidelidad, hasta un extremo tal que resulta inimaginable un mecanógrafo que fuese capaz de copiar un texto de semejante longitud con tan pocos errores. Sin embargo, no es de fidelidad perfecta. No podría serlo, pues en tal caso no habría variaciones, y sin ellas sería imposible la evolución. Hasta la vida misma sería imposible. Digamos, entonces, que el mecanismo biológico de copia es de fidelidad casiperfecta. En consecuencia, un individuo de una especie con reproducción asexual será una copia casi-perfecta de su padre —o madre, si se prefiere—, y un individuo que pertenezca a una especie con reproducción sexual será media copia casi-perfecta de cada uno de sus dos progenitores.

      Reproducción sexual versus asexual

      La diversidad genética es sinónima de potencial evolutivo. Una función importantísima de la reproducción sexual es crear nuevos individuos por medio de la mezcla de los materiales hereditarios de los padres. La reproducción sexual obliga a los programas genéticos, como bien lo expresa François Jacob, a recorrer las amplísimas posibilidades de la combinatoria genética. Esto hará que la familia resultante sea fácilmente adaptable a condiciones ambientales nuevas, a nichos muy competidos o a entornos sometidos a fuertes variaciones naturales —nichos inciertos o inestables—. Los hijos, además, estarán mejor capacitados para enfrentar y colonizar territorios desconocidos.

      El evolucionista W. D. Hamilton señala una importante ventaja de la reproducción sexual frente a la asexual: un agente patógeno que evolucione hasta hacerse efectivo contra un solo individuo, en una especie asexual —línea clonal o familia de gemelos idénticos—, lo será contra todos, y en una sola generación podrá acabar con toda la población. No puede decirse lo mismo de una especie sexual: la variedad de individuos presentes en cada generación hace más que imposible la existencia de un agente patógeno universal, capaz de arrasar de un solo tajo con toda la población.

      Después del mortífero paso de cada peste por la Europa de la Edad Media, siempre quedaban sobrevivientes inmunes al microorganismo, y con ellos se reconstruía de nuevo la población. Esa herencia, que tal vez la portamos muchos de nosotros, está impidiendo que se vuelvan a repetir hechos tan luctuosos. En 1845, en Irlanda, una enfermedad atacó la cosecha de papa. Por ser genéticamente semejantes todas las plantas cultivadas en esa región, el microorganismo arrasó de la noche a la mañana con toda la población y, como consecuencia nefasta, medio millón de personas murió de hambre, en tanto que el millón restante tuvo que emigrar a Liverpool. En este caso el hombre sustituyó equivocada y temerariamente la diversidad genética por un invariante que era óptimo antes de la peste, pero que no lo era en el momento de enfrentarla.

      El hundimiento y desaparición misteriosa y casi instantánea de la civilización maya se lo atribuyen algunos biólogos a un virus que, en solo unos pocos días, acabó con todos los sembrados de maíz (una doble extinción biológica en cadena). Y no hace mucho —verano de 1970—, en Estados Unidos una cepa mutante de un hongo del maíz, conocida popularmente con el nombre de plaga sureña de la hoja, generó una ola de extinción que alcanzó a recorrer cerca de 80 kilómetros por día en las plantaciones de cierta variedad híbrida, causando la ruina repentina de los agricultores afectados.

      Y si en vez de un agente patógeno se tratase de una catástrofe ecológica o geológica que de forma brusca transformase esencialmente el nicho ocupado por una especie, al ser esta asexual, todos sus miembros quedarían desadaptados instantáneamente, lo que la conduciría con toda seguridad a una extinción relámpago. Tiene razón esta vez la sabiduría popular —no siempre la tiene— cuando recomienda no poner todos los huevos en la misma canasta.

      La reproducción sexual puede interpretarse como una estrategia evolutiva de la vida en previsión de las incertidumbres del futuro. De no ser por esto, la reproducción asexual sería una solución superior, pues es barata —desde el punto de vista energético—, privada y cómoda, directa, segura

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