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del pintor Francisco Pacheco, que era tenido como el más célebre en la Sevilla del momento y conocido también por su erudición humanista y su prestigio social como veedor del gremio y censor de la Inquisición. El contacto con este taller resulta fundamental para entender la vocación clásica de Cano, su sentido reflexivo y filosófico de la praxis artística, sus criterios iconográficos y el conocimiento de las técnicas no solo de la pintura de caballete, sino también de la policromía sobre la madera. Le permitirá también conocer al joven Velázquez, que le servirá de puente en su posterior etapa madrileña.

      Su formación escultórica no nos es conocida documentalmente, pero la evidencia estilística argumenta suficientemente su filiación con Martínez Montañés. Pese a ello, lo que las obras de Cano demuestran exige entender una formación más diversificada aún. Su reconocida afición a la estampa y a los tratados serviría de estímulo e inspiración del proceso artístico, al tiempo que la lección clásica que pudo conocer en su infancia granadina encontraría en Sevilla un vasto campo de estudio, sobre todo en la colección de escultura de la Antigüedad del palacio de los Enríquez de Ribera, la Casa de Pilatos, que para un crítico de gusto neoclásico como Ceán fue la verdadera maestra de Cano. Sin poderse concretar más acerca de esa formación escultórica, el hecho cierto es que en 1629 ya firma como maestro escultor.

      La etapa sevillana de Cano en lo escultórico representa claramente la búsqueda de caminos propios sobre la reflexión de ciertos problemas artísticos ya mencionados, lo que le lleva a irse distanciando paulatinamente de los modelos montañesinos a la búsqueda de soluciones distintas y originales. Lo ejemplifican varias imágenes de uno de los grandes temas iconográficos del momento, el de la Inmaculada, que no gozan de unanimidad por parte de la crítica. La de la iglesia sevillana de San Julián (hacia 1633-1634), por ejemplo, podría considerarse una revisión cercana del tipo montañesino, revisión que atenúa la ampulosidad y complejidad de los pliegues, al tiempo que busca ya la torsión de planos mediante el descentramiento de las manos con respecto al eje del cuerpo o la grácil postura de estas con el mínimo contacto de yemas como ya hiciera Pablo de Rojas en Granada y también después Montañés. Además, comienza a modificar la composición y el perfil original de Montañés, acusando mayor flexión de la pierna derecha, la superación del concepto frontal y algo plano del modelo, y el estrechamiento de la base a la búsqueda del perfil ahusado tan característico de Cano.

      De hacia 1629 puede ser la santa Teresa de la iglesia sevillana del Buen Suceso. El esquema montañesino de base ancha, triangular, es optimizado por Cano para adecuarlo al tema del éxtasis, demostrando así su inteligencia compositiva. El ritmo de amplios pliegues en capa y hábito confluyen hacia el rostro visionario de la santa reformadora carmelita. Aunque idealizado, no elude ciertas concesiones realistas en aras a conseguir una vera effigies, como las verrugas, probablemente partiendo del retrato que le hizo fray Juan de la Miseria en 1576. Por otro lado, reinterpreta originalmente el vuelo montañesino de la capa en torno al brazo derecho para subrayar la dimensión doctrinal de la representación: la santa como doctora mística. Quizás a esto último se deba la pantalla visual que el hábito ejerce sobre la figura, que minimiza su contrapposto e impide la percepción de su estructura orgánica. Este problema, la organicidad de la figura y su correcta percepción, será objeto permanente de reflexión por Cano, con soluciones de enorme categoría en futuras obras.

      Esta fase inicial culmina rápidamente en la primera gran obra maestra de Cano, la Virgen de la Oliva (Fig. 8) de Lebrija (1631) y el conjunto de esculturas para su retablo, que el mismo Cano diseña. Claramente muestra rasgos de independencia de criterio, como la consolidación del esquema fusiforme, la economía gestual o la sencillez pero rotundidad de los volúmenes. Evoca claramente los modelos del Renacimiento italiano pero con una vocación inequívocamente contrarreformista en cuanto a la exposición dogmática del tema, la maternidad divina de María: las líneas de tensión de la imagen enfatizan el rostro de la Virgen y el cuerpo del Niño. El revoloteo del manto alrededor del brazo de la Virgen —reminiscencia montañesina— subraya la presentación del Niño (no está sostenido sino presentado), que encara frontalmente al espectador mientras que la Virgen desvía su mirada hacia un lado.

      Fig. 8. Alonso Cano. Virgen de la Oliva. 1631. Iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Oliva, Lebrija (Sevilla).

      Las esculturas del retablo de Lebrija son un claro caso de conjunto plástico integrado en una estructura arquitectónica. Con cierta lógica, la imagen de la Virgen de la Oliva ha sido definida por Sánchez-Mesa como Teotokos-columna, debido a su fuerte acento vertical de carácter cuasi arquitectónico, en armonía con la estructura retablística que la alberga y, sobre todo, habilitándola, por firmeza y verticalidad, como pedestal que ofrece solemne y mayestático al Niño. Del mismo modo, las figuras de san Pedro y san Pablo, rotundas, mantienen la tensión grandilocuente de las columnas estriadas helicoidalmente del cuerpo único del retablo al servirles de remate arquitectónico, pero matiza sabiamente esta función con el giro de planos y torsiones, y los acentos diagonales de los pliegues. Estas últimas contrastan con la imagen mariana por la vocación realista que sus rostros encierran, resultado de las nuevas corrientes naturalistas arribadas a Sevilla pero también de la relectura de la propuesta expresiva de los bustos romanos, para convertirse finalmente en una reflexión acerca de la problemática de lo gestual y el conflicto entre idea y representación.

      En esta línea, de verdadero avance clásico y nueva dialéctica y emancipación con los modelos de Montañés, cabe calificar la figura de san Juan Bautista del Museo Nacional de Escultura de Valladolid, que Cano realiza en 1634 para la iglesia sevillana de San Juan de la Palma. Sobre ensayos pictóricos previos, realiza en ella un doble estudio: el compositivo, de ajuste de proporciones en la figura no desarrollada completamente en vertical, y el espacial, en cuanto a su afirmación en su contexto espacial. Sus perfiles están directamente tomados de los ensayos previos de dibujos y pinturas, y en este punto el problema se plantea en mantener equilibrada una figura que necesariamente debe presentar las extremidades disociadas del tronco. Demuestra un artista maduro más interesado por la experimentación formal que por el imperativo temático, que se debate entre el rigor del decoro y las sugerentes posibilidades de las poéticas clasicistas, listo para iniciar la aventura de la corte.

      4.2.Etapa madrileña y valenciana (1638-1652)

      En 1638, Cano abandona Sevilla a la búsqueda de nuevas oportunidades e imagino también que de otras fuentes y retos para su arte. Los pinceles protagonizan esta etapa, además de desagradables avatares biográficos, pero el conocimiento de las colecciones reales abre para su praxis escultórica un nuevo universo tanto en la pintura italiana como en la escultura manierista, que le permite reorientar sus lenguajes y preocupaciones formales, compositivas, gestuales desde nuevos prototipos. Casi la única obra escultórica vinculable a Cano de esta etapa es el Crucificado que labra para la iglesia madrileña de Montserrat, hoy conservado en la iglesia de San Antonio de Pamplona. Muy retocado, es casi imposible leer su estilo en detalles concretos pero no así en el concepto aplomado del Crucificado, de belleza estoica y suavemente idealizada, de clara inspiración italiana, compartido por sus Crucificados pictóricos, que sirven de modelo a su vez a posteriores propuestas de sus seguidores granadinos.

      4.3.Etapa granadina (1652-1667). El modo canesco en escultura

      Tras distintos avatares biográficos, una vacante de canónigo racionero en la catedral de Granada devuelve a Cano a su ciudad natal, ahora como artista celebrado y con estatus de eclesiástico. Será la época de mayor libertad para su arte, pero también de continuas tensiones con los capitulares granadinos, a los que no satisfacía el método de trabajo de su nuevo compañero ante las demandas urgentes de ornato de la catedral, aún sin concluir su fábrica arquitectónica. Exceso (a veces justificado) de impaciencia por parte de estos, ello no obstó para que las piezas que deja Cano en la catedral de Granada, tanto en pintura, como en escultura o diseño, resulten realmente antológicas. Y a estas se une otro selecto grupo de piezas de escultura realizadas fundamentalmente para conventos. La escultura de Cano en esta su postrera etapa alcanza el clímax de sus indagaciones sobre las fronteras

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