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con conformarse a las reglas semánticas de ese lenguaje. Por el contrario, los casos difíciles son aquellos que no encuentran solución en las reglas, ya porque son inéditos, o porque la regla es indeterminada, o por ambas razones. Si adherimos a esta distinción, el resultado es que, ante casos fáciles, los jueces no deciden sobre el significado de los textos sino simplemente describen ese significado, de manera que sería abusivo hablar, como hacen los realistas, de decisiones interpretativas. Por el contrario, precisamente porque respetan el uso semántico del lenguaje, porque adoptan el uso de este, los enunciados con los cuales los jueces interpretan los textos aplicables pueden ser verdaderos o falsos. Así, por ejemplo, las definiciones de los términos que podrían llegar a dar solo serían las definiciones de uso en el lenguaje corriente y cotidiano. En cambio, en los casos difíciles las cosas son diferentes. Las decisiones interpretativas son decisiones auténticas, las definiciones que los jueces pueden llegar a dar de los términos en los cuales los textos están formulados solo pueden ser definiciones estipulativas y, por consiguiente, normativas. En esas condiciones, los enunciados interpretativos que son formulados por esas definiciones no pueden ser verdaderos o falsos. Son normas cuyo objeto no es imponer un comportamiento sino imponer un significado. Al decidir discrecionalmente, los jueces ejercen un poder político. Esta tesis es generalizada, pero es muy debatible. El realismo conduce a rechazar la pertinencia de la distinción entre los casos fáciles y los casos difíciles por estar empañada de una evidente circularidad: para un intérprete, saber si un caso es fácil, es decir, si el significado de un texto está determinado por el lenguaje ordinario y si éste se le impone al intérprete, solo puede hacerse a través de una decisión interpretativa, ella misma discrecional. Y aun cuando el intérprete decidiera confiar en el sentido ordinario de los términos en que los textos están redactados, esta decisión sigue siendo una decisión.

      En otros términos, la comunicación jurídica no es la comunicación ordinaria: en lo cotidiano, podemos adherir por comodidad a la idea de que existen hechos semánticos, que tal palabra que ha sido empleada lo ha sido necesariamente en su sentido ordinario y que nuestro diccionario mental no tiene necesidad de enriquecerse. Pero esto no nos garantiza una perfecta comunicación con los demás, puesto que basta con que entre dos interlocutores haya algunos años de diferencia para comprender la necesidad de una actualización permanente. La comunicación jurídica no se puede contentar con esta aproximación. Un texto jurídico es sin duda redactado en el lenguaje existente pero su nivel de lenguaje es diferente del de la comunicación ordinaria. La duda siempre cabe sobre el sentido ordinario o no que tenga una palabra. De manera que el decidir que un texto conserve su sentido ordinario evidente, claro o literal (poco importa acá el término que se escoja) sigue siendo decidir.

      Es fácil entender que esta decisión sea fácil de tomar puesto que es menos costosa en términos de argumentación y es más rápida de redactar. Pero sigue siendo una decisión interpretativa y no es un acto dictado por reglas semánticas que se imponen indefectiblemente al juez. En realidad, y contrariamente a lo que pretenden quienes la emplean, esta distinción no describe nada empírico ni factual. Decir que un caso sea fácil o difícil no describe nada sino, al contrario, es una apreciación evaluativa capaz de justificar una decisión interpretativa. En otras palabras, esta distinción está a la discreción de los jueces pero no podría ser instrumento de medida de un poder discrecional en sí mismo inconmensurable: lo que no quiere decir que sea “excesivo” sino que nadie puede medirlo.

      La situación sería diferente –así como lo sería el estatuto de los enunciados interpretativos– si los jueces debieran, por una u otra razón, describir las interpretaciones adoptadas o decididas por otros intérpretes distintos a ellos, y esto puede ocurrir, por ejemplo, en derecho internacional o supranacional cuando se toman interpretaciones que emanan de jurisdicciones extranjeras por fuentes de derecho aplicable. Finalmente, puede ocurrir que los jueces deban reiterar decisiones interpretativas anteriores porque ellos mismos decidieron sobre la significación de los textos. Esta última hipótesis –que es la del precedente– sigue siendo discutible y frágil, porque calificar una solución anterior de precedente también es decidir. La segunda dificultad –los límites que tiene ese poder de decidir sobre el significado– deriva de lo que precede: los realistas se enfrentan a la crítica recurrente, proveniente del discrecionalismo, según la cual les reconocen a los jueces un poder discrecional que ningún juez se atreve a reconocerse a sí mismo.

      ¿Tendrán límites estas decisiones interpretativas o, por el contrario, serán los jueces libres de toda limitación, contrariamente a lo que por lo general dicen? En otras palabras, ¿son los jueces unos mentirosos porque dicen estar sometidos al derecho?31

      Por un lado, muchos jueces reconocen tener un rol creador32 y ejercer en definitiva una función legislativa33 o, más generalmente, “política”. Pero con ese término lo que se quiere decir en general es que, al cabo del proceso de decisión, el juez no puede abstenerse de formular juicios de valor que tomarán en cuenta no solo a las partes sino también a la comunidad política en sentido amplio.

      Por otro lado, de admitir que los jueces se conforman al derecho cuando este último es claro, habría que admitirse que cuando no es claro sino indeterminado, se conforman a otra cosa –y en ese caso, ¿a qué?–. ¿Debemos considerar que los jueces juzgarán los casos indeterminados –casos difíciles– con negación del derecho? Por supuesto que no. Los partidarios de la tesis del “formalismo atenuado” o del “formalismo ilustrado”, como se prefiera, admiten implícitamente que los jueces recurren a concepciones morales o a ideologías políticas y a otras consideraciones extrajurídicas en el sentido estricto de la palabra, consideraciones que no deberían reducirse a opciones personales derivadas de la idiosincrasia del juez. Ahí no está el problema. Podemos defender una concepción realista del juicio sin tener que recurrir a la psicología (de la persona misma) del juez. Pero debemos tener en cuenta que la indeterminación del derecho necesariamente conduce a recurrir a consideraciones morales, políticas u otras. Por último, el estilo formalista de los jueces forma parte de las categorías del análisis realista, el cual no se opone a que los jueces se esfuercen en darles a sus decisiones (es decir, a la justificación de sus decisiones) una forma lo más lógica y deductiva posible. Para ello, se remiten a textos legislativos o constitucionales; evocan, en caso dado, principios y, según el sistema jurídico dentro del cual se muevan, precedentes o razonamiento por analogía. No se trata de negar la realidad de estos modos de justificación. Pero tampoco hay que exagerar la neutralidad de ese estilo: muchas de esas técnicas de justificación son también mecanismos importantes para que los jueces tomen sus decisiones en tiempos realmente cortos, se ahorren ciertas discusiones o raciocinios, y se conformen no tanto al derecho positivo como a una cierta concepción –positivista o legalista– de la función (o del poder) judicial, de la que aún se considera que debe permanecer lo más subordinada, técnica y previsible como sea posible, con el fin de garantizarles a los justiciables una seguridad jurídica.

      A este respecto, la deliberación colegiada como medio para superar la indeterminación es una observación empírica poco debatible. Pero la colegialidad no conduce a la verdad o a la racionalidad del derecho: no solamente no puede impedir la indeterminación, sino que no garantiza que el acuerdo que resulte en últimas sobre el significado inicialmente indeterminado de tal o cual texto o categoría normativa sea “justo”. Mejor aún: sabemos que así sea colegiada, la deliberación obedece a formas y procedimientos específicos que no neutralizan las relaciones de fuerza34. En estas condiciones, la propuesta de abandonar la distinción entre realismo y formalismo con el argumento de que todos los jueces formalistas son, en el fondo, realistas, es una propuesta parcial y coja: para que esta división pueda ser considerada carente de pertinencia habría que demostrar que las dos categorías son lógicamente reductibles la una a la otra. Y mostrar entonces que todos los jueces formalistas son realistas pero también que todos los realistas son formalistas. Brian Tamanaha muestra simplemente que los formalistas

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