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su deseo. Como si se hu­b­ie­se con­ver­ti­do en su pre­fe­ren­c­ia.

      Se le ca­len­ta­ron de nuevo las me­ji­llas. Se aclaró la gar­gan­ta y miró a su acom­pa­ñan­te, cuyos labios car­no­sos se cur­va­ban en una son­ri­sa se­cre­ta.

      —Soy Zeva, milady. Dahlia no está en la re­si­den­c­ia esta noche, pero no se pre­o­cu­pe. Hemos pre­pa­ra­do todo para usted a pesar de su au­sen­c­ia —con­ti­nuó la be­lle­za—. Cre­e­mos que en­con­tra­rá todo a su gusto.

      Zeva abrió una puerta in­vi­tán­do­la a entrar.

      El co­ra­zón empezó a la­tir­le con fuerza mien­tras miraba la ha­bi­ta­ción. Se le formó un nudo en la gar­gan­ta e in­ten­tó re­pri­mir que los ner­v­ios la do­mi­na­ran, a pesar de que, lo que una vez fue una idea des­ca­be­lla­da, se había con­ver­ti­do en algo con­cre­to.

      Aq­ue­lla no era una ha­bi­ta­ción cual­q­u­ie­ra. Era un dor­mi­to­r­io.

      Un dor­mi­to­r­io be­lla­men­te de­co­ra­do, con sedas y satén y un cu­bre­ca­ma de ter­c­io­pe­lo de color azul vi­bran­te que bri­lla­ba contra los ela­bo­ra­dos postes ta­lla­dos de la pieza cen­tral de la ha­bi­ta­ción: una cama de ébano.

      El hecho de que las camas fueran siem­pre el punto de re­fe­ren­c­ia de los dor­mi­to­r­ios pa­re­cía, de re­pen­te, algo com­ple­ta­men­te irre­le­van­te, y Hattie estaba segura de que nunca en su vida había visto una cama así. Lo que ex­pli­ca­ba por qué no podía dejar de mi­rar­la.

      —¿Hay algún pro­ble­ma, milady? —Era im­po­si­ble ig­no­rar la di­ver­sión que trans­mi­tía la voz de Zeva cuando le pre­gun­tó.

      —¡No! —dijo Hattie, sin querer re­co­no­cer que aquel tono agudo solo los usaba con sus sa­b­ue­sos. Se aclaró la gar­gan­ta, el cor­pi­ño de su ves­ti­do le pa­re­ció de re­pen­te de­ma­s­ia­do apre­ta­do y se palpó—. No. No. Todo es per­fec­to. Todo es como lo había es­pe­ra­do. Como lo había ima­gi­na­do. —Se aclaró la gar­gan­ta de nuevo, to­da­vía fas­ci­na­da por la cama—. Gra­c­ias.

      —¿Que­rría, quizás, un mo­men­to de in­ti­mi­dad antes de que Nelson se una a usted? —le pre­gun­tó Zeva a su es­pal­da.

      «Nelson».

      Hattie se giró para mirar a la otra mujer.

      —¿Nelson? ¿Como el héroe de guerra?

      —Así es. Es uno de los me­jo­res.

      —Y por «uno de los me­jo­res» se re­f­ie­re a…

      —Además de las cua­li­da­des que pidió, es en­can­ta­dor, ex­pe­ri­men­ta­do y su­ma­men­te mi­nu­c­io­so. —Zeva arqueó las cejas.

      «Ha que­ri­do decir que es su­ma­men­te mi­nu­c­io­so en la cama», pensó.

      Hattie se ahogó con la arena que pa­re­cía al­ber­gar en su gar­gan­ta.

      —Ya veo. Bueno… ¿Qué más se puede pedir?

      —¿Por qué no le dejo unos mo­men­tos para fa­mi­l­ia­ri­zar­se con la ha­bi­ta­ción? —Zeva apretó los labios.

      «Ha que­ri­do decir con la cama».

      —Toque la cam­pa­na cuando esté dis­p­ues­ta. —Con un ligero mo­vi­m­ien­to de la mano señaló un ti­ra­dor en la pared.

      «Ha que­ri­do decir para la cama».

      —Sí. Eso suena bien —asin­tió Hattie.

      Zeva salió flo­tan­do de la ha­bi­ta­ción, el si­len­c­io­so chas­q­ui­do de la puerta fue la única evi­den­c­ia de que había estado allí.

      Hattie res­pi­ró hondo y se giró hacia la ha­bi­ta­ción vacía. Exa­mi­nó el resto sola: el bri­llan­te papel dorado, la chi­me­nea de azu­le­jos y los gran­des ven­ta­na­les que, sin duda, re­ve­la­ban la red de te­ja­dos de Covent Garden du­ran­te el día, pero ahora, en la noche, eran es­pe­jos en la os­cu­ri­dad, que re­fle­ja­ban la luz de las velas de la ha­bi­ta­ción y a ella en el centro.

      Ella, lista para co­men­zar su vida de nuevo.

      Se acercó a una gran ven­ta­na tra­tan­do de ig­no­rar su re­fle­jo e in­ten­tan­do, en cambio, vis­lum­brar algo en la os­cu­ri­dad que la ro­de­a­ba, ili­mi­ta­da, como sus planes. Sus deseos. La de­ci­sión de dejar de es­pe­rar a que su padre se diera cuenta de su po­ten­c­ial y, en su lugar, tomar lo que ella quería. Pro­bar­se a sí misma que era lo su­fi­c­ien­te­men­te fuerte, lo su­fi­c­ien­te­men­te in­te­li­gen­te, lo su­fi­c­ien­te­men­te libre.

      Y tal vez un poco im­pru­den­te.

      Pero ¿qué era el camino al éxito sin un poco de im­pru­den­c­ia?

      Esa im­pru­den­c­ia la des­car­ta­ría de la ca­rre­ra hacia el ma­tri­mo­n­io con cual­q­u­ier hombre de­cen­te y haría im­po­si­ble que su padre le negara lo que re­al­men­te quería.

      Un ne­go­c­io propio. Una vida propia. Un futuro propio.

      Res­pi­ró hondo y se volvió hacia una mesa cer­ca­na, car­ga­da con su­fi­c­ien­tes man­ja­res como para ali­men­tar a un ejér­ci­to: sánd­wi­ches de té, ca­na­pés y petits fours. Una bo­te­lla de cham­pán y dos copas co­lo­ca­das junto a la comida. No de­be­ría sor­pren­der­se, la en­c­ues­ta sobre sus pre­fe­ren­c­ias para la noche había sido bas­tan­te com­ple­ta, y había pedido un re­fri­ge­r­io así, porque le gus­ta­ba el cham­pán y la comida de­li­c­io­sa —¿a quién no?— y, además, porque sentía que era el tipo de cosas que una mujer con ex­pe­r­ien­c­ia haría en una oca­sión como esta.

      Y por eso, es­pe­ra­ba a su pareja ante una mesa en­ga­la­na­da, como si aquel lugar fuera una posada en el Gran Camino al Norte y la ha­bi­ta­ción hu­b­ie­ra sido pre­pa­ra­da para unos recién ca­sa­dos. Hattie sonrió con aq­ue­lla tonta y ro­mán­ti­ca idea. Pero esa era la mer­can­cía que se vendía en el 72 de Shel­ton Street, ¿no? El ro­man­ce a la carta, com­pra­do y en­va­sa­do.

      Cham­pán y petis fours y una cama de cuatro postes.

      De re­pen­te todo pa­re­cía muy ab­sur­do.

      Rio por lo bajo de manera ner­v­io­sa. No había forma de que co­m­ie­ra ca­na­pés o petis fours. Su es­tó­ma­go ham­br­ien­to los vo­mi­ta­ría al ins­tan­te. Pero el cham­pán… tal vez el cham­pán era justo lo que ne­ce­si­ta­ba.

      Se sirvió una copa y se la bebió como si fuera li­mo­na­da. El calor la in­va­dió más rápido de lo que es­pe­ra­ba, su­mi­nis­trán­do­le el coraje su­fi­c­ien­te para im­pul­sar­la a cruzar la ha­bi­ta­ción y tirar de la cam­pa­na para in­vo­car a Nelson. Nelson, el héroe de guerra más com­ple­to que exis­tía.

      Supuso que había peores nom­bres para el hombre que la li­bra­ría de su vir­gi­ni­dad.

      Hattie tiró de la cam­pa­na —que no se oyó en la ha­bi­ta­ción, pero que sonó en algún lugar lejano del mis­te­r­io­so edi­fi­c­io— e ima­gi­nó un montón de hom­bres guapos que es­pe­ra­ban para pro­por­c­io­nar una mi­nu­c­io­si­dad mi­nu­c­io­sa, como los ca­ba­llos en la salida de una ca­rre­ra. Sonrió ante aq­ue­lla imagen sal­va­je, viendo a un Nelson sin rostro ves­ti­do con un uni­for­me

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