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ca­rr­ua­je antes, nos ha­brí­a­mos dado cuenta —dijo Nora.

      —Creo que sí. —Fue la res­p­ues­ta dis­tra­í­da de Hattie—. Y apa­re­ce justo en el mo­men­to menos ade­c­ua­do.

      —¿Hay algún mo­men­to ade­c­ua­do para en­con­trar a un hombre atado e in­cons­c­ien­te en tu ca­rr­ua­je? —Nora la miró de reojo.

      Hattie ima­gi­nó que no, pero al menos podría haber ele­gi­do una noche di­fe­ren­te.

      —Es un regalo de cum­ple­a­ños ho­rri­ble. —En­tre­ce­rró los ojos para en­fo­car mejor el oscuro in­te­r­ior del ca­rr­ua­je—. ¿Crees que está muerto?

      «Por favor, que no esté muerto».

      Si­len­c­io.

      —¿Acaso se mete a los muer­tos en los ca­rr­ua­jes? —añadió a con­ti­n­ua­ción.

      Nora se ade­lan­tó, con el abrigo del co­che­ro sobre los hom­bros, y le dio un em­pu­jón al po­si­ble muerto. Este no se movió.

      —No se mueve —añadió en­co­gién­do­se de hom­bros—. Podría estar muerto.

      Hattie sus­pi­ró, se quitó un guante y se in­cli­nó dentro del ca­rr­ua­je para poner dos dedos en el cuello del hombre.

      —Estoy segura de que no está muerto.

      —¿Qué estás ha­c­ien­do? —su­su­rró Nora con ra­pi­dez—. ¡Si no lo está, lo des­per­ta­rás!

      —Eso no sería lo peor del mundo —señaló Hattie—. De hecho, así po­drí­a­mos pe­dir­le ama­ble­men­te que sa­l­ie­ra de nues­tro ca­rr­ua­je y seguir nues­tro camino.

      —¡Oh, sí! Este bruto parece el tipo de hombre que lo haría sin ven­gar­se de in­me­d­ia­to. Sin duda, se qui­ta­ría la gorra y nos de­se­a­ría buenas noches.

      —No lleva gorra —dijo Hattie, in­ca­paz de re­fu­tar el resto de la eva­l­ua­ción sobre el mis­te­r­io­so y pre­sun­to muerto. Era muy cor­pu­len­to, con el cuerpo bien for­ma­do, e in­clu­so en la os­cu­ri­dad podría decir que no era el tipo de hombre con el que ella se pa­se­a­ría por una fiesta.

      Era el tipo de hombre que arra­sa­ría el salón de baile.

      —¿Qué notas? —le pre­gun­tó Nora.

      —No hay pulso. —Aunque no estaba muy segura de dónde to­már­se­lo—. Pero está…

      «Ca­l­ien­te».

      Los muer­tos no es­ta­ban ca­l­ien­tes, y aquel hombre estaba muy ca­l­ien­te. Como el fuego en in­v­ier­no. El tipo de calor que hacía que cual­q­u­ie­ra se diera cuenta de lo frío que se podía llegar a estar.

      Ig­no­ran­do esa tonta ocu­rren­c­ia, Hattie movió los dedos sobre el cuello del hombre hasta el punto donde la piel de­sa­pa­re­cía debajo de la camisa, donde estaba la cla­ví­cu­la y la pen­d­ien­te de… el resto de él, y se en­con­tró con una fas­ci­nan­te hen­di­du­ra.

      —¿Y ahora qué estás…?

      —Si­len­c­io. —Hattie con­tu­vo la res­pi­ra­ción. Nada. Sa­cu­dió la cabeza.

      —¡Jesús! —No había nada re­li­g­io­so en aq­ue­lla ex­pre­sión.

      Hattie no podría estar más de ac­uer­do. Pero de re­pen­te…

      «Aquí está».

      Una pe­q­ue­ña pal­pi­ta­ción. Pre­s­io­nó con más fir­me­za. El pulso se volvió más fuerte. Lento. Acom­pa­sa­do.

      —Lo siento, está vivo —dijo—. Está vivo —re­pi­tió antes de sus­pi­rar pro­fun­da­men­te ali­v­ia­da—. No está muerto.

      —Ex­ce­len­te. Pero eso no cambia el hecho de que está in­cons­c­ien­te y en nues­tro ca­rr­ua­je, y que tú ten­drí­as que estar en otro lugar. —Nora hizo una pausa—. De­be­rí­a­mos de­jar­lo aquí y usar el tíl­bu­ri.

      Hattie había estado pla­ne­an­do la ex­cur­sión de esa noche du­ran­te tres meses. La noche en que co­men­za­ría su vi­gé­si­mo noveno año. El año en que su vida pa­sa­ría a ser suya de verdad. El año en que se con­ver­ti­ría en ella misma. Y tenía un plan muy es­pe­cí­fi­co en un lugar muy es­pe­cí­fi­co a una hora muy es­pe­cí­fi­ca, para lo cual se había puesto una ves­ti­men­ta muy es­pe­cí­fi­ca. Y, aun así, mien­tras con­tem­pla­ba al hombre des­m­a­ya­do en su ca­rr­ua­je, esos de­ta­lles no pa­re­cí­an ser im­por­tan­tes.

      Lo re­al­men­te im­por­tan­te era verle la cara.

      Afe­rrán­do­se a la manija del borde de la puerta, Hattie cogió la lin­ter­na de la es­q­ui­na su­pe­r­ior tra­se­ra del ca­rr­ua­je antes de gi­rar­se hacia Nora, cuya mirada se clavó in­me­d­ia­ta­men­te en el in­te­r­ior del vehí­cu­lo.

      Nora in­cli­nó la cabeza a un lado.

      —Hattie, déjalo. Nos lle­va­re­mos el tíl­bu­ri.

      —Solo quiero echar­le un vis­ta­zo —res­pon­dió Hattie.

      La in­cli­na­ción se con­vir­tió en una lenta sa­cu­di­da.

      —Si lo miras, te arre­pen­ti­rás.

      —Tengo que echar­le un vis­ta­zo —in­sis­tió Hattie, bus­can­do una razón co­he­ren­te, porque no podía de­cir­le la verdad a su amiga—. Tengo que de­sa­tar­lo.

      —Eso no es ne­ce­sa­r­io —indicó Nora—. Al­g­u­ien ha pen­sa­do que era mejor de­jar­lo atado y, ¿quié­nes somos no­so­tras para no estar de ac­uer­do? —Hattie ya estaba bus­can­do un pe­der­nal en el bol­si­llo de la puerta del ca­rr­ua­je—. ¿Y tus planes?

      Tenía mucho tiempo para llevar a cabo sus planes.

      —Solo le echaré un vis­ta­zo —re­pi­tió. Cuando el aceite de la lin­ter­na pren­dió, cerró la puerta y se volvió hacia el ca­rr­ua­je, la le­van­tó para ilu­mi­nar con un her­mo­so brillo dorado… —. ¡Oh, Dios mío!

      —Parece que no es un mal regalo des­pués de todo. —Nora ahogó la risa.

      El hombre tenía el rostro más her­mo­so que Hattie había visto nunca. El rostro más her­mo­so que nadie hu­b­ie­ra visto nunca. Se acercó más, dis­fru­tan­do de la cálida y bron­ce­a­da piel, de los pó­mu­los ele­va­dos, de la nariz larga y recta, de las líneas os­cu­ras de sus cejas y de las pes­ta­ñas inex­pli­ca­ble­men­te largas que arro­ja­ban som­bras, como un pecado, contra sus me­ji­llas.

      —¿Qué clase de hombre…? —se in­te­rrum­pió y negó con la cabeza.

      ¿Qué clase de hombre tenía ese as­pec­to?

      ¿Qué clase de hombre tenía ese as­pec­to y, de manera sor­pren­den­te, ate­rri­za­ba en el ca­rr­ua­je de Hattie Sedley, una joven que no estaba acos­tum­bra­da a estar cerca de hom­bres que tenían ese as­pec­to?

      —Me estás dando ver­güen­za ajena —dijo Nora—. Lo estás mi­ran­do fi­ja­men­te y con la boca ab­ier­ta.

      Hattie cerró la boca, pero no dejó de mi­rar­lo.

      —Hattie, te­ne­mos que irnos. —Nora hizo una pausa—. ¿O has cam­b­ia­do de opi­nión?

      La pre­gun­ta la trajo de vuelta

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