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en esta si­t­ua­ción. —Whit no picó el an­z­ue­lo. Ella arqueó las cejas—. Y aquí estoy yo, dis­p­ues­ta a ayu­dar­lo.

      —No ne­ce­si­to su ayuda.

      —Es bas­tan­te rudo, ¿sabe?

      Se re­sis­tió a que­dar­se bo­q­u­ia­b­ier­to.

      —Me han no­q­ue­a­do, me han atado y he des­per­ta­do en un ca­rr­ua­je des­co­no­ci­do.

      —Sí, pero debe ad­mi­tir que los acon­te­ci­m­ien­tos han tomado un giro in­te­re­san­te, ¿no? —Ella sonrió, el ho­y­ue­lo de su me­ji­lla de­re­cha era im­po­si­ble de ig­no­rar.

      —Bien —añadió ella viendo que él no res­pon­día—, en­ton­ces, me parece que está en un apr­ie­to, señor. —Hizo una pausa—. ¿Ve lo di­ver­ti­da que puedo llegar a ser, in­clu­so en un apr­ie­to? —añadió.

      Mien­tras, él ma­ni­pu­la­ba las cuer­das de sus mu­ñe­cas. Apre­ta­das, pero ya es­ta­ban aflo­ján­do­se. Elu­di­bles.

      —Veo lo im­pru­den­te que puede ser.

      —Al­gu­nos me en­c­uen­tran en­can­ta­do­ra.

      —No en­c­uen­tro nada en­can­ta­dor en esta si­t­ua­ción —con­tes­tó mien­tras con­ti­n­ua­ba ma­ni­pu­lan­do las cuer­das, pre­gun­tán­do­se qué le lle­va­ba a dis­cu­tir con aq­ue­lla char­la­ta­na.

      —Es una lás­ti­ma. —Pa­re­cía que lo decía en serio, pero, antes de que se le ocu­rr­ie­ra qué res­pon­der, ella siguió ha­blan­do—. No im­por­ta. Aunque no lo admita, ne­ce­si­ta ayuda y, como está atado y yo soy su com­pa­ñe­ra de viaje, me temo que está atado a mí. —Se agachó, como si todo fuera per­fec­ta­men­te normal, y desató las cuer­das con un gesto hábil—. Tiene suerte de que sea bas­tan­te buena con los nudos.

      Gruñó su apro­ba­ción, es­ti­ran­do las pier­nas en el re­du­ci­do es­pa­c­io cuando se notó li­be­ra­do.

      —Y tiene otros planes para su cum­ple­a­ños.

      Dudó. Se ru­bo­ri­zó ante aq­ue­llas pa­la­bras.

      —Sí.

      —¿Qué clase de planes? —White nunca en­ten­de­ría qué le hacía seguir pre­s­io­nán­do­la.

      Los ri­dí­cu­los ojos, de un color im­po­si­ble y de­ma­s­ia­do gran­des para su cara, se en­tre­ce­rra­ron.

      —Planes que, por una vez, no im­pli­can arre­glar el de­sas­tre que lo haya dejado aquí atado.

      —La pró­xi­ma vez que me dejen in­cons­c­ien­te, tra­ta­ré que sea en un lugar que no se in­ter­pon­ga en su camino.

      Ella sonrió, el ho­y­ue­lo en la me­ji­lla apa­re­ció como una broma pri­va­da.

      —Bien pen­sa­do. —Y ella con­ti­nuó antes de que pu­d­ie­ra res­pon­der­le—. Aunque su­pon­go que no será un pro­ble­ma en el futuro. Cla­ra­men­te no nos mo­ve­mos en los mismos cír­cu­los.

      —Esta noche sí.

      Sus labios se con­vir­t­ie­ron en una lenta y franca son­ri­sa, y Whit no pudo evitar per­der­se en ella. El ca­rr­ua­je co­men­zó a dis­mi­n­uir la ve­lo­ci­dad, y ella apartó la cor­ti­na para aso­mar­se.

      —Ya casi hemos lle­ga­do —dijo en voz baja—. Es hora de que se vaya, señor. Estoy segura de que estará de ac­uer­do en que nin­gu­no de no­so­tros tiene in­te­rés en que lo des­cu­bran.

      —Mis manos —dijo él, aun cuando las cuer­das ya no ejer­cí­an pre­sión sobre sus mu­ñe­cas.

      —No puedo arr­ies­gar­me a que se vengue. —Negó con la cabeza.

      Él se en­fren­tó a su mirada sin du­dar­lo.

      —Mi ven­gan­za no es un riesgo. Es una cer­te­za.

      —No tengo nin­gu­na duda al res­pec­to. Pero no puedo arr­ies­gar­me a que lo haga a través de mí. No esta noche. —Estiró la mano hacia la ma­ni­lla de la puerta, ha­blán­do­le al oído por encima del ruido de las ruedas y de los ca­ba­llos—. Como he dicho…

      —Tiene planes —ter­mi­nó, vol­vién­do­se hacia ella, in­ca­paz de re­sis­tir su aroma, como la dulce ten­ta­ción de una tarta de al­men­dras.

      —Sí. —Ella lo miró fi­ja­men­te.

      —Cuén­te­me su plan y la dejaré ir. —La en­con­tra­ría.

      Esa pre­c­io­sa son­ri­sa de nuevo.

      —Es usted muy arro­gan­te, señor. ¿Debo re­cor­dar­le que soy yo quien lo está de­jan­do ir?

      —¡Dí­ga­me­lo! —Su orden sonó ruda.

      Vio que algo cam­b­ia­ba en ella. Vio cómo la in­de­ci­sión se con­ver­tía en cu­r­io­si­dad. En va­len­tía. Y en­ton­ces, como un regalo, su­su­rró:

      —Tal vez de­be­ría mos­trár­se­lo.

      «¡Dios, sí!».

      Ella lo besó, pre­s­io­nan­do sus labios contra los de él, de un modo suave, dulce e inex­per­to; sabía como el vino, ten­ta­do­ra como el in­f­ier­no. Le llevó el doble de tiempo li­be­rar sus manos. Quería mos­trar a esta ex­tra­ña y cu­r­io­sa mujer lo que estaba dis­p­ues­to a hacer para co­no­cer sus planes.

      Ella lo liberó pri­me­ro. Notó un tirón en sus mu­ñe­cas y las cuer­das se sol­ta­ron con un ligero chas­q­ui­do antes de que Hattie re­ti­ra­ra los labios. Él abrió los ojos, vio el brillo de una pe­q­ue­ña navaja en su mano. Ella había cam­b­ia­do de opi­nión. Lo había sol­ta­do.

      Para que pu­d­ie­ra abra­zar­la. Para re­a­nu­dar el beso. Sin em­bar­go, como le había ad­ver­ti­do, tenía otros planes.

      Antes de que pu­d­ie­ra to­car­la, el ca­rr­ua­je se detuvo al doblar una es­q­ui­na, y ella abrió la puerta.

      —Adiós.

      El ins­tin­to hizo que Whit girara mien­tras caía, agachó la bar­bi­lla, pro­te­gió su cabeza y rodó, aunque tenía en mente solo una cosa:

      «Se está es­ca­pan­do… ».

      Chocó contra la pared de una ta­ber­na cer­ca­na dis­per­san­do al grupo de hom­bres que había de­lan­te de ella.

      —¡Eh! —gritó uno sa­l­ien­do a su en­c­uen­tro—. ¿Todo bien, her­ma­no?

      Whit se puso de pie sa­cu­d­ien­do los brazos, echó los hom­bros hacia atrás, se estiró para com­pro­bar mús­cu­los y huesos y se ase­gu­ró de que todo fun­c­io­na­ba bien, antes de sacar dos re­lo­jes de su bol­si­llo y ver qué hora era. Las nueve y media.

      —¡Vaya! Nunca he visto a nadie re­cu­pe­rar­se tan rápido de algo así —dijo el hombre, ex­ten­d­ien­do la mano para darle una pal­ma­da en el hombro. Sin em­bar­go, se detuvo antes de llegar a su ob­je­ti­vo, cuando los ojos se po­sa­ron en la cara de Whit, en­san­chán­do­se in­me­d­ia­ta­men­te en señal de re­co­no­ci­m­ien­to. La ca­li­dez se con­vir­tió en miedo cuando el hombre dio un paso atrás.

      —Bestia…

      Whit le­van­tó la bar­bi­lla al es­cu­char su nombre, la re­a­li­dad lo golpeó.

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