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de que Hattie se bajara—. Creía que no de­seá­ba­mos su muerte.

      Hattie posó los dedos sobre la más­ca­ra de seda que se aca­ba­ba de poner.

      —No está muerto.

      Se había aso­ma­do por la puerta del ca­rr­ua­je el tiempo su­fi­c­ien­te para ase­gu­rar­se de ello, el tiempo pre­ci­so para ma­ra­vi­llar­se por la forma en que había rodado antes de po­ner­se en pie, como si es­tu­v­ie­ra ha­bi­t­ua­do a ser ex­pul­sa­do a em­pu­jo­nes de todo tipo de ca­rr­ua­jes.

      Supuso que podría ser una prác­ti­ca ha­bi­t­ual en él. No obs­tan­te, lo había mirado con­te­n­ien­do la res­pi­ra­ción hasta que se le­van­tó ileso.

      —¿Se des­per­tó, en­ton­ces? —pre­gun­tó Nora.

      Hattie asin­tió con la cabeza, acercó los dedos a sus labios, donde la sen­sa­ción de su firme y suave beso era un eco per­sis­ten­te, junto con el sabor de algo… ¿limón?

      —¿Y?

      —¿Y qué? —dijo mi­ran­do a su amiga.

      —¿Que quién es? —Nora puso los ojos en blanco.

      —No lo dijo.

      —No, su­pon­go que no lo hizo.

      «No, pero daría cual­q­u­ier cosa por sa­ber­lo».

      —De­be­rí­as pre­gun­tar­le a Augie. —Hattie miró a su amiga. ¿Había ha­bla­do en voz alta? Nora sonrió—. ¿Ol­vi­das que co­noz­co tu mente tan bien como la mía?

      Nora y Hattie eran amigas de toda la vida, o más de una, como decía la madre de Nora, que las había visto a las dos ju­gan­do debajo de la mesa en su jardín tra­se­ro, con­tán­do­se se­cre­tos. Eli­sa­beth Ma­de­well, du­q­ue­sa de Holy­mo­or, y la madre de Hattie habían sido amigas cuando no per­te­ne­cí­an aún a la aris­to­cra­c­ia. A nin­gu­na de las dos les habían dado una cálida bien­ve­ni­da, ya que el des­ti­no había in­ter­ve­ni­do para con­ver­tir a una actriz ir­lan­de­sa y a una de­pen­d­ien­ta de Bris­tol en du­q­ue­sa y con­de­sa, res­pec­ti­va­men­te. Así que ambas mu­je­res habían estado des­ti­na­das a ser amigas mucho antes de que el padre de Hattie re­ci­b­ie­ra su título vi­ta­li­c­io. Eran dos almas in­se­pa­ra­bles que lo hacían todo juntas, in­clu­yen­do a sus hijas, Nora y Hattie, que na­ci­das con se­ma­nas de di­fe­ren­c­ia y cr­ia­das como si fueran her­ma­nas, nunca tu­v­ie­ron la opor­tu­ni­dad de no amarse como tales.

      —Diré dos cosas —añadió Nora.

      —¿Solo dos?

      —Está bien. Dos por ahora. Me re­ser­va­ré el de­re­cho a decir más —rec­ti­fi­có Nora—: Pri­me­ro, espero que tengas razón y que no ha­ya­mos matado a ese hombre por ac­ci­den­te.

      —No lo hi­ci­mos —dijo Hattie.

      —Y, en se­gun­do lugar —Nora con­ti­nuó sin pausa—, la pró­xi­ma vez que su­g­ie­ra que de­je­mos a un hombre in­cons­c­ien­te en el bir­lo­cho y usemos mi tíl­bu­ri, usa­re­mos el mal­di­to tíl­bu­ri.

      —Si hu­bié­ra­mos uti­li­za­do tu tíl­bu­ri, po­drí­a­mos haber muerto —se burló Hattie—. Lo con­du­ces de­ma­s­ia­do rápido.

      —Siem­pre tengo con­trol total sobre el ca­rr­ua­je.

      Cuando sus madres mu­r­ie­ron con meses de di­fe­ren­c­ia —in­clu­so en eso iban a la par—, Nora acudió a ella en busca del con­s­ue­lo que no pudo en­con­trar en su padre ni en su her­ma­no mayor, pues eran hom­bres de­ma­s­ia­do aris­to­crá­ti­cos para per­mi­tir­se el lujo del dolor. Pero los Sedley, per­so­nas co­mu­nes que habían as­cen­di­do en la escala social, no se con­si­de­ra­ban para nada aris­to­crá­ti­cos y no tenían tal pro­ble­ma. Le habían hecho un hueco a Nora en su casa y en su mesa, y poco tiempo des­pués, ella empezó a pasar más noches en Sedley House que en su propia casa, algo que su padre y su her­ma­no no pa­re­c­ie­ron notar; del mismo modo que no se dieron cuenta de que empezó a gastar su dinero en bir­lo­chos y tíl­bu­ris para ri­va­li­zar con los con­du­ci­dos por los dandis más os­ten­to­sos de la so­c­ie­dad.

      A Nora le gus­ta­ba decir que una mujer que tomaba las rien­das de su propio ca­rr­ua­je era una mujer que tomaba las rien­das de su propio des­ti­no.

      Hattie no estaba del todo segura de eso, pero no negaba que valía la pena tener una amiga con una es­pe­c­ial ha­bi­li­dad para con­du­cir, sobre todo en las noches en las que no de­se­a­ba que los co­che­ros ha­bla­ran, algo que haría cual­q­u­ier co­che­ro si con­du­cía a dos hijas sol­te­ras de la aris­to­cra­c­ia hasta el ex­te­r­ior del 72 de Shel­ton Street. No im­por­ta­ba que el 72 de Shel­ton Street no pa­re­c­ie­ra, a pri­me­ra vista, un burdel.

      «¿Se­g­ui­rí­an lla­mán­do­se bur­de­les si eran para mu­je­res?».

      Hattie supuso que eso tam­po­co im­por­ta­ba mucho; el her­mo­so edi­fi­c­io no se pa­re­cía en nada a lo que ella ima­gi­na­ba que debían de ser sus ho­mó­lo­gos mas­cu­li­nos. De hecho, pa­re­cía cálido y aco­ge­dor, bri­lla­ba como un faro, con ven­ta­nas llenas de luz dorada y ma­ce­tas que col­ga­ban a cada lado de la puerta y arriba, en ma­ce­te­ros, en cada al­féi­zar, en las que ex­plo­ta­ban todos los co­lo­res oto­ña­les.

      A Hattie no se le es­ca­pa­ba que las ven­ta­nas es­ta­ban cu­b­ier­tas, algo bas­tan­te ra­zo­na­ble, ya que lo que su­ce­día dentro era de na­tu­ra­le­za pri­va­da.

      Le­van­tó una mano y com­pro­bó la po­si­ción de su más­ca­ra una vez más.

      —Si hu­bié­ra­mos venido en el tíl­bu­ri, nos ha­brí­an visto.

      —Su­pon­go que tienes razón. —Nora se en­co­gió de hom­bros y le brindó a Hattie una son­ri­sa—. Bueno, en­ton­ces, lo em­pu­jas­te fuera del ca­rr­ua­je…

      —No de­be­ría ha­ber­lo hecho. —Hattie se rio.

      —No vamos a volver para dis­cul­par­nos —dijo Nora, se­ña­lan­do la puerta con una mano—. ¿En­ton­ces? ¿Vas a entrar?

      Hattie res­pi­ró hondo y se volvió hacia su amiga.

      —¿Es una locura?

      —Ab­so­lu­ta­men­te —res­pon­dió Nora.

      —¡Nora!

      —Es una locura de las buenas. Tienes planes, Hattie. Y así es como se al­can­zan. Una vez que se llevan a cabo, no hay vuelta atrás. Y, fran­ca­men­te, te lo me­re­ces.

      —Tú tam­bién tienes planes, pero no has hecho nada así. —La voz de Hattie trans­mi­tía una ligera va­ci­la­ción.

      —No he tenido que ha­cer­lo. —Nora guardó si­len­c­io y se en­co­gió de hom­bros.

      El uni­ver­so había dotado a Nora de ri­q­ue­za, pri­vi­le­g­ios y de una fa­mi­l­ia a la que no pa­re­cía im­por­tar­le que usara ambos para coger la vida por los cuer­nos.

      Hattie no había tenido tanta suerte. No era el tipo de mujer de la que se es­pe­ra­ba que di­ri­g­ie­ra su propio des­ti­no. Pero, des­pués de esa noche, pre­ten­día mos­trar al mundo que tenía la in­ten­ción de ha­cer­lo. Aunque antes debía desha­cer­se de la única cosa que la re­te­nía.

      Así que, allí estaba. Se volvió hacia Nora.

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