Скачать книгу

lugar —dijo Nora se­ca­men­te.

      —Pero ¿por qué…? —Hattie miró a su amiga.

      —¿Por qué lo hacen? —com­ple­tó Nora.

      —Es que po­drí­an tener a… —«Cual­q­u­ie­ra que les gus­ta­ra».

      —Tú tam­bién po­drí­as. —Nora la miró ar­q­ue­an­do una de sus os­cu­ras cejas.

      No era cierto, por su­p­ues­to. Los hom­bres no la re­cla­ma­ban. Aunque dis­fru­ta­ban de su com­pa­ñía, eso sí. Des­pués de todo, le gus­ta­ban los barcos y los ca­ba­llos y tenía cabeza para los ne­go­c­ios y era lo su­fi­c­ien­te­men­te lista para di­ver­tir­se du­ran­te una cena o un baile. Pero cuando una mujer miraba y ha­bla­ba como lo hacía ella, los hom­bres eran más pro­pen­sos a darle pal­ma­di­tas en el hombro que a abra­zar­la apa­s­io­na­da­men­te. La buena y vieja Hattie, y había sido así in­clu­so cuando dis­fru­ta­ba de su pri­me­ra tem­po­ra­da y no era vieja en ab­so­lu­to.

      No dijo nada; Nora rompió el si­len­c­io.

      —Tal vez ellas tam­bién están bus­can­do algo… sin ata­du­ras. —Vieron a las mu­je­res gol­pe­ar en la puerta del 72 de Shel­ton Street, donde una pe­q­ue­ña ven­ta­na se abrió y se cerró antes de que lo hi­c­ie­ra la puerta, y ellas de­sa­pa­re­c­ie­ran dentro, de­jan­do la calle en si­len­c­io una vez más—. Tal vez esas mu­je­res tam­bién están in­ten­tan­do di­ri­gir sus pro­p­ios des­ti­nos.

      Un rui­se­ñor cantó y fue res­pon­di­do casi in­me­d­ia­ta­men­te por otro, a dis­tan­c­ia.

      «El Año de Hattie».

      —Muy bien, en­ton­ces de ac­uer­do.

      —Per­fec­to. —Su amiga sonrió.

      —¿Estás segura de que no deseas entrar?

      —¿Para hacer qué? —pre­gun­tó Nora con una risa—. Dentro no hay nada que me in­te­re­se. He pen­sa­do en dar una vuelta en el ca­rr­ua­je para ver si puedo su­pe­rar mi marca en Hyde Park.

      —¿Vuel­ves dentro de dos horas?

      —Aquí estaré. —Nora in­cli­nó la gorra de co­che­ro en un saludo y sonrió a Hattie—. Dis­fru­te, milady.

      Aquel había sido el plan de Hattie desde hacía meses, ¿no? Dis­fru­tar la pri­me­ra noche del resto de su vida, cerrar la puerta al pasado y atra­par el futuro con las manos. Des­pués de ha­cer­le un guiño a su amiga, se acercó al edi­fi­c­io con los ojos cla­va­dos en la pe­q­ue­ña ranura en medio de la enorme puerta de acero, que se abrió justo en el mo­men­to en el que llamó, por donde apa­re­c­ie­ron un par de ojos os­cu­ros que la eva­l­ua­ron al ins­tan­te.

      —¿Con­tra­se­ña?

      —Regina.

      La ranura se cerró. La puerta se abrió. Y Hattie entró.

      Le llevó un mo­men­to ajus­tar sus ojos al oscuro in­te­r­ior del edi­fi­c­io, un cambio bas­tan­te brusco, pues el ex­te­r­ior estaba bien ilu­mi­na­do, algo que ins­tin­ti­va­men­te le hizo to­car­se la más­ca­ra.

      —Si se la quita, no podrá que­dar­se —le ad­vir­tió la mujer que le había ab­ier­to la puerta. Era alta, es­bel­ta y her­mo­sa, con el pelo oscuro, los ojos más os­cu­ros to­da­vía y la piel más pálida que Hattie había visto jamás.

      —Soy… —Bajó la mano de la más­ca­ra.

      —Sa­be­mos quién es usted, milady. No hay ne­ce­si­dad de nom­bres. Su ano­ni­ma­to es una pr­io­ri­dad para no­so­tros. —La mujer sonrió.

      Hattie pensó que era la pri­me­ra vez que al­g­u­ien le decía que ella era una pr­io­ri­dad. Y le gustó bas­tan­te.

      —Oh… —res­pon­dió sin saber qué añadir—. Qué amable…

      La mujer se dio la vuelta, atra­ve­só una gruesa cor­ti­na y entró en la sala prin­ci­pal, donde estaba la re­cep­ción. Las tres mu­je­res que Hattie había visto fuera de­ja­ron de char­lar para es­tu­d­iar­la. Hattie co­men­zó a mo­ver­se hacia un sofá cer­ca­no que estaba vacío, pero su es­col­ta la detuvo para gu­iar­la a través de otra puerta.

      —Por aquí, milady.

      —Pero han lle­ga­do antes que yo —dijo mien­tras la seguía.

      —No tienen cita. —Una pe­q­ue­ña son­ri­sa asomó en los car­no­sos labios de aq­ue­lla be­lle­za. La idea de que al­g­u­ien pu­d­ie­ra apa­re­cer en un lugar como este sin previo aviso le pa­re­ció una locura. Des­pués de todo, eso sig­ni­fi­ca­ría que fre­c­uen­ta­ban el local… ¿cómo sería ser el tipo de mujer que no solo tenía acceso, sino que acudía re­gu­lar­men­te? Sig­ni­fi­ca­ría que las veces an­te­r­io­res lo había dis­fru­ta­do.

      La emo­ción la re­co­rrió cuando en­tra­ron en la ha­bi­ta­ción de al lado, más grande y ova­la­da, de­co­ra­da con ricas sedas de color rojo in­ten­so y bro­ca­dos do­ra­dos, exu­be­ran­tes ter­c­io­pe­los azules y ban­de­jas de plata car­ga­das de cho­co­la­tes y petits fours.

      A Hattie le gruñó el es­tó­ma­go; no había comido antes porque estaba de­ma­s­ia­do ner­v­io­sa.

      —¿Le gus­ta­ría tomar un re­fri­ge­r­io? —le pre­gun­tó su her­mo­sa es­col­ta vol­vién­do­se hacia ella.

      —No. Me gus­ta­ría ter­mi­nar con esto cuando antes. —En cuanto lo dijo, abrió los ojos como platos—. Esto es… quiero decir…

      —Lo en­t­ien­do. Sígame. —La mujer sonrió.

      Y la siguió a través de los la­be­rín­ti­cos pa­si­llos del edi­fi­c­io que, desde fuera, pa­re­cía en­ga­ño­sa­men­te pe­q­ue­ño dado lo amplio que era el in­te­r­ior. Su­b­ie­ron una gran es­ca­le­ra, y Hattie no pudo re­sis­tir­se a pasar los dedos por los re­ves­ti­m­ien­tos de las pa­re­des de seda color zafiro pro­fun­do con re­l­ie­ves de vides bor­da­dos en hilo de plata. Todo el lugar des­ti­la­ba lujo, aunque no de­be­ría ha­ber­se sor­pren­di­do por ello, ya que, des­pués de todo, había pagado una for­tu­na por dis­fru­tar del pri­vi­le­g­io de una cita.

      En aquel mo­men­to había pen­sa­do que estaba pa­gan­do por el se­cre­to, no por la ex­tra­va­gan­c­ia. Sin em­bar­go, estaba claro que ambos es­ta­ban in­cl­ui­dos en el precio.

      —¿Eres Dahlia? —dijo mien­tras miraba a su acom­pa­ñan­te llegar al final de la es­ca­le­ra y bajar por un pa­si­llo bien ilu­mi­na­do donde todas las puer­tas es­ta­ban ce­rra­das.

      El 72 de Shel­ton Street era pro­p­ie­dad de una mis­te­r­io­sa mujer, co­no­ci­da por las damas de la aris­to­cra­c­ia como Dahlia. Era con Dahlia con quien Hattie había man­te­ni­do co­rres­pon­den­c­ia du­ran­te varias noches. La que le había hecho un montón de pre­gun­tas sobre sus deseos y pre­fe­ren­c­ias, pre­gun­tas que Hattie apenas había podido res­pon­der por el ardor de sus me­ji­llas. Des­pués de todo, las mu­je­res como ella rara vez tenían la opor­tu­ni­dad de ex­plo­rar el deseo o tener pre­fe­ren­c­ias.

      «Ahora tengo pre­fe­ren­c­ias».

      El pen­sa­m­ien­to llegó con una imagen; la del hombre del ca­rr­ua­je, guapo, in­cons­c­ien­te y, luego, ya des­p­ier­to, in­ne­ga­ble­men­te bello.

Скачать книгу