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lo era. Había pocos hom­bres en el mundo que se pu­d­ie­ran com­pa­rar con el que ella había co­no­ci­do horas antes. Y eso sin saber que lle­va­ba un cu­chi­llo.

      Augie pa­re­cía sa­ber­lo. Porque, en vez de mos­trar bra­vu­co­ne­ría mas­cu­li­na, bajó la voz y dijo:

      —Ne­ce­si­to ayuda.

      —Por su­p­ues­to que la ne­ce­si­tas. —El co­men­ta­r­io sar­cás­ti­co llegó del fogón.

      —Cá­lla­te, Nora —dijo Augie—. Esto no es asunto tuyo.

      —Tam­po­co de­be­ría serlo de Hattie —señaló Nora—. Y, sin em­bar­go, aquí es­ta­mos.

      —¡Parad! ¡Los dos! —Hattie le­van­tó una mano.

      Lo hi­c­ie­ron, mi­la­gro­sa­men­te.

      —Habla. —Se volvió hacia Augie.

      —Perdí un car­ga­men­to.

      Hattie frun­ció el ceño y repasó los dia­r­ios de a bordo que había dejado en su es­cri­to­r­io ese día. No fal­ta­ba ningún envío en los re­gis­tros de su padre.

      —¿Qué qu­ie­res decir con «perder»?

      —¿Re­c­uer­das los tu­li­pa­nes? —Sa­cu­dió la cabeza. No había habido tu­li­pa­nes en un car­ga­men­to desde… —. Fue en verano —añadió.

      El barco había lle­ga­do car­ga­do con bulbos de tu­li­pa­nes recién lle­ga­dos de Am­be­res, ya mar­ca­dos para las pro­p­ie­da­des de toda Gran Bre­ta­ña. Augie había sido res­pon­sa­ble de la carga y la en­tre­ga. La pri­me­ra que había su­per­vi­sa­do des­pués de que su padre anun­c­ia­ra su plan de tras­pa­sar el ne­go­c­io. La pri­me­ra vez que su padre había in­sis­ti­do en que Augie di­ri­g­ie­ra una ope­ra­ción de prin­ci­p­io a fin para de­mos­trar su temple.

      —Los perdí.

      —¿Dónde? —No tenía sen­ti­do. Había visto el envío mar­ca­do como des­car­ga­do en los libros. El trans­por­te por tierra había sido mar­ca­do como com­ple­ta­do.

      —Pensé… —Sa­cu­dió la cabeza—. No sabía que tenían que ser en­tre­ga­dos in­me­d­ia­ta­men­te. Lo pos­pu­se. No pude en­con­trar los hom­bres para hacer el tra­ba­jo cuando llegó. Es­ta­ban tra­ba­jan­do en otra carga, así que los dejé apar­ta­dos.

      —En el al­ma­cén —dijo ella, y su her­ma­no asin­tió. —En la muerte del verano lon­di­nen­se. —El húmedo verano lon­di­nen­se.

      Otro asen­ti­m­ien­to.

      —¿Cuánto tiempo? —pre­gun­tó Hattie con un sus­pi­ro.

      —No lo sé. ¡Por el amor de Dios, Hattie, no era carne de vacuno. Eran unos mal­di­tos tu­li­pa­nes! ¿Cómo iba a saber que se pu­dri­rí­an?

      —¿Y luego qué? —Hattie pen­sa­ba que había mos­tra­do una in­men­sa mo­de­ra­ción porque, en re­a­li­dad, quería decir: «Sa­brí­as que se pu­dri­rí­an si le hu­b­ie­ses pres­ta­do una pizca de aten­ción al ne­go­c­io».

      —Sabía que ten­drí­a­mos que de­vol­ver el pago a los cl­ien­tes, y sabía que padre se pon­dría fu­r­io­so. —Su padre se habría eno­ja­do y habría hecho bien al ha­cer­lo. Una bodega llena de buenos tu­li­pa­nes ho­lan­de­ses valía al menos diez mil libras. Per­der­las les habría cos­ta­do pres­ti­g­io y dinero.

      Pero no lo habían per­di­do. De alguna manera, Augie lo había ocul­ta­do. El miedo se le agarró al es­tó­ma­go.

      —Augie…, ¿qué hi­cis­te?

      —Se su­po­nía que solo iba a ser una vez. —Sa­cu­dió la cabeza mi­ran­do a los pies.

      Hattie se volvió hacia Nora, que había re­nun­c­ia­do a cual­q­u­ier pre­ten­sión de no pres­tar aten­ción. Cuando su amiga se en­co­gió de hom­bros, se volvió hacia su her­ma­no.

      —¿Qué se supone que solo debía ser una vez? —dijo.

      —Tuve que de­vol­ver el dinero a los cl­ien­tes. Sin que papá lo des­cu­br­ie­se. Y luego, en­con­tré una salida. —Miró hacia arriba bus­can­do sus ojos—. Me en­con­tré con su ruta de en­tre­ga.

      «Se llevó algo mío», esas habían sido las pa­la­bras de Bestia.

      Nora soltó una suave mal­di­ción.

      —Le ro­bas­te —dijo Hattie con­te­n­ien­do el al­ien­to.

      —Fue solo…

      —¿Cuán­tas veces? —No lo dejó ter­mi­nar.

      —Pagué la deuda con el pri­me­ro —con­fe­só.

      —Pero no te de­tu­vis­te. —Augie abrió la boca. La cerró. Por su­p­ues­to que no se había de­te­ni­do. Ahora era ella la que mal­de­cía—. ¿Cuán­tas veces?

      —Esta noche fue la cuarta —dijo mos­tran­do el miedo en sus ojos.

      —Cuatro veces. —Hizo una mueca—. Les has robado cuatro veces… Es un mi­la­gro que no te hayan matado.

      —Espera —dijo Nora desde el otro lado de la cocina—, ¿cómo so­me­tis­te a ese hombre?

      —¿Qué sig­ni­fi­ca eso? —Él frun­ció el ceño.

      —Augie, ese hombre es el doble de grande que tú y te clavó un cu­chi­llo en el muslo —señaló Nora mien­tras le echaba una mirada.

      —Rus­sell lo noqueó —ad­mi­tió, algo be­li­ge­ran­te.

      Por su­p­ues­to que aq­ue­llos dos habían pro­vo­ca­do un nuevo de­sas­tre. Y ahora, como siem­pre, le tocaba a Hattie re­sol­ver­lo.

      —De­be­ría ser ilegal si­q­u­ie­ra que os ha­bla­s­eis. Os hacéis menos in­te­li­gen­tes el uno al otro. —Miró al techo con la mente ace­le­ra­da y luego sus­pi­ró—. Lo has com­pli­ca­do todo.

      —Lo sé —dijo su her­ma­no, y se pre­gun­tó si re­al­men­te lo sabía.

      —¿Qué me di­jis­te de él? ¿de Bestia?

      Augie la miró a los ojos y ella vio pre­o­cu­pa­ción en ellos.

      —Viene a por ti, Augie. Es un mi­la­gro que no te haya en­con­tra­do to­da­vía. Pero lo que has hecho esta noche ha sido in­men­sa­men­te es­tú­pi­do. ¿Qué te llevó a atarlo? ¡Y en el ca­rr­ua­je, por el amor de Dios!

      —No estaba pen­san­do. Me aca­ba­ban de apu­ña­lar. Y Rus­sell…

      —¡Ah, sí. Rus­sell! —lo in­te­rrum­pió—. Él tam­bién está aca­ba­do. Ponle fin a esto ya. No ven­de­re­mos otra gota de su carga. ¿Dónde está el car­ga­men­to que ro­bas­te esta noche?

      —Rus­sell se lo ha lle­va­do a nues­tro com­pra­dor.

      —Otro bri­llan­te mo­vi­m­ien­to tác­ti­co, sin duda. ¿Quién es? —Ella alzó una ceja.

      —No quiero que te in­vo­lu­cres en esto. —Si era po­si­ble, su her­ma­no se puso aun más pálido.

      —Como si no es­tu­v­ie­ra ya in­vo­lu­cra­da hasta el fondo por tu culpa.

      —No tienes ni idea de lo pro­fun­do que es. Ese tipo no está cuerdo. —Augie sa­cu­dió la cabeza.

      —¿Ahora

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