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la vista la muñeca cu­b­ier­ta de man­chas de tinta, re­c­uer­do de su tarde en las ofi­ci­nas exa­mi­nan­do los libros de con­ta­bi­li­dad. Ella re­tor­ció la mano para ocul­tar aq­ue­llas feas marcas, pero él se lo im­pi­dió. En vez de eso, las es­tu­dió du­ran­te un mo­men­to, las aca­ri­ció con temor con su pulgar, como si que­ma­ran como una llama, antes de volver a poner la mano en su hombro. Sus dedos, ahora des­nu­dos, al­can­za­ron el lugar donde su cuello se en­con­tra­ba con la cálida piel de su nuca. De­ses­pe­ra­do por sentir sus dedos, soltó un gru­ñi­do de placer cuando la piel de ella rozó la de él. Se olvidó de la tinta.

      —Antes, esto —dijo Whit.

      Al­g­u­ien más debió re­pli­car, porque con se­gu­ri­dad no fue ella quien hundió los dedos en su pelo negro y rizado, ti­ran­do de él.

      —¿Y ahora me darás lo que quiero? —exigió ella a la vez.

      Pero fue ella quien lo re­ci­bió, su beso la re­cla­mó mien­tras des­li­za­ba una mano para apre­tar­la contra él, le le­van­tó un muslo hasta su cadera, apre­tán­do­le la es­pal­da contra el grueso poste de ébano.

      Su lengua la aca­ri­ció, la in­va­dió, y ella la re­ci­bió con an­s­ie­dad, acom­pa­san­do sus mo­vi­m­ien­tos con los de él, apren­d­ien­do. Ab­sor­bién­do­lo todo. Debió de ha­cer­lo bien, porque él gruñó de nuevo —un sonido que le pa­re­ció un puro tr­iun­fo—, y se apretó contra ella, rudo y per­fec­to, en­ca­jan­do sus muslos, ha­c­ien­do que se fijara en un ex­tra­ño dolor justo allí, un dolor que, estaba segura, él podía curar. Ojalá él…

      Le arrasó la boca con una mal­di­ción, una pa­la­bra que la atra­ve­só y la hizo sentir pro­vo­ca­do­ra, ma­ra­vi­llo­sa e in­men­sa­men­te po­de­ro­sa. Una pa­la­bra que no le hizo querer dejar de hacer lo que estaba ha­c­ien­do. Y no lo hizo, así que empujó sus ca­de­ras contra las de él de nuevo y au­men­tó la pre­sión, de­se­an­do que sus faldas de­sa­pa­re­c­ie­ran.

      —¿Aquí? —su­su­rró Whit des­pués de su­bir­le la bar­bi­lla con el pulgar para le­van­tar­le el rostro y posar sus labios sobre la suave piel del cuello. Luego la besó desde la parte in­fe­r­ior de la man­dí­bu­la hasta la oreja. «Sí»—. Mmm. ¿Aquí? —Con­ti­nuó ba­jan­do por el cuello. Un viaje glo­r­io­so. Un de­li­c­io­so la­me­ta­zo. «Sí»—. ¿Más?

      «Más». Se es­tre­chó contra él. ¿Había sol­ta­do un que­ji­do?

      —Po­bre­ci­ta… —gruñó él. La apretó un poco más y elevó sus pies del suelo. «¿Cómo era tan fuerte?». No im­por­ta­ba. Le rozó el borde de su ves­ti­do, la tela estaba de­ma­s­ia­do tensa. De­ma­s­ia­do ti­ran­te. De­ma­s­ia­do apre­ta­da—. Esto parece in­có­mo­do. —Pasó la lengua sobre la curva ca­l­ien­te y llena de sus pechos, po­nién­do­los, si cabe, aún más ca­l­ien­tes; si cabe, aún más llenos. Ella jadeó.

      —Hazlo. —Aq­ue­lla per­so­na, que no era Hattie, habló de nuevo. Él no dudó en obe­de­cer­la: la colocó sobre el alto borde de la cama y acercó sus po­de­ro­sos dedos al borde del cor­pi­ño. Ella abrió los ojos, miró hacia abajo y vio las fuer­tes manos de él sobre la bri­llan­te seda.

      Re­gre­só la cor­du­ra. Se­gu­ra­men­te no era lo su­fi­c­ien­te­men­te fuerte para…

      El ves­ti­do se rasgó como si fuese papel al con­tac­to con sus manos, el aire frío la atrapó, y en­ton­ces…

      Fuego.

      Labios. Lengua.

      Placer.

      No podía dejar de mirar. Nunca había visto nada pa­re­ci­do. El hombre más bello que hu­b­ie­ra visto jamás de­di­ca­do por com­ple­to a su placer. El aire salió de sus pul­mo­nes mien­tras lo miraba, sin saber qué era lo que más le gus­ta­ba: verlo o sen­tir­lo…

      Verse a sí misma su­je­tán­do­lo por el pelo, atr­a­yén­do­lo. Guián­do­lo con sus manos para que le diera placer.

      O el sonido de su ex­ci­ta­ción, de su deseo.

      Había ido más allá de lo que había ima­gi­na­do. Aquel hombre había ido más allá de lo que ella había ima­gi­na­do. Al pen­sar­lo, lo atrajo de nuevo, sus dedos as­ie­ron su pelo, tiró de él hasta que vol­v­ie­ron a be­sar­se. Esta vez, sin em­bar­go, fue ella la que lamió sus labios. Fue él quien se abrió a ella. Ella la que saqueó. Él el que se so­me­tió.

      Y fue glo­r­io­so.

      Las manos mas­cu­li­nas lle­ga­ron a sus pechos, sus pul­ga­res bus­ca­ron sus eri­za­dos pe­zo­nes, que aca­ri­ció y pe­lliz­có hasta que ella jadeó y se re­tor­ció contra él, per­di­da en él.

      Y ni si­q­u­ie­ra sabía su nombre.

      La idea la pa­ra­li­zó.

      «Ni si­q­u­ie­ra sé su nombre».

      —Espera. —Se apartó de él, la­men­tan­do la de­ci­sión al se­gun­do, cuando la soltó sin du­dar­lo; su con­tac­to de­sa­pa­re­ció como si nunca hu­b­ie­ra exis­ti­do. Él dio un paso atrás.

      Se cerró el cor­pi­ño sobre los pechos, que pro­tes­ta­ron, y cruzó los brazos, su hambre re­gre­só con un gran pin­cha­zo de dolor en todos aq­ue­llos lu­ga­res en que se habían tocado. Sus labios co­men­za­ron a hor­mi­g­ue­ar, su beso pa­re­cía un fan­tas­ma. Se lamió los labios y la mirada ámbar de él se posó en su boca. Tam­bién pa­re­cía ham­br­ien­to mien­tras la es­cu­cha­ba.

      —No sé tu nombre.

      —Bestia. —Por una vez, no dudó.

      —¿Perdón? —Había es­cu­cha­do mal.

      —Me llaman Bestia.

      —Eso es… —Sa­cu­dió la cabeza. Buscó la pa­la­bra—. Ri­dí­cu­lo.

      —¿Por qué?

      —Porque… tú eres el hombre más guapo que he visto jamás. —Hizo una pausa—. Eres el hombre más per­fec­to que cual­q­u­ie­ra haya visto jamás. Em­pí­ri­ca­men­te ha­blan­do.

      —No es normal que una dama diga cosas así. —Arqueó las cejas, alzó una mano y se la pasó por el ca­be­llo hasta llegar a la nuca. ¿Era po­si­ble que es­tu­v­ie­ra sin­t­ien­do ver­güen­za?

      —Pero es que es obvio. Como el calor o la lluvia. Pero su­pon­go que la gente señala lo evi­den­te cada vez que te llaman con ese ab­sur­do apodo. Me ima­gi­no que se supone que es iró­ni­co.

      —No lo es —dijo, ba­jan­do la mano.

      —No lo en­t­ien­do. —Par­pa­deó.

      —Lo harás.

      —¿Lo haré? —La pro­me­sa la re­co­rrió cau­sán­do­le in­q­u­ie­tud.

      —Los que me roban, los que ame­na­zan lo que es mío, ellos co­no­cen la verdad. —Se acercó de nuevo y le cubrió la me­ji­lla con la palma de la mano, ha­c­ien­do que ella qui­s­ie­ra en­tre­gar­se al calor de él.

      Su co­ra­zón co­men­zó a ace­le­rar­se. Se re­fe­ría a Augie. Este no era un hombre que cas­ti­ga­ra a medias. Cuando fuera a por su her­ma­no, no ten­dría ningún reparo. Su her­ma­no era un ver­da­de­ro im­bé­cil, pero ella no quería que su­fr­ie­ra. O algo peor. No, lo que fuera que Augie hu­b­ie­ra hecho, lo que fuera que hu­b­ie­ra robado, ella se lo de­vol­ve­ría.

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