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la pun­za­da de tris­te­za que la in­va­dió al en­ten­der­lo, fingió no notar el es­co­zor en los ojos ni el in­di­c­io de una emo­ción no de­se­a­da en su gar­gan­ta. Cruzó con más fuerza los brazos sobre el pecho y pasó por de­lan­te de él hasta donde se había dejado el chal.

      Una vez en­v­uel­ta en la rica tela de color tur­q­ue­sa, se volvió hacia él, que miró al lugar donde el chal cubría el ves­ti­do des­ga­rra­do que ella misma le había exi­gi­do rasgar.

      Hattie res­pi­ró hondo. Si podía decir una cosa, tam­bién podía decir otra.

      —Me parece, señor, que usted pre­fe­ri­ría hablar de ne­go­c­ios. —El arqueó una de sus os­cu­ras cejas con cu­r­io­si­dad—. No negaré que sé quién ha tenido algo que ver con la «si­t­ua­ción» de esta noche. Los dos somos de­ma­s­ia­do in­te­li­gen­tes para jugar al gato y al ratón.

      Él asin­tió con un gru­ñi­do.

      —Iré a buscar lo que ha per­di­do. Se lo de­vol­ve­ré. Por un precio —le ofre­ció.

      —Tu vir­gi­ni­dad. —La ob­ser­vó du­ran­te un largo ins­tan­te.

      —Usted quiere un cas­ti­go; yo quiero un futuro. Hace dos horas, estaba pre­pa­ra­do para una es­pe­c­ie de tran­sac­ción, así que ¿por qué no ahora? —Hattie hizo un gesto de asen­ti­m­ien­to que él no res­pon­dió, así que le­van­tó la bar­bi­lla ne­gán­do­se a dejar que viera su de­cep­ción—. No hay ne­ce­si­dad de fingir que de­se­a­ba ha­cer­lo por la bondad de su co­ra­zón. No soy una in­ge­n­ua. Tengo ojos y un espejo.

      Sin em­bar­go, lo había sido por un mo­men­to. Casi la había en­ga­ña­do para que hi­c­ie­ra ese papel.

      —Y usted no es un ca­ba­lle­ro de bri­llan­te ar­ma­du­ra, an­s­io­so de cor­te­jar­me. —Si­len­c­io. Mal­di­to si­len­c­io—. ¿Verdad?

      —No lo soy. —Whit se apoyó en el poste de la cama y cruzó los brazos.

      El hombre podría al menos haber fin­gi­do. Pues no. No quería fingir. Pre­fe­ría la sin­ce­ri­dad.

      —¿Y en­ton­ces? —La ob­ser­vó du­ran­te un largo rato; aq­ue­llos ojos in­fer­na­les que lo veían todo se ne­ga­ban a qui­tar­le la vista de encima —. ¿Quién eres?

      —Hattie —dijo en­co­g­ien­do le­ve­men­te los hom­bros.

      —¿Tienes un ape­lli­do?

      —Todos te­ne­mos ape­lli­dos. —No iba a de­cír­se­lo.

      —Mmm. —Hizo una pausa—. Así que me ofre­ces el nombre de mi ene­mi­go, aunque no el tuyo, a cambio de un polvo.

      —Si piensa que me va a aco­bar­dar con su len­g­ua­je, no fun­c­io­na­rá. —No se es­can­da­li­zó por sus pa­la­bras—. Crecí en los mue­lles. —Había jugado en los apa­re­jos de los barcos de su padre.

      —No eres del arroyo. —La miró en­tre­ce­rran­do los ojos—. ¿O sí? ¿Quién eres? —No se sor­pren­dió de que no le res­pon­d­ie­ra.

      —No im­por­ta. El hecho es que me cre­c­ie­ron los dien­tes es­cu­chan­do el len­g­ua­je soez de los ma­ri­ne­ros y los es­ti­ba­do­res, así que no me sor­pren­de. —Apretó el chal con fuerza sobre su torso y es­tu­dió a aquel hombre, al que había en­con­tra­do atado en su ca­rr­ua­je, que pen­sa­ba que su her­ma­no era un ene­mi­go y que se lla­ma­ba a sí mismo Bestia. De manera iró­ni­ca.

      De­be­ría irse. Ter­mi­nar la noche antes de que fuera más lejos. Volver en otro mo­men­to y re­a­nu­dar el Año de Hattie con otro hombre.

      Pero no de­se­a­ba a otro hombre, no des­pués de que este la besara tan bien.

      —No le daré un nombre. Pero le de­vol­ve­ré lo que haya per­di­do. —Iría a su casa, re­sol­ve­ría el papel de Augie en este asunto, re­co­ge­ría lo que fuera que le hu­b­ie­ra qui­ta­do a aquel hombre y se lo de­vol­ve­ría.

      —Pro­ba­ble­men­te sea lo mejor.

      —¿Por qué? —Alivio, luego in­cer­ti­dum­bre.

      —Si me das el nombre, serás la res­pon­sa­ble cuando lo des­tru­ya.

      Su co­ra­zón pal­pi­tó con aq­ue­llas pa­la­bras. Des­tr­uir a Augie era des­tr­uir el ne­go­c­io de su padre. Des­tr­uir su ne­go­c­io.

      De­be­ría ter­mi­nar con aq­ue­llo. No volver a ver a aquel hombre. Ignoró la de­cep­ción que le causó la idea.

      —Si no le in­te­re­sa mi oferta, en­ton­ces de­be­ría irse. Tengo una cita. —Tal vez aún pu­d­ie­ra salvar la noche.

      No era que ella de­se­a­se a Nelson. No im­por­ta­ba. Era un medio para un fin.

      —No. —Un mús­cu­lo se movió en la per­fec­ta y cua­dra­da man­dí­bu­la mas­cu­li­na.

      —En­ton­ces, ¿qué?

      —No estás en po­si­ción de ha­cer­me una oferta. —La al­can­zó una vez más, sus largos y cá­li­dos dedos se des­li­za­ron por su nuca, de­ses­ta­bi­li­zán­do­la lo su­fi­c­ien­te para que ella ap­o­ya­se las manos en su pecho para no caer—. Yo con­si­go todo… —Atrapó su res­pi­ra­ción con sus labios, en un firme y cálido tor­be­lli­no de placer. Rompió el beso—… lo que es mío —gruñó.

      Lo que fuera que su her­ma­no hu­b­ie­se robado.

      —Sí. —Ella se en­con­tró con sus labios de nuevo. Sus­pi­ró cuando sus len­g­uas se en­re­da­ron en una larga y lenta danza. Él se retiró—. Lo que es suyo. —Su vir­gi­ni­dad—. Sí —su­su­rró, po­nién­do­se de pun­ti­llas para otro beso.

      —¿Y el nombre? —Casi se rindió a ella.

      —No. —Nunca. Hattie sa­cu­dió la cabeza. Lo acer­ca­ría de­ma­s­ia­do a todo lo que le im­por­ta­ba.

      —Yo no pierdo, amor. —Arqueó una de sus cejas os­cu­ras.

      —¿Ne­ce­si­to re­cor­dar­te que te eché de un ca­rr­ua­je en marcha? Yo tam­po­co pierdo. —Ella sonrió, le des­li­zó las manos por el pelo y tiró de él para atra­er­lo. Lo besó pro­fun­da­men­te. Estaba dis­fru­tan­do al máximo.

      No estaba segura de si él sentía o es­cu­cha­ba un es­tr­uen­do en su pecho. Tam­po­co estaba segura de que fuera una risa, pero quería que lo fuera cuando la le­van­tó en el aire y se volvió hacia la cama una vez más. «Para cum­plir con su trato».

      La dejó en el col­chón y se in­cli­nó sobre ella para apo­de­rar­se de sus labios de nuevo; Hattie no pudo con­te­ner su sus­pi­ro de placer antes de que la sol­ta­ra y la besara en la me­ji­lla, junto a la oreja.

      —¿Ne­ce­si­to re­cor­dar­te que te he en­con­tra­do? —su­su­rró él. Le rozó el lóbulo con los dien­tes y ella jadeó—. Una aguja en el pajar de Covent Garden.

      —Casi una aguja. —Ella bri­lla­ba como un faro. Desde el prin­ci­p­io.

      —Es­pe­ran­do a un hombre que cum­pl­ie­se tus… ¿cómo los lla­mas­te? ¿Re­q­ui­si­tos? —La ignoró.

      Sus re­q­ui­si­tos habían cam­b­ia­do. Y él lo sabía.

      —Me han dicho que Nelson es ex­tre­ma­da­men­te mi­nu­c­io­so.

      Ella

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