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a cual­q­u­ie­ra con un cuerpo capaz y un gancho fuerte, sin im­por­tar el nombre, el lugar de pro­ce­den­c­ia o la for­tu­na.

      Los Bas­tar­dos nunca habían tenido mo­ti­vos para hacer ne­go­c­ios con Sedley, ya que él se de­di­ca­ba en ex­clu­si­va al tras­la­do de mer­can­cí­as, pagaba sus im­p­ues­tos y man­te­nía su ne­go­c­io sa­ne­a­do, lejos de toda sos­pe­cha. Sin armas. Sin drogas. Sin per­so­nas. Las mismas reglas con las que ju­ga­ban ellos, aunque los Bas­tar­dos ju­ga­ban en la mugre: su con­tra­ban­do se es­pe­c­ia­li­za­ba en el al­co­hol y el papel, el cris­tal y las pe­lu­cas y cual­q­u­ier otra cosa gra­va­da más allá de la razón por la Corona. Y no tenían miedo de de­fen­der­se con la fuerza.

      La idea de que Che­ad­le pu­d­ie­ra ha­ber­los ata­ca­do era in­com­pren­si­ble. Pero Che­ad­le y su atre­vi­da hija no es­ta­ban solos.

      —Es cosa del hijo —dijo Whit. August Sedley era, según todos los in­di­c­ios, un im­bé­cil in­do­len­te, pri­va­do de la ética y el res­pe­to que su padre sentía por el tra­ba­jo.

      —Podría ser —dijo Fe­li­city—. Nadie sabe mucho de él. Es en­can­ta­dor pero no muy in­te­li­gen­te.

      Lo que sig­ni­fi­ca­ba que el joven Sedley ca­re­cía del sen­ti­do común ne­ce­sa­r­io para en­ten­der que en­fren­tar­se a los cri­mi­na­les más co­no­ci­dos y que­ri­dos de Covent Garden no era algo que se pu­d­ie­ra hacer a la ligera. Si el her­ma­no de Hattie estaba detrás de los asal­tos, solo podía sig­ni­fi­car una cosa.

      —Ewan tiene al her­ma­no ha­c­ien­do su tra­ba­jo y la her­ma­na pro­te­ge a su fa­mi­l­ia. —Diablo tam­bién lo en­ten­dió así.

      Whit co­no­cía el precio de eso. Gruñó ex­pre­san­do su ac­uer­do.

      —Ella se eq­ui­vo­ca —dijo Diablo, gol­pe­an­do su bastón contra el suelo otra vez y mi­ran­do a Jamie—. Esto se acabó. Nos en­car­ga­re­mos del hijo, del padre y de toda la mal­di­ta fa­mi­l­ia si es ne­ce­sa­r­io. Nos con­du­ci­rán hasta Ewan, y pon­dre­mos fin a eso. —Lle­va­ban dos dé­ca­das lu­chan­do contra Ewan. Es­con­dién­do­se de él. Pro­te­g­ien­do a Grace de él.

      —A Grace no le gus­ta­rá —dijo Fe­li­city en voz baja. Hacía una vida, Diablo y Whit habían hecho una pro­me­sa sin­gu­lar a su her­ma­na: no harían daño a Ewan. No im­por­ta­ba que fuera el cuarto de su banda y que los hu­b­ie­ra tr­ai­c­io­na­do más allá de la razón. Grace lo había amado. Y les había hecho pro­me­ter que nunca lo to­ca­rí­an.

      —Grace tendrá que pasar por esto. Ahora viene a por algo más que a por no­so­tros. A por algo más que su pasado. Ahora viene a por nues­tros hom­bres. —Grace no for­ma­ba parte de eso. Whit negó con la cabeza.

      Iba a por el mundo que los Bas­tar­dos pro­te­ge­rí­an a toda costa. Era hora de ter­mi­nar con ello.

      —Yo lo haré. —Whit miró a su her­ma­no.

      Un golpe en la puerta del edi­fi­c­io acom­pa­ñó estas úl­ti­mas pa­la­bras; el sonido se es­cu­chó amor­ti­g­ua­do en la dis­tan­c­ia. Otro cuerpo, sin duda. Siem­pre había al­g­u­ien que ne­ce­si­ta­ba cui­da­dos en el Garden y se con­de­na­ría si dejaba que un aris­tó­cra­ta con título sumara más muer­tos a su cuenta.

      —¿Todo? —Los her­ma­nos se mi­ra­ron fi­ja­men­te.

      —El ne­go­c­io, el nombre, todo lo que tenga valor. Lo de­rri­ba­ré. —El joven Sedley se había cru­za­do en el camino de los Bas­tar­dos y, con ello, había cavado su propia tumba.

      —¿Y lady Hen­r­iet­ta? —dijo Fe­li­city, lle­van­do a Whit al límite con la men­ción del tra­ta­m­ien­to ho­no­rí­fi­co. No le gus­ta­ba como aris­tó­cra­ta; la pre­fe­ría como Hattie—. ¿Crees que ella forma parte de esto? ¿Crees que tra­ba­ja con Ewan?

      —No. —Esa res­p­ues­ta lo re­co­rrió de arriba abajo.

      —¿Cómo lo sabes? —pre­gun­tó Diablo mien­tras lo ob­ser­va­ba de­te­ni­da­men­te.

      —Lo sé.

      No era su­fi­c­ien­te.

      —Ella nos en­tre­ga­rá a su her­ma­no.

      —¿Acaso tú re­nun­c­ia­rí­as a los tuyos? —Diablo lo miró en si­len­c­io.

      Whit apretó los dien­tes.

      —¿Y si no lo hace? —pre­gun­tó Fe­li­city—. ¿Qué pasará con ella, en­ton­ces?

      —En­ton­ces será un daño co­la­te­ral —dijo Diablo. Whit ignoró el dis­gus­to que le pro­vo­ca­ron aq­ue­llas pa­la­bras.

      —¿No es eso lo que yo fui una vez? —Fe­li­city miró a su marido.

      —Por un ins­tan­te, amor. Y fue su­fi­c­ien­te como para que re­cu­pe­ra­se el sen­ti­do común. —Diablo tuvo el de­ta­lle de pa­re­cer dis­gus­ta­do.

      —Si ella es el ene­mi­go, tam­bién me en­car­ga­ré —dijo Whit.

      —¿Sí? —Diablo arqueó una ceja.

      «Eres muy in­con­ve­n­ien­te». «Es el Año de Hattie».

      Re­cor­dó frag­men­tos de la con­ver­sa­ción en el ca­rr­ua­je.

      —Aunque no sea el ene­mi­go —señaló Diablo—, pro­te­ge al hombre que lo es. —Cruzó los brazos sobre el pecho y tanteó a su her­ma­no con una mirada firme—. Lo que la con­v­ier­te en va­l­io­sa.

      «Le daba ven­ta­ja».

      —No ten­drás más re­me­d­io que mos­trar­le la verdad sobre no­so­tros, her­ma­no —dijo Diablo en voz baja—. No im­por­ta cuánto te guste su as­pec­to.

      «La verdad sobre ellos», los Bas­tar­dos Ba­rek­nuck­le no de­ja­ban a sus ene­mi­gos con vida.

      —So­lu­ció­na­lo antes de que ten­ga­mos que mover más pro­duc­to —dijo Diablo. Un nuevo car­ga­men­to lle­ga­ría a puerto la pró­xi­ma semana.

      Whit asin­tió con la cabeza cuando se abrió la puerta de la ha­bi­ta­ción y apa­re­ció el doctor.

      —Tiene un men­sa­je. —Abrió to­tal­men­te la puerta y apa­re­ció uno de los me­jo­res vigías de los bas­tar­dos.

      —Brix­ton —le dijo Fe­li­city al chico, que in­me­d­ia­ta­men­te se aci­ca­ló bajo la aten­ción de Fe­li­city. Todos los chicos del Garden ado­ra­ban su ma­es­tría abr­ien­do cual­q­u­ier ce­rra­du­ra y su ins­tin­to ma­ter­no—. Pen­sa­ba que te ibas a casa.

      —Espero que para apren­der a man­te­ner la boca ce­rra­da —dijo Whit ase­gu­rán­do­se de que Brix­ton su­p­ie­ra que se había en­te­ra­do de todo lo que el mu­cha­cho había dicho a Diablo sobre Hattie.

      —Ig­nó­ra­lo —dijo Fe­li­city—. ¿Qué ha ocu­rri­do?

      —Hay in­for­mes de que hay una chica en el mer­ca­do. Bus­can­do a Bestia. —Brix­ton le­van­tó su bar­bi­lla hacia Whit e hizo una pausa—. No es una chica, en re­a­li­dad, sino una mujer. —Bajó la voz—. Los chicos dicen que es una dama.

      Un es­tr­uen­do resonó en el pecho de Whit.

      Hattie.

      —Está

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