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ase­gu­ra­do la le­al­tad de los ha­bi­tan­tes del Garden desde niños, el dinero lo habría hecho. La co­lo­n­ia de los Bas­tar­dos era co­no­ci­da en todo Lon­dres como un lugar que pro­por­c­io­na­ba tra­ba­jo ho­nes­to por un buen sa­la­r­io y en con­di­c­io­nes se­gu­ras, bajo el amparo de un trío de per­so­nas que se habían hecho a sí mismas desde la su­c­ie­dad de las calles de Covent Garden.

      Allí, los Bas­tar­dos eran reyes. Re­co­no­ci­dos y ve­ne­ra­dos in­clu­so más que el propio mo­nar­ca, ¿y por qué no? El otro lado de Lon­dres podría ser el otro lado del mundo para los que cre­cí­an en la co­lo­n­ia.

      Pero ni si­q­u­ie­ra un rey podía man­te­ner a raya a la muerte.

      El joven que yacía in­cons­c­ien­te era casi un niño y había re­ci­bi­do una bala por ellos. Por eso se en­con­tra­ba en una ha­bi­ta­ción im­po­lu­ta y blanca entre unas sá­ba­nas im­po­lu­tas y blan­cas, en manos del des­ti­no; porque él había lle­ga­do de­ma­s­ia­do tarde para pro­te­ger­lo.

      «Siem­pre es de­ma­s­ia­do tarde».

      Se metió una mano en el bol­si­llo, y sus dedos fro­ta­ron el metal ca­l­ien­te de un reloj y, luego, el del otro.

      —¿Vivirá?

      —Quizás. —El doctor lo miró desde la mesa del rincón de la ha­bi­ta­ción donde mez­cla­ba un tónico.

      Whit gruñó, se clavó con fuerza una mano en un cos­ta­do e hizo una mueca de dolor. ¡Mal­di­ta vida! Había estado tan cerca la noche an­te­r­ior que, si hu­b­ie­ra des­per­ta­do junto al ene­mi­go, podría ha­ber­se co­bra­do su ven­gan­za.

      Pero en cambio había re­cu­pe­ra­do el co­no­ci­m­ien­to junto a aq­ue­lla mujer, Hattie, de­se­o­sa de ex­pe­ri­men­tar en un burdel mien­tras sus hom­bres aca­ba­ban lu­chan­do por su vida en las manos de un ci­ru­ja­no. Y luego se había negado a darle un nombre.

      Miró la si­l­ue­ta ya­cen­te; la cama, de alguna manera, hacía a Jamie más pe­q­ue­ño y frágil de lo que era en re­a­li­dad, cuando se reía con sus ca­ma­ra­das y le gui­ña­ba un ojo a las chicas bo­ni­tas que pa­sa­ban a su lado.

      Hattie le aca­ba­ría dando el nombre del hombre al que pro­te­gía, el que le había robado, el que ame­na­za­ba lo que era suyo. El que tra­ba­ja­ba con su ver­da­de­ro ene­mi­go y al que él di­ri­gi­ría toda la fuerza de su ira para que su­fr­ie­ra.

      Estaba en­fu­re­ci­do por Jamie y por todos aq­ue­llos que es­ta­ban bajo su pro­tec­ción en el Garden, donde la es­ca­sez ame­na­za­ba a no más de medio ki­ló­me­tro de al­gu­nas de las casas más ricas de Gran Bre­ta­ña. Estaba en­fu­re­ci­do por los otros siete que habían estado allí antes que el chico. Por los tres que habían dejado esta ha­bi­ta­ción y se habían ido di­rec­ta­men­te al suelo del ce­men­te­r­io.

      Otro gru­ñi­do.

      —En­t­ien­do que no te guste, Bestia, pero es la verdad. La Me­di­ci­na es im­per­fec­ta. Pero la herida está todo lo de­sin­fec­ta­da que puede estar una herida —añadió el doctor—. La bala entró y salió lim­p­ia­men­te; hemos de­te­ni­do la he­mo­rra­g­ia. Está ven­da­do y pro­te­gi­do. —Se en­co­gió de hom­bros—. Podría vivir. —Se acercó más. Le tendió el vaso que su­je­ta­ba—. Bebe. —Whit negó con la cabeza—. Llevas des­p­ier­to más de un día, y Mary me ha dicho que no has comido ni bebido desde que lle­gas­te.

      —No ne­ce­si­to que tu mujer me vigile.

      —Ya que ha estado des­p­ier­ta en esta ha­bi­ta­ción du­ran­te doce horas, no tenía otra opción. —El doctor le echó un vis­ta­zo. Le tendió la bebida de nuevo—. Bebe, por la herida en la cabeza que no ad­mi­ti­rás que tienes.

      Whit lo tomó de un trago ig­no­ran­do el dolor pun­zan­te en la parte pos­te­r­ior de su cráneo, antes de mal­de­cir du­ra­men­te sobre el sabor a ba­zo­f­ia po­dri­da.

      —¿Qué de­mo­n­ios es eso?

      —¿Im­por­ta? —El doctor re­co­gió el vaso y re­gre­só a su es­cri­to­r­io.

      No im­por­ta­ba. El doctor era poco or­to­do­xo, ra­ra­men­te usaba una cura común cuando podía mez­clar una pasta o hervir un trago de algo as­q­ue­ro­so, y tenía una ob­se­sión por la lim­p­ie­za que Covent Garden nunca había visto. Whit y Diablo lo habían traído de lejos, de un pe­q­ue­ño pueblo del norte, dos años antes, des­pués de en­te­rar­se de que había sal­va­do a una joven mar­q­ue­sa de una herida de bala en el Gran Camino del Norte con una cu­r­io­sa com­bi­na­ción de tin­tu­ras y tó­ni­cos.

      Un hombre con ha­bi­li­dad para de­rro­tar balas valía su peso en oro, en lo que a Whit se re­fe­ría. Y el tiempo le había dado la razón, pues la con­tra­ta­ción del doctor había sido be­ne­fi­c­io­sa, eco­nó­mi­ca­men­te ha­blan­do, dado que habían aho­rra­do mucho dinero gra­c­ias a sus ha­bi­li­da­des desde que llegó a la co­lo­n­ia. Y ese día podría salvar a otro de sus hom­bres.

      Whit se volvió hacia Jamie. Lo ob­ser­vó en el si­len­c­io de la tarde.

      —En­v­ia­ré a al­g­u­ien a bus­car­te cuando des­p­ier­te —dijo el doctor—. En el mismo ins­tan­te en que se des­p­ier­te.

      —¿Y si no lo hace?

      Una pausa.

      —En­ton­ces en­v­ia­ré a al­g­u­ien a bus­car­te cuando no lo haga.

      Whit gruñó, la lógica le dijo que no había nada que hacer. Que el des­ti­no ac­t­ua­ría y que aquel chico vi­vi­ría o mo­ri­ría.

      —Odio este mal­di­to lugar. —Whit no podía que­dar­se quieto más tiempo. Fue hasta el fondo de la ha­bi­ta­ción y lanzó un pu­ñe­ta­zo contra la pared cons­tr­ui­da por los me­jo­res al­ba­ñi­les que el dinero de los bas­tar­dos había podido pagar. Lo lanzó sin va­ci­lar.

      El dolor le atra­ve­só la mano y le subió por el brazo, y lo aceptó. Era un cas­ti­go.

      —¿Estás san­gran­do? —La silla del doctor crujió cuando se volvió hacia él.

      Se miró los nu­di­llos. Había visto cosas peores. Negó con un gru­ñi­do sa­cu­d­ien­do la mano. El doctor asin­tió con la cabeza y volvió a su tra­ba­jo.

      Mejor. No estaba de humor para con­ver­sar, un hecho que se volvió irre­le­van­te cuando la puerta de la ha­bi­ta­ción se abrió y en­tra­ron su her­ma­no y su cuñada y, detrás de ellos, Annika, la bri­llan­te lu­gar­te­n­ien­te no­r­ue­ga de los Bas­tar­dos, que podía hacer de­sa­pa­re­cer una bodega llena de con­tra­ban­do a plena luz del día, como si de una he­chi­ce­ra se tra­ta­se.

      —Hemos venido tan pronto como nos en­te­ra­mos. —Diablo fue di­rec­to a la cama y miró a Jamie—. ¡Joder! —Le­van­tó la cabeza, la ci­ca­triz de más de quince cen­tí­me­tros de largo que le re­co­rría la me­ji­lla de­re­cha apa­re­cía blanca por la ira.

      —Es­ta­mos bus­can­do a tu her­ma­na —dijo Nik mien­tras se movía al otro lado de la cama; su mano se posó sua­ve­men­te en la del chico—. Estará aquí pronto, Jamie—. Le su­su­rró, a sa­b­ien­das de que no podía oírla. Algo se re­tor­ció en el pecho de Whit; Nik amaba a los hom­bres y mu­je­res que tra­ba­ja­ban para ellos como si fuera dé­ca­das mayor, aunque apenas tenía vein­ti­trés años; a ellos y

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