Скачать книгу

      –¿Qué pasa? –le preguntó entonces, besando la palma de su mano con dolorosa ternura–. ¿Te avergüenza sentirte excitada?

      –Yo no te deseo –replicó ella, intentando apartarse.

      –Anoche, en la cocina…

      –No te deseo –lo interrumpió Mia–. No sé de qué estás hablando.

      –Entonces márchate. Deja de jugar con fuego.

      Debería irse, pensó ella. Debería darse la vuelta y salir corriendo porque nunca había experimentado un deseo tan brutal. Era algo incontrolable que no le permitía pensar con claridad. Estaba jugando con fuego y Mia descubrió que le gustaba.

      Dante acarició su mejilla y colocó un mechón de pelo detrás de su oreja, pero no hizo nada para atraerla hacia él.

      –¿Qué es lo que quieres, Mia?

      –Que todo esto termine de una vez –respondió ella.

      –¿Y en cuanto a mí?

      –No volver a verte nunca.

      –Sin embargo, aquí estás.

      –Sí.

      Dante la besó entonces, un beso lento y profundo. Separó sus labios con la punta de la lengua y ella se lo permitió. Daba igual que no tuviese experiencia porque no era necesaria cuando Dante reclamaba su boca de ese modo tan fiero.

      El roce de una lengua siempre le había repugnado. Ahora, sin embargo, lo único que la repelía era su propio deseo porque quería más, aunque luchaba para apartarse.

      Pero fue Dante quien se apartó y Mia se quedó inmóvil, pasándose la lengua por los labios para saborearlo de nuevo.

      –No quieres volver a verme y, sin embargo, aquí sigues.

      Mia tragó saliva cuando él inclinó la cabeza para besarla en el cuello.

      «Ay, Dios», pensó mientras la besaba.

      –Dante…

      Estaba aplastada contra su torso y, al sentir el rígido miembro rozando su estómago, se excitó como nunca. No podía apartarse.

      –Vete –dijo él, mientras desabrochaba los botones de perlas del vestido, dejando al descubierto el sujetador negro–. Vete antes de que hagamos algo que lamentaremos después.

      –No quiero irme.

      Tan descarnada, tan sincera, fue esa admisión que sus ojos se llenaron de lágrimas.

      –No podemos ir a ningún sitio –dijo Dante.

      –Lo sé –murmuró ella.

      Aquello era absurdo, peligroso, pero Dante había inclinado la cabeza para rozar sus pechos con los labios y Mia dejó escapar un suspiro de gozo. La saboreó a placer, rozándola con la lengua y los dientes de un modo sublime y cuando levantó la cabeza lo deseaba más que nunca.

      El deseo era superior a la timidez y fue Mia quien le quitó la camisa con manos temblorosas para admirar el cuerpo que había ansiado ver durante tanto tiempo. Los oscuros pezones, el vello que cubría su torso y bajaba hasta su estómago plano…

      Cuando Dante desabrochó su cinturón, Mia tuvo que apretar las piernas. Y cuando estuvo completamente desnudo, cuando lo vio erecto, se le hizo un nudo en la garganta.

      Su mano temblaba mientras la pasaba por la línea de vello oscuro desde el pecho hasta el estómago y luego más abajo, hasta los eróticos rizos negros que rodeaban su erguido miembro.

      –Tócame –dijo él con voz ronca.

      La fascinación de Mia superó a la timidez. Primero, lo tocó delicada, tímidamente, pero al sentir el acero bajo la aterciopelada piel cerró la mano y se quedó sorprendida cuando él dejó escapar un gemido ronco.

       –Mia…

      Parecía a punto de explotar mientras ponía una mano sobre la suya y la movía arriba y abajo. Sentirlo crecer bajo su mano hacía que Mia no pudiese tragar, tensa de excitación.

      –Necesito verte –dijo él mientras la desnudaba–. Necesito conocer tu olor y tu sabor…

      Mia tembló cuando él se puso de rodillas y tiró de sus medias, llevándose a la vez sus bragas, para besarla ahí.

      –Dante…

      Se agarró a su pelo mientras él separaba sus muslos con las manos, sin dejar de acariciarla con la lengua. Mia no sabía lo que estaba haciendo, pero sus caderas se movían hacia delante como por voluntad propia. Nunca hubiera podido imaginar que el roce de una lengua ahí pudiese hacerle sentir un deseo tan desesperado.

      –Por favor, Dante… –le suplicó, pero no sabía qué estaba pidiendo. Había perdido el control y no sabía qué hacer. Que Dante la tocase de ese modo donde ella nunca se había atrevido a hacerlo era tan extraño, tan abrumador–. Nunca me he acostado con nadie.

      Sorprendido, Dante levantó la cabeza. ¿Estaba jugando con él?, se preguntó. Pero cuando la miró a los ojos vio que parecía frenética, insegura. Sabía que lo deseaba por la presión de sus muslos y de sus manos, pero Mia parecía aturdida.

      –¿Eres virgen?

      Una palabra que despertaba tantas preguntas.

      O, más bien, debería despertar tantas preguntas, pero lo que despertó en él fue un deseo de tal magnitud que le daba igual que aquello fuese algo prohibido.

      –Ven aquí –murmuró, tirando de ella. Luego tomó su cara entre las manos y la miró a los ojos–. ¿Quieres esto?

      –Sí.

      Y entonces, por primera vez, Mia recibió el calor de su sonrisa. Una sonrisa tan sincera, tan íntima, que se llevó el dolor de aquel día. Una sonrisa tan hermosa que se la devolvió, aunque estaba temblando.

      –No pasa nada, tranquila –dijo él, besando su mejilla antes de sentarla sobre sus muslos.

      –Dante…

      Se besaron, besos lentos y húmedos, mientras ella apretaba sus pechos contra el torso masculino y él se bebía su boca, rozándola con su miembro hasta que no pudo más y la tumbó sobre la alfombra. Había perdido la cabeza y le daba igual. Solo quería dejar atrás el dolor y la tensión del día mientras sus cuerpos se encontraban.

      Se colocó sobre ella e intentó penetrarla, pero se encontró con una inesperada resistencia. Empujó de nuevo y la oyó gemir cuando atravesó su virginal espacio.

      Mia lo embrujaba, lo cautivaba y también lo enternecía. La besó mientras se hundía en ella de nuevo, acariciando tiernamente su espalda.

      –No te muevas –murmuró, porque sabía que tenía que acostumbrarse a la sensación de tenerlo dentro.

      La besó tiernamente, jadeando, esperando que ella le diese una señal para seguir.

      –Dante… –musitó Mia, levantando las caderas.

      Aunque parecía increíble, él sabía que todo aquello era nuevo para ella, de modo que se apartó un poco para mirarla. Parecía tensa y dos lágrimas rodaban por sus mejillas.

      –¿Te he hecho daño?

      –No, no, estoy bien. No pares.

      Dante rozó su mejilla con los labios, saboreando la sal de sus lágrimas, y luego buscó su boca mientras volvía a empujar, tragándose sus sollozos.

      Y entonces se convirtieron en uno.

      Mia levantó la cabeza para verlo mientras se enterraba en ella. La sacudía con cada embestida, provocando sensaciones salvajes. Estaba tensa de la cabeza a los pies, pero Dante no se detuvo y ella no tenía el menor deseo de escapar.

      El incesante traqueteo la excitaba y se arqueaba hacia él para acariciarlo. Sin embargo, él le dijo

Скачать книгу