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a ser una procesión muy larga, pensó Mia. La propiedad de Rafael incluía las residencias de los empleados, el lago, los establos, el interminable campo de amapolas.

      Le angustiaba la idea de ir sola detrás del coche fúnebre porque le recordaba el funeral de sus padres y eso era algo en lo que no quería pensar de ningún modo.

      El silencio durante la cena era insoportable, pero mientras retiraban los platos Sylvia puso una mano en su hombro y Mia levantó la mirada para esbozar una sonrisa de agradecimiento.

      Dante se percató del gesto. Los empleados la adoraban, algo que era evidente cada vez que visitaba a su padre, y eso lo desconcertaba. Ese gesto de apoyo dejaba claro que Mia era respetada y querida en la casa.

      Estaba preciosa a la luz de las velas. Tenía los ojos algo hinchados, pero aparte de eso no había señales de que hubiese llorado. De hecho, dudaba que hubiese derramado una sola lágrima por su padre.

      Ella giró la cabeza en ese momento y, aunque esperaba una mirada de desaprobación, no fue así. A pesar de su clara animadversión, la mirada de Dante no era desdeñosa.

      Mia se sentía atrapada por esa mirada.

      Sabía que Eloa estaba hablando, pero no podía oír lo que decía porque era como si Dante y ella estuvieran solos en el comedor.

      Durante esos dos años se había obligado a sí misma a ser distante, pero ahora no podía apartar la mirada. Durante dos años había hecho lo imposible para ignorar el cosquilleo que evocaba su presencia, para negar la excitación que provocaba en ella, pero en ese momento era incapaz de contenerla. Sentía calor en el cuello, en las mejillas, en los pechos. Sin decir una palabra, Dante hacía que tuviese que cruzar las piernas.

      Era como si la puerta de acero empezase a abrirse y, por primera vez desde que se conocieron, se permitió a sí misma buscar su mirada.

      «Ah, estirada Mia», pensó Dante mientras giraba la cabeza. «No vas a hacerlo, de eso nada».

      Sylvia sirvió el segundo plato, pero el ambiente era cada vez más tenso. Ahora era Mia quien quería tirar el tenedor y salir corriendo.

      –¿Dónde se sentará Angela en la iglesia? –preguntó la mujer de Luigi entonces.

      –Donde ella quiera.

      –¿Pero en qué banco? Debería sentarse con los hijos de Rafael en el primer banco.

      –Mia se sentará en el primer banco –respondió Dante–. La etiqueta dicta que la exesposa se siente detrás.

      Aunque él sabía que eso no iba a ocurrir. Su madre querría sentarse en el primer banco, pensó, sintiendo una rara punzada de simpatía por la viuda de su padre.

      –Mi padre será enterrado frente al lago, en una ceremonia corta, solo con sus hijos y… –Dante tragó saliva– su esposa. Luego volveremos aquí para tomar una copa antes de leer el testamento. Yo leeré la elegía, pero… ¿Mia?

      Ella levantó la mirada, sorprendida al escuchar su nombre.

      –¿Sí?

      –¿Quieres que diga algo en particular?

      Mia no había esperado que pidieran su opinión y no sabía cómo responder sin ofender a los que habían querido a Rafael. Después de todo, ella sabía mejor que nadie que su matrimonio había sido una farsa.

      –Ya le dije a tu padre todo lo que quería decirle. Seguro que lo que hayas escrito estará bien.

      –¿Entonces no quieres añadir nada?

      Mia no sabía qué decir y el silencio se alargó hasta que Luigi se levantó de la silla, mirándola con tal desagrado que, por un momento, temió que le tirase la copa de vino a la cara.

      –Me voy a la iglesia. Allí, al menos, podré estar con mi hermano por última vez.

      –Nosotros vamos también –dijo Stefano–. ¿Vienes, Dante?

      –Antes tengo que solucionar un par de cosas –respondió él.

      –Vendré a buscarte después para la vigilia.

      Mientras salían de la casa, Mia los oyó comentar que su viuda era incapaz de derramar una sola lágrima, y menos declarar su amor por su difunto marido.

      –Bueno, todo ha ido bien –comentó, irónica, cuando se quedaron solos.

      –No podía ir bien. No entiendo por qué mi padre pidió que cenásemos juntos.

      –Yo tampoco –dijo Mia, sin mirarlo–. Dante, no me importa que tu familia se siente en el primer banco. Yo puedo sentarme atrás…

      –No te sentarás atrás, yo hablaré con mi madre –la interrumpió él–. El problema es que no sé qué debo decir en la elegía. ¿Debo hablar de lo feliz que hiciste a mi padre en sus últimos años? ¿Debo decir que, por fin, mi padre conoció al amor de su vida? Imagino que querrás que diga algo sobre vosotros.

      Mia torció el gesto. Lo que acababa de sugerir sería una ofensa para Angela y para sus hijos.

      –No hace falta. Ya le dije a tu padre todo lo que tenía que decirle.

      –Ya, claro –asintió él, con tono desdeñoso.

      La tensión era insoportable y Mia se levantó de la silla.

      –Si me perdonas –murmuró.

      –No necesitas mi permiso para levantarte, pero márchate si quieres, me da igual.

      Mia subió a su habitación, angustiada. Sylvia había cerrado las cortinas y, después de ducharse y ponerse el camisón, se metió en la cama, temiendo el día siguiente.

      No podía dejar de recordar el entierro de sus padres y la idea de ir sola tras el coche fúnebre le hacía sentir náuseas.

      Quería un té, una tila, algo caliente y relajante, pero no pensaba bajar a la cocina hasta que Dante se hubiera ido.

      Aunque entonces estaría sola en la casa.

      Le daba miedo estar sola en la casa por la noche. De hecho, le daba pánico.

      Sylvia y su marido vivían en una casita cerca de la residencia, pero jamás los llamaría para algo tan trivial como hacerle un té. Sí, aquella sería su última noche en la casa porque, por tonto que pareciese, le daban pánico los fantasmas. No podía quedarse allí sabiendo que Rafael estaba enterrado en la finca. Ya había hecho las maletas y al día siguiente, después de la lectura del testamento, se iría de Luctano para siempre.

      Los Romano querían que se fuera y ella se lo pondría fácil.

      Estaba leyendo en la cama cuando Stefano volvió para buscar a su hermano. Cuando la puerta se cerró y oyó pasos sobre la gravilla del camino, se puso una bata y salió de la suite.

      Encendió la luz del pasillo y bajó por la escalera sobresaltándose con cada ruido, pero cuando abrió la puerta de la cocina se dio cuenta de que no estaba sola. Porque allí, en silencio, con una copa de coñac en la mano, estaba Dante.

      –Ah, pensé que habías ido a la vigilia –dijo al verlo, abrochándose el cinturón de la bata a toda prisa.

      –No, he decidido no ir –respondió Dante–. Vi a mi padre el día que murió, así que no necesito verlo ahora.

      Mia asintió con la cabeza. No se le ocurría nada peor que pasar la noche en una iglesia con un cadáver.

      –Iba a hacerme un té. ¿Quieres uno?

      Dante negó con la cabeza.

      –No, gracias. Me voy al hotel. Ah, y hay un pequeño cambio de planes para mañana. Stefano insiste en que Eloa acuda al entierro.

      –¿Y no te parece bien? Están comprometidos y van a casarse.

      –Ya, bueno, esperemos que Roberto redacte un acuerdo prematrimonial.

      –¿No

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