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mirando a todos con desdén mientras su hermano, Stefano, hacía lo posible para cambiar de tema. Pero Dante, más que dispuesto a defenderse, se volvió hacia su tío.

      –Tal vez querrías aclarar eso, Luigi –le dijo, con un tono cortante como el hielo.

      –Estoy diciendo que somos una familia de empresarios con una larga trayectoria.

      –Eso ya lo sabemos –dijo Dante, encogiéndose de hombros.

      –Y que tenemos una reputación que mantener.

      –¿Y?

      –Titulares como los del fin de semana ensucian la reputación de la familia…

      –¡Ya está bien! –lo interrumpió Dante–. No estamos en un almacén embotellando aceite y vino para venderlo en el pueblo. Somos una empresa multimillonaria. ¿A quién le importa con quién me acuesto?

      Miró a los miembros de su familia, todos ricos y poderosos gracias a su padre. Ninguno se atrevía a mirarlo a los ojos, ni siquiera su hermano menor, Stefano. Y Ariana, que era la melliza de Stefano, se miraba las uñas, evidentemente incómoda.

      Pero Luigi siguió adelante:

      –Con tu padre enfermo y tantos cambios en el consejo, necesitamos estabilidad. Debemos respetar los valores familiares con los que tu abuelo formó esta compañía.

      Familia, familia, familia. Dante había oído esa palabra un millón de veces y estaba harto.

      Él quería a su familia, sí, pero para él el amor era una carga.

      Después de la reunión iría al Giardino delle Cascate, daría patadas a las piedras y se pondría a gritar… porque la verdad era que la familia Romano era menos que perfecta.

      Dante siempre había odiado que su madre los retratase como si lo fueran cuando él había presenciado innumerables peleas. Había muchos secretos en la familia Romano y el propio Luigi había estado a punto de destruir la empresa por su afición al juego.

      Dante era desconfiado por naturaleza. Creía que todos mentían. Siempre.

      –Espera un momento, Luigi –dijo entonces–. Mi abuelo dirigía una empresa pequeña desde un cobertizo, pero mi padre hizo famoso el nombre de los Romano en todo el mundo con su visión para los negocios…

      –¡Y también con sus valores familiares! –lo interrumpió su tío.

      –Hasta que tuvo una aventura con su secretaria –le recordó Dante.

      –Por favor –intervino Stefano de nuevo–. No sigáis por ahí.

      Pero Dante no estaba dispuesto a callarse.

      –¿Por qué no? Mi padre dejó plantada a su mujer después de treinta y tres años de matrimonio y se casó con una chica tan joven como su hija, así que no te atrevas a darme lecciones sobre valores familiares. Ninguno de vosotros –Dante miró alrededor, pero nadie se atrevía a sostener su mirada–. Yo no tengo por qué dar explicaciones sobre mi vida privada. Soy soltero y me acuesto con quien me dé la gana.

      Como hacía muy a menudo porque las mujeres lo adoraban.

      Lo adoraban. Y no era solo por su innegable atractivo físico, su espeso pelo negro o sus ardientes ojos oscuros. Ni su fabuloso cuerpo, que él compartía felizmente con una interminable lista de mujeres. Sí, su riqueza era envidiable, como lo era su vigor en el dormitorio.

      Pero había algo más. Su arrogancia, su insolencia, su indomable carácter, eran chocantes para muchos, pero su carisma y su pícara sonrisa eran irresistibles.

      Porque Dante podía ser encantador. Incluso cuando estaba siendo un canalla.

      «Vamos, bella», decía cuando rompía una relación. Llamaba «bella» a todas las mujeres porque eso era más fácil que recordar los nombres. «¿Una pulsera de diamantes secaría esas lágrimas? ¿O un coche tal vez?».

      Las mujeres con las que salía sabían desde el principio que la relación no iría a ningún sitio y decían aceptarlo, pero luego no era tan fácil sacarlas de entre las sábanas de seda.

      –Trabajo mucho y todos lo sabéis. Si no fuese por mí, estaríamos de vuelta en el cobertizo, embotellando aceite. No he salvado la empresa una vez sino dos veces –les recordó a todos.

      Cuando sus padres se divorciaron, Dante había tomado el timón de la compañía. Se había hecho cargo de todo y había reestructurado la empresa, de ahí que Luigi ya no fuese uno de los mayores accionistas. Por eso había tensiones.

      Su móvil empezó a sonar en ese momento. Era el médico de su padre desde el hospital, aunque no era una sorpresa porque había esperado que se pusiera en contacto con él.

      Había visitado a su padre en Florencia la noche anterior para discutir su traslado a un hospital de Roma. Era lo más lógico porque Dante vivía en Roma, Stefano iba de Roma a Nueva York y, aunque Ariana pasaba mucho tiempo en la oficina de París, tenía su casa en Roma también.

      Sin embargo, Rafael había cambiado de opinión y quería volver a la casa familiar de Luctano, en las colinas de la Toscana, rodeada de sus queridos viñedos.

      –Podemos llevarte allí –le había dicho–. Claro que sí.

      No siempre se habían llevado bien, pero tenían una buena relación. Su padre había sido distante cuando era niño porque trabajaba a todas horas, pero cuando nacieron Stefano y Ariana, la dinámica de la familia cambió. Sus padres dejaron de pelearse, tal vez porque la empresa había crecido y su situación económica había mejorado. O tal vez, había pensado Dante, porque le habían enviado a un internado en Roma.

      Sin embargo, las vacaciones en la casa de Luctano habían sido siempre maravillosas. Su padre se tomaba unas semanas libres para enseñarle el maravilloso paisaje de la Toscana y los productos que eran la base del negocio familiar.

      Con poco más de veinte años, Dante había empezado a trabajar en la empresa. Rafael había puesto toda su energía en los productos, dejando la dirección de los negocios a su hermano Luigi, que era un hombre impulsivo y aficionado al juego.

      Cuando estuvieron al borde de la bancarrota y Dante se hizo cargo de la administración de la empresa, la relación con su padre se hizo más estrecha. Incluso podría decir que eran amigos.

      Hasta que apareció Mia Hamilton.

      Mia, una desconocida secretaria de la oficina de Londres, se había convertido en la ayudante personal de Rafael Romano.

      Cuando le diagnosticaron la enfermedad, Dante intentó dejar a un lado su animadversión para que el tiempo que le quedaba a su padre fuese lo más agradable posible. No le importaba que se hubiera trasladado a Luctano porque tenía su propio helicóptero.

      Lo que le preocupaba era que ella estuviese allí.

      En el hospital, Mia tenía la decencia de alejarse cuando iba a visitar a Rafael…

      Mia, su madrastra.

      Odiaba a la mujer de su padre y verla en la casa familiar no le hacía la menor gracia, pero llamaría al hospital para organizar el traslado y, por el momento, seguiría con la reunión del consejo.

      Pero la pantalla de su móvil se iluminó de nuevo y Dante se alarmó.

      –¿Por qué no nos tomamos un descanso? –sugirió–. Cuando volvamos, tal vez podríamos hablar de algo que no sea mi vida sexual.

      Salió de la sala de juntas, dejando a Luigi con expresión airada, y se dirigió a su despacho. Tenía cuatro llamadas perdidas del médico de su padre y eso no auguraba nada bueno.

      –¿Doctor Minnelli? Soy Dante Romano.

      Y así, de repente, supo que todo había terminado.

      El médico le contó que la salud de su padre se había deteriorado de forma repentina y, antes de que pudiese llamar a la familia para decirles que el final estaba cerca, Rafael Romano

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