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la anfitriona sería Mia, su viuda, hasta que volviese a casarse. Ella no reaccionó… o tal vez sí porque le pareció ver que se ruborizaba.

      No podía dejar de mirarla.

      Esos labios carnosos, esos ojos sin lágrimas. Le gustaría tomar su mano, dejar todo aquello atrás, llevarla a su habitación y perderse en ella.

      Pero, por supuesto, no iba a hacerlo.

      –Rafael encarga la dirección de la fundación Romano a sus hijos… –Roberto soltó el documento para tomar un sorbo de agua–. Y se hará una donación de un millón de euros a su proyecto benéfico favorito.

      Dante tuvo que disimular una sonrisa al pensar que unos caballos de carreras jubilados iban a recibir más que Mia.

      Sí, había humor negro hasta en los días más oscuros.

      Cuando Roberto terminó de leer el testamento, Stefano y Eloa se fueron con Luigi y su mujer y, poco después, Dante acompañó a su madre y a Ariana al coche.

      –Iré a casa de Luigi dentro de un rato. Antes tengo que hablar con Roberto.

      –No vayas por mí –dijo su madre–. Ariana, dile a Gian que espere un momento.

      –¿Gian?

      –Ariana y yo queremos volver a Roma y le he pedido a Gian que nos lleve. Quiero irme lo antes posible. Es demasiado doloroso estar aquí.

      Dante se acercó a su hermana para darle un beso.

      –¿Estás bien? ¿Vas a dormir en casa de mamá?

      –No, creo que mamá quiere estar sola. Me iré a mi apartamento.

      –Quédate aquí –sugirió Dante. Pero Ariana torció el gesto–. No quería decir en la casa sino con tío Luigi o en el hotel.

      –No, quiero volver a Roma lo antes posible.

      Dante decidió que prefería a Ariana peleona y discutidora porque le preocupaba verla tan triste.

      –Cuida de ella, mamá.

      –Sí, claro.

      –En cuanto Mia se vaya de aquí y todo esté solucionado, pondré la casa a tu nombre. Imagino que papá me la dejó a mí por si Mia impugnaba el testamento…

      –No quiero la casa –lo interrumpió su madre.

      Eso lo sorprendió. Su madre había llorado muchas veces por la casa de Luctano, diciendo cuánto le gustaría volver allí.

      –Pero siempre has dicho…

      –Dante, este ya no es mi sitio. Es precioso, pero no quiero los dolores de cabeza de una propiedad tan grande. Además, mi amor por esta casa murió hace tiempo. Prefiero mi apartamento en Roma.

      –¿De verdad te gustó alguna vez?

      Vio que su madre parecía sorprendida por la pregunta y lamentó de inmediato haberla hecho, pero la muerte de su padre había creado tantas dudas. Aunque, evidentemente, su madre no tenía intención de aclarar nada.

      Roberto ya se había ido y Dante suspiró, intentando sentirse aliviado porque todo había ido bien. Ningún drama, ninguna escena, ninguna pelea. Y su padre había sido enterrado donde quería.

      Entonces, ¿dónde estaba el alivio?

      La muerte de su padre había provocado muchas preguntas. ¿Su madre no quería la casa después de haber llorado tanto por ella?

      Recordaba las peleas de sus padres cuando era niño, recordaba que su madre iba a visitarlo al internado de Roma a menudo. Siempre sola.

      El signor Thomas, pensó entonces. Ese era el hombre al que había visto paseando por la calle con su madre.

      Su tutor del colegio.

      Dante siempre había tenido la impresión de que le mentían y nunca más que en ese momento.

      MIA ESTABA haciendo las maletas y, después de guardar la alianza y el anillo de compromiso en el bolso, por fin miró la suite por última vez. La echaría de menos, pensó.

      Cuando los coches se alejaron por el camino de gravilla, llamó para que subieran a buscar sus maletas, pero no hubo respuesta, de modo que bajó a la cocina… y volvió a encontrarse con Dante.

      –¿Dónde está Sylvia? –le preguntó.

      –Les he dicho que se tomasen libre el resto del día –respondió él–. Ha sido un día muy triste para ellos también, pero no te preocupes, yo me voy al hotel, así que tendrás la casa para ti sola.

      –No tienes que irte al hotel, puedes quedarte aquí.

      Él esbozó una sonrisa sarcástica.

      –Tienes tres meses, Mia. Tiempo suficiente para afilar tus garras…

      –No sé de qué estás hablando –lo interrumpió ella–. No voy a impugnar el testamento y no tengo intención de quedarme aquí. La casa es toda tuya.

      Dante torció el gesto. Había esperado que se quedase hasta el último momento.

      –¿Preparándote para el próximo?

      –¿El próximo qué?

      –El próximo hombre, la próxima conquista.

      –¿Qué dices? Tú no tienes ni idea.

      –Otro viejo tonto dispuesto a sacrificar a su familia y su reputación solo para estar contigo.

      –Tu padre no era ningún tonto –replicó Mia–. Y tampoco era viejo. No tenía sesenta años cuando nos conocimos.

      –Demasiado viejo para ti –insistió él, aunque el rencor que sentía no era por la diferencia de edad sino porque su padre la había elegido a ella.

      A Mia. Una mujer que despertaba en él un deseo tan poderoso que los últimos dos años habían sido un infierno.

      Mia dejó escapar un suspiro. Daba igual lo que Dante dijese. Todo había terminado. En cuanto se fuera de allí sería libre de los Romano para siempre. Nunca más tendría que volver a verlos, nunca más tendría que soportar las pullas de Dante.

      Pero, aunque debería subir a buscar sus maletas, Mia decidió que diría la última palabra porque no podía aguantar más.

      Verla acercarse con expresión airada, ver por fin una emoción en su inexpresivo rostro, era la nueva versión del infierno para Dante.

      –Me crees una fulana, me juzgas, pero eres un hipócrita. Tú pagas por acostarte con mujeres.

      –Yo no he pagado por acostarme con una mujer en toda mi vida.

      –Por favor. ¿Crees que estarían contigo si no fueras rico? ¿Saldrían contigo si no les regalases diamantes, si no las llevases a lujosos hoteles? –le espetó ella.

      Mia había sentido unos absurdos celos cada vez que aparecía en alguna revista con su última novia, pero había algo más recorriendo sus venas mientras se miraban a los ojos.

      –Claro que saldrían conmigo –afirmó Dante.

      –Te quieren por tu dinero, por tus regalos. No creo que te quieran por tu amabilidad o tu ternura…

      –Yo puedo ser tierno cuando quiero –la interrumpió él–. O menos que tierno cuando ellas lo prefieren.

      Mia tragó saliva cuando Dante tomó su mano y la examinó durante unos segundos.

      –Estabas deseando quitarte la alianza, ¿no? –murmuró, llevándosela a los labios.

      Era la segunda vez que se tocaban desde que se conocieron y el ligerísimo roce de sus labios provocó un terremoto. Era como si todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo estuvieran expuestas.

      –Verás,

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