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quería más, exigía que lo dejase ir más allá y siguió empujando hasta que Mia volvió a experimentar un orgasmo que la hizo gritar.

      No podía respirar, tan intenso era el placer, pero Dante no dejaba de moverse mientras ella era incapaz de llevar oxígeno a sus pulmones. Por fin, dejando escapar un rugido, Dante se dejó ir y la explosión provocó una nueva oleada de placer.

      Estaba atónita por lo que había hecho, pero también envuelta en una sensación de pura felicidad. No sabía cómo había podido vivir durante tantos años sin conocer ese gozo.

      O cómo iba a vivir sin volver a disfrutarlo.

      Dante se echó hacia atrás, cubriéndose los ojos con un antebrazo mientras pensaba en el fracaso de su autocontrol en aquel día tan solemne.

      Durante unos minutos, había olvidado que su padre estaba muerto. El invierno que se había instalado en su alma había desaparecido, pero volvía de nuevo y peor que antes porque recordó entonces que no había tomado precauciones.

      –¿Por qué te casaste con él?

      Era virgen y eso lo había vuelto loco de deseo, pero ahora lo entristecía porque demostraba que no había habido una apasionada historia de amor entre Mia y su padre. Todo había sido una mentira y no podía entenderlo.

      –¿Era solo por el dinero? –le preguntó.

      Mia dejó escapar un suspiro. La chimenea estaba casi apagada y tenía frío. Le gustaría tumbarse sobre Dante para recibir su calor, le gustaría volver a besarlo, pero sabía que si lo hacía le revelaría la verdad y no podía hacerlo.

      Era una verdad que había jurado no revelar, un secreto por el que había recibido una recompensa.

      –No tengo por qué responder a esa pregunta.

      –No, es verdad –asintió él. Pero le gustaría que lo hiciese. Dante apartó el antebrazo de su cara, pero seguía sin poder mirarla a los ojos–. ¿Ha merecido la pena?

      –¿Qué parte? –le preguntó Mia mientras miraba al techo, sabiendo que preguntaba por lo que acababa de pasar y también por la mentira que había vivido durante esos dos años.

      –No te entiendo.

      –¿Los insultos de la prensa, que me llamasen buscavidas y cosas peores por casarme con tu padre? ¿Ser despreciada por tu familia o acostarme contigo?

      –Todo eso –respondió Dante–. ¿Ha merecido la pena?

      Podría decir que sí y al infierno con el resto del mundo, pero Mia había sido criticada tantas veces por su matrimonio con Rafael que no pensaba arriesgarse. Nadie debía saber que había tenido una sórdida aventura con su hijo… el día de su funeral.

      –No –respondió por fin–. Si con eso pudiera evitar lo que ha pasado, devolvería el dinero con intereses.

      Era el más horrible final para algo que había sido maravilloso, pero no se atrevían a mirarse.

      Por fin, Mia se levantó y se dirigió hacia la escalera. No se molestó en tomar su ropa del suelo porque no pensaba volver a ponérsela.

      Se duchó a toda prisa y, después de vestirse, bajó al recibidor con las maletas. Había llamado a un taxi, pero cuando iba a salir de la casa Dante apareció en el pasillo abrochándose la camisa.

      –Yo te llevaré al aeropuerto.

      –No hace falta.

      –Mia –Dante tomó su mano y la miró a los ojos–. No hemos usado protección.

      –No, es verdad –asintió Mia.

      Se sentía un poco enferma al pensarlo porque ella era una persona tan meticulosa y organizada que aún no podía creer que hubiese perdido el control de ese modo.

      –Deberías ir a la farmacia. Sé que hay unas pastillas del día siguiente…

      –Sí, he oído hablar de ellas.

      Dante, por supuesto, estaba más acostumbrado que ella a esos asuntos. De hecho, debía ser un experto.

      –¿Tú te encargarás de todo? –le preguntó.

      –Sí, claro –respondió Mia.

      –Porque no querrás estar embarazada, ¿no?

      –Por supuesto que no.

      –Sería un escándalo como ningún otro y, aparte de eso, yo no quiero tener hijos.

      –Lo sé, Dante –dijo ella, intentando sonreír–. Ninguna responsabilidad.

      –Pero no he tomado las debidas precauciones.

      Mia miró al reprobó playboy. No, no quería tener un hijo con él, de ningún modo.

      –Entonces lo haré yo.

      Dante la ayudó a meter las maletas en el coche, pero no hubo beso de despedida y, antes de que la puerta del coche se cerrase, ya había entrado en la casa.

      No, no podía haber un final feliz para ellos.

      Lo que habían hecho era un terrible error y los dos lo sabían.

      FUE DANTE quien alertó a Mia de que podrían tener un problema.

      Después de un turbulento vuelo a Londres, Mia había ido al apartamento que era parte de su herencia y, sin quitarse el abrigo, se tumbó en la cama, agotada.

      Estaba atónita por lo que había pasado y consternada por su falta de remordimientos porque, a pesar de sus valientes palabras cuando le preguntó si había merecido la pena, sabía que si tuviese oportunidad volvería a hacerlo.

      Por la mañana, se duchó y se vistió, jurando borrar el indecente encuentro de su mente y rehacer su vida, antes de ir a visitar a su hermano.

      Michael había conocido a Gemma, una fisioterapeuta, cuando volvieron a Inglaterra después del accidente y durante horas de rehabilitación se habían hecho amigos. Mia había notado el aumento de referencias a Gemma durante sus conversaciones con Michael y luego, por fin, un día apareció en la pantalla del móvil.

      Poco después, su hermano le había dicho que estaban enamorados. La joven pareja lo tenía todo en contra, pero Gemma estaba motivada y Michael había empezado a tener una actitud más positiva.

      Su hermano la había apoyado cuando se casó con Rafael, sin saber que lo hacía por él, para ayudarlo, pero unos meses más tarde se percató de la realidad.

      –No deberías haberlo hecho, Mia.

      Ella apretó los dientes para no decir que no habría tenido que hacerlo si él se hubiera molestado en hacerse un seguro antes de viajar a Estados Unidos. El pobre Michael había pagado un precio muy alto por esa irresponsabilidad.

      Angela Romano se había portado como un rottweiler mientras redactaban el acuerdo, recordando a Rafael una y otra vez que todo lo que le daba a Mia salía de la herencia de sus hijos, pero por fin su hermano y ella tenían un apartamento, el de Michael adaptado para la silla de ruedas, y todas las deudas estaban pagadas. Por fin podían rehacer sus vidas, de modo que Mia decidió buscar trabajo.

      ¿Había merecido la pena?

      En la seguridad de su casa, a solas, podía responder a la pregunta de Dante con más sinceridad.

      Sí, había merecido la pena. Estaba harta de los Romano, de los paparazis, de los insultos. En Londres nadie la reconocía y su hermano, después del trauma, por fin estaba abrazando de nuevo la vida.

      Y, sin embargo, ¿había merecido la pena de verdad?

      Mia no estaba segura.

      Cuando llegó la invitación para el baile benéfico de los Romano, miró el sobre durante largo rato sin saber qué hacer.

      Soñaba con volver

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