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animales que habían dado nombre al santo lugar rondaban todavía por allí, y se decía que el día que abandonaran la abadía, el invierno reinaría por siempre en Inglaterra. Era por ello por lo que el dueño de la propiedad los cuidaba como si fueran sus mascotas, teniéndoles abundante provisión de grano y agua en las fuentes cercanas.

      El anciano iba contando todas estas historias, salpicadas con anécdotas personales, a sus invitados mientras paseaban entre las pintorescas piedras, atento a las negras nubes que, contra todo pronóstico, amenazaban con arruinar su día perfecto. En un momento dado decidió enviar a Cassandra con un recado para los cocheros, pidiéndoles que lo tuvieran todo a punto por si tenían que regresar a casa a toda prisa.

      —Pero no vayas sola, no vaya a ser que se te aparezca la Dama Blanca —le dijo con un guiño jocoso antes de que se fuera.

      —Acompáñala, Benedikt —ordenó el príncipe, a su vez, con un ademán distraído, mientras seguía a su anfitrión, sorteando lápidas y piedras llenas de manchas de moho y de inscripciones ilegibles a causa de los años y los elementos.

      Nadie miraba en ese instante a Cassandra ni a Benedikt, por lo que ninguno de los presentes pudo notar cómo se les erizaban las plumas como a gallos de pelea al escuchar el mandato respectivo de su tío y el príncipe.

      —No es necesario que vengáis, caballero. No quisiera que dejarais de disfrutar de las vistas —dijo ella con tirantez, tomando el camino más rápido hacia el lugar donde habían dejado los coches. No es que fuera el más sencillo, porque atravesaba tumbas y una arboleda de espinos, pero le ahorraría un largo rodeo y, lo que era todavía mejor, una larga caminata junto a ese hombre.

      —Lo siento, señora mía —respondió él con una reverencia formal donde no pudo apreciar ni una pizca de burla, aunque lo intentó con todas sus fuerzas—, pero no puedo negarme a obedecer una orden directa de mi señor. —«Aunque tenga que aguantaros a vos», parecieron decir sus ojos verdes, con un chispazo de regocijo pese a todo.

      Ella ignoró el brazo que le tendía para ayudarla a caminar por el abrupto camino, sembrado de pedazos de lápidas y viejas piedras caídas de la iglesia en ruinas y casi corrió, deseando terminar cuanto antes el encargo de su tío.

      —¿Qué es ese asunto de la Dama Blanca? —preguntó él, avanzando a paso cómodo, como si estuviera acostumbrado a caminar por ese tipo de terrenos.

      Cassandra lo miró con rencor, pues ella apenas podía mantener el ritmo y debía mantener la falda alzada para no tropezar. Claro que debía tener cuidado de no mostrar más de lo necesario, para que él no pudiera ver nada indebido. Echó un vistazo a sus fuertes piernas enfundadas en pantalones de montar ajustados y lustradas botas hasta las rodillas. Con unas piernas así se podían subir y bajar montañas y después bailar gigas si se quería. Tampoco parecían molestarle el sable ni la pelliza colgada sobre el hombro izquierdo, a pesar del calor. El chacó había quedado atrás, tal vez al cuidado de su amigo, y su cabello caoba brillaba a la luz menguante de la tarde.

      El mero hecho de haber pensado en las piernas de un hombre, ¡no, de ese hombre!, hizo que estuviera a punto de tropezar con una tumba. Sir Benedikt tuvo que agarrarla de un brazo para que no cayera contra una lápida. La sostuvo durante unos segundos eternos, mientras ella sentía cómo el calor de sus manos se filtraba a través de la tela de su vestido. Sintió su mirada recorrerla de arriba abajo con algo similar a la preocupación.

      Absurdo, pensó.

      Se sacudió como pudo hasta que él se dio cuenta de que sus atenciones ya no eran necesarias.

      Lo vio sonreír satisfecho, como si fuera gracias a él, y solo a él, que ella fuera todavía capaz de mantenerse estable otra vez sobre sus pies. Cassandra frunció el ceño y se apartó un par de pasos. Pero lo que la molestó definitivamente fue verlo frotarse las manos contra los pantalones, como si su solo contacto lo hubiera contaminado.

      Cassandra, con la respiración agitada, algo que achacó a su accidente, siguió hacia el lugar donde esperaban los cocheros, con los labios apretados de disgusto ante sí misma y sus reacciones.

      ¿Qué le molestaba más, el calor que había sentido cuando él la había sostenido o que él la hubiera soltado como si tuviera la peste?

      —Bueno, sigo esperando vuestra respuesta, ¿qué es eso de la Dama Blanca?

      Benedikt prefería pensar en cualquier cosa menos en el modo en que su trasero se movía ante él, balanceándose de un lado al otro y en cómo sus tobillos asomaban a veces por debajo de la falda, enfundados en medias blancas traslúcidas, o en la clara y perlada piel de sus hombros cuando el chal se le resbalaba y los mostraba de un modo nada recatado. O en su aroma a rosas cuando la había sostenido en el momento en que había estado a punto de caer. Las manos le habían ardido de deseos de seguir tocándola. Pero ¿qué diablos…?

      Ella pareció tardar una eternidad en hablar.

      —Se supone que la causante de la caída de Raven’s Abbey es el espíritu de una mujer a la que llaman la Dama Blanca. Se aparece a todos los solteros que no tienen esperanza en encontrar esposo o esposa. Se dice que volvió locos a los monjes que habitaban allí y que estos se encerraron en la abadía y le prendieron fuego.

      Benedikt comenzó a sonreír cuando ella llevaba la mitad de la historia, pero hacia el final ya reía a carcajadas.

      —¡No os riáis, es una historia terrible!

      Cassandra se había detenido y lo miraba ahora con los brazos cruzados y dando golpecitos con un pie sobre una lápida, como si llamara a la puerta de su inquilino. Toda ella, con su pálido rostro sonrojado por la furia, enmarcado por el cabello castaño un poco despeinado, rezumaba furia y disgusto.

      —Querréis decir que es terriblemente graciosa.

      Ella lo miró reír durante unos minutos eternos, los ojos verdes refulgiendo a la incierta luz de la tarde y el cabello rojo apagado por la luz brumosa. Ese hombre sería considerado un demonio por los viejos monjes que habían poblado el lugar, y no andarían muy desencaminados. Luego alzó la vista al cielo, que se oscurecía por momentos.

      —Vamos, señorita Ravenstook, ¿volverse locos por estar solteros? Eso es absurdo. Lo más probable es que una turba de ciudadanos enfurecidos los atacara porque estaban hartos de que les robaran o quizás la abadía se incendió a causa de un accidente. Estoy seguro de que el asunto no tuvo nada de romántico. Además, deberíais enfadaros con vuestro tío por insinuar que jamás os casaréis —añadió en tono burlón.

      Ella no respondió, le dio la espalda y apretó el paso, diciéndose a sí misma que no lo hacía por sus palabras, sino porque se temía que se mojaría en el camino de vuelta.

      Las palabras de Benedikt, aunque dichas en tono de broma, le hicieron pensar. ¿Por qué creía todo el mundo que jamás encontraría marido? ¿Acaso era tan horrible?

      Maldito fuera ese pelirrojo escocés. Jamás antes se había planteado algo así y, de hecho, siempre había creído que sería una solterona feliz. Ahora pensaba que tal vez tenía el derecho a elegir si quería serlo o no, no que todo el mundo diera por supuesto que iba a serlo.

      —Es muy hermoso.

      Iris se volvió hacia la voz que hablaba a sus espaldas y se sorprendió al ver a Charles Aubrey mirándola.

      La nave central de la capilla de la vieja abadía se encontraba en un estado de conservación envidiable y casi todos los presentes se habían refugiado allí cuando la lluvia que amenazaba desde hacía rato había comenzado a caer, convirtiendo el cementerio donde todos estaban en un barrizal impracticable.

      Iris había dejado el grupo principal, formado por el príncipe, sus caballeros, su prima y su padre, y había acudido a uno de sus rincones preferidos, allí donde reposaban los restos del viejo abad, cuyo nombre se había perdido en los siglos. Su efigie gastada, serena y majestuosa, lejos de asustarla como hacía cuando era niña, parecía darle la bienvenida en la penumbra.

      —Cuando era niña solía venir aquí a menudo a jugar. A Cassandra

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