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si cabe.

      Lord Leonard Ravenstook hizo una reverencia a su vez, sin poder evitar un leve desagrado, y se volvió hacia Peter, que miraba hacia su izquierda, donde había un grupo de edificios, evidentemente de nueva construcción.

      —Pero, lord Ravenstook, he visto que habéis hecho construir unas caballerizas para mis caballos. Todo el mundo se evita molestias y gastos, y vos los buscáis. Por favor, pasadme la cuenta. No puedo consentir algo semejante.

      El anciano hizo un gesto de modestia con la cabeza, como avergonzado de que el príncipe hubiera notado el cambio que había realizado en sus instalaciones.

      —Vos jamás seréis molestia en mi casa, Peter. Vuestra visita es un honor, y el día de vuestra partida se irá la alegría y nos dejaréis tristes y aburridos. Os aseguro que la construcción no fue debida a vuestra visita. Mis propios caballos agradecen el cambio. Son tan cómodas que pensé alojaros allí, pero ¡qué dirían los vecinos!

      Peter, otra vez desconcertado por sus palabras, vaciló unos segundos, como si buscara posibles rastros de adulación o falsedad en el rostro del anciano, pero este se mostraba feliz y sencillo, tan sincero, que Peter no pudo menos que estrecharle la mano, incapaz de pronunciar una palabra.

      En ese momento, apareció Ursula acompañada de Iris y Cassandra, que hacía todo lo posible por permanecer en segundo plano, observando al grupo de caballeros o, más bien, un punto indeterminado por encima de sus cabezas.

      —Vuestra hija es más hermosa cada día. Era casi una niña cuando partimos, pero ya es toda una mujer.

      Iris se sonrojó de un modo encantador ante el cumplido del príncipe, pronunciado en un tono tan solemne para halagar a su padre que rozó el ridículo. A decir verdad, estaba casi igual a la última vez que se habían visto, casi dos años atrás, pero sería de mal gusto corregir a Su Alteza. De hecho, la última vez que se habían visto, en Londres, ella ya tenía veinte años, de modo que no era ninguna niña.

      —Os habéis convertido en una joven muy hermosa, señora, debéis creerme. Vuestro padre debe sentirse muy orgulloso de haber criado a una muchacha tan bella. Si yo fuera él, os tendría encerrada en un torreón para que ningún otro hombre se acercara a mil millas de distancia.

      Iris bajó la mirada ante el desafortunado comentario. Tenía las mejillas tan calientes que sentía la imperiosa necesidad de abanicarse, pero si lo hacía llamaría todavía más la atención. Miró a su prima en busca de ayuda, pero ella no le hacía ningún caso. Parecía estar demasiado ocupada en simular que no estaba allí.

      —Seguro que ella se encargaría de tejer una escala con sus trenzas para dejar subir a los galanes a escondidas.

      El comentario, apenas susurrado con una voz grave y con un acento evidentemente escocés, resonó en el patio, atrayendo las miradas de todos.

      El que había hablado era aquel al que había defendido con viveza hacía poco tiempo. Ahora comprendía que su prima tenía razón al criticar a sir Benedikt. Era un grosero. Además, el hombre con quien hablaba no era otro que Charles Aubrey, que no podía evitar una sonrisa divertida ante las chanzas de su amigo.

      Iris se sonrojó todavía más, si aquello era posible. El príncipe se dio cuenta de que su comentario no había sido del todo acertado y lord Leonard Ravenstook se carcajeó, encontrándolo de lo más gracioso, haciendo que su mortificación fuera completa.

      —¿Acaso no conocéis el sentido de la palabra educación?

      Benedikt se quitó el chacó y se atusó el cabello cobrizo. Se lo colocó bajo el brazo y contempló a la joven morena que pasaba a su lado sin mirarle y que fue a detenerse a apenas dos metros de distancia. ¿Había descendido los escalones desde el porche de la casa y había caminado hasta allí solo para decirle eso? ¿Por un comentario sin importancia que solo debían escuchar los oídos de Charles?

      Se le escapó una sonrisa torcida.

      A pesar de su aparente indiferencia, pudo ver que ella lo notaba, pues la vio erguirse y fruncir los labios.

      —¡Ah, sois vos! —exclamó, fingiendo sorpresa, como si acabara de descubrirla a su lado—. Veo que, a diferencia de vuestra prima, vos no habéis cambiado para mejor. Tanta amargura hará que os arruguéis como una pasa antes de tiempo.

      Cassandra no pudo fingir indiferencia por más tiempo. Se volvió hacia él con los hombros tensos y los ojos entrecerrados.

      Benedikt ahondó su sonrisa, lo que hizo que ella se enfurruñara todavía más.

      —¿Me estáis llamando amargada? ¿Cómo podría no serlo teniéndoos ante mí, sir Benedikt McAllister? El solo veros me provoca acidez de estómago.

      —Podríais probar a ser amable, para variar. Seguro que eso os aliviaría la digestión. —La miró de arriba abajo, con una ceja enarcada—. Si sonrierais, estaríais incluso… guapa —añadió en un susurro, acercándose hasta que ella pudo ver las chispas de diversión bailando en sus ojos verdes.

      Ella boqueó de furia. ¿Cómo podía tener ese hombre la desfachatez de insultarla de ese modo? ¿Acaso insinuaba que era fea? ¡Un auténtico caballero no haría jamás algo así!

      —Deberíais alegraros de no ver mi sonrisa más a menudo, caballero —replicó, tirante—. He oído decir que mi sonrisa provoca sobresaltos en los corazones débiles —añadió, gazmoña—. Además, yo prefiero cuidar mis rosas que perder el tiempo escuchando a un hombre recitándome poemas de amor. Me da un terrible dolor de cabeza.

      Él emitió una risa grave, echando la cabeza hacia atrás. Rio durante tanto tiempo que Cassandra lamentó haber intentado parecer una mujer mundana, y más ante un hombre como él, que no sabía lo que era el honor ni la decencia.

      —Ojalá sigáis pensando así durante mucho tiempo, señora —dijo Benedikt al fin, con la risa aún pintando su voz—, seguro que vuestras rosas libran a muchos hombres de vuestra lengua. Sentirla es equiparable a una bofetada en pleno rostro. Ni siquiera los franceses eran tan crueles como vos.

      Cassandra apretó los dientes.

      —Un arañazo no estropearía una cara tan dura como la vuestra. Estoy convencida de que los franceses huían despavoridos solo por no escuchar vuestras estúpidas ocurrencias.

      Benedikt iba a replicar, pero se dio cuenta de que la conversación se le estaba yendo de las manos. Esa joven no era más que una muchacha aburrida que necesitaba una lección, y él no tenía tiempo para dársela.

      La saludó con la cabeza y la dejó esperando una réplica. Con toda probabilidad, era el peor insulto que podía ofrecerle.

      Charles lo alcanzó cuando ya estaba a medio camino de las caballerizas. En otras circunstancias lo hubiera amonestado por su actitud ante Cassandra, pero era evidente que tenía otras cosas en la cabeza, a juzgar por su ensoñadora mirada.

      El pelirrojo se sonrió para sí y dejó a su caballo en manos de un palafrenero. Conocía esa mirada en los ojos de su joven amigo, y siempre tenía algo que ver con bonitos ojos azules y bucles rubios.

      —Es la mujer más hermosa del mundo. ¿No crees que tiene la sonrisa más dulce que hayas visto jamás? Ya antes lo era, pero ahora…

      Benedikt rio socarrón y jugueteó con su fusta, golpeándose la bota con ella, arrancando un sonido seco como un disparo. Colocó una mano en la empuñadura del sable y miró a su amigo de reojo antes de responder.

      —¿Quieres que te diga la verdad o que te siga la corriente? Al fin y al cabo, no vas a hacer ningún caso a nada de lo que te diga. Sabes muy bien que no me he fijado tanto en ella como para hacerme una idea.

      Charles frunció el ceño, desconcertado por sus palabras, acompañadas por una sonrisa burlona. Benedikt era un hombre enigmático en ocasiones, tan pronto hablaba de temas trascendentes con una sonrisa, como permanecía inmutable mientras los demás bromeaban. Nunca se sabía cuándo hablaba en serio y cuándo lo hacía en broma. De hecho, ni siquiera sabía si esa ridícula

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