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      Benedikt se apoyó contra una columna del jardín que imitaba con poca fortuna una ruina griega y se cruzó de brazos.

      —Te diré que, con franqueza… —Hizo un gesto con la cabeza en honor a su interlocutor que le hizo reír—. Ni me gusta ni me deja de gustar. Pero, dime, ¿a qué vienen tantas preguntas? La última vez que te oí hablar así de algo, ibas a comprar un caballo.

      Charles lo recompensó con un sonrojo digno de un colegial. Benedikt se sorprendía de lo joven que parecía a veces, a pesar de que había sobrevivido a una guerra terrible y a que había luchado bien por su príncipe y su país. En los asuntos mundanos, en cambio, no dejaba de ser un niño.

      —No seas vulgar, por favor, hablamos de una dama. Ni con todo el dinero del mundo se podría comprar un tesoro semejante.

      Benedikt bufó y se apartó de la columna. Agitó la cabeza de incredulidad ante tanta inocencia reconcentrada.

      —Claro que sí, e incluso varios trajes de ricas sedas para vestirlo. De todas formas, te confesaré algo que jamás diría si no me estuvieras abriendo tu blando corazón en este terrible momento. Ya que me pides sinceridad, te diré que me gustaría más su prima si no llevara el demonio dentro. Aunque, espera… —Benedikt se irguió y lo miró con los ojos entrecerrados, observando su nervioso gesto, su mirada brillante y su sonrisa bobalicona. Reconoció los síntomas al instante—. ¡Oh, maldita sea! Dime que no vas a pedir su mano…

      Charles amplió su sonrisa y arrancó una flor. Benedikt gimió en su fuero interno cuando le vio llevársela a los labios y a la nariz para olerla antes de guardársela dentro de la guerrera con un suspiro.

      —A ti no puedo mentirte, amigo. Sería el hombre más feliz del mundo si Iris me aceptara como esposo.

      Benedikt gruñó y murmuró para sí, soltando un fustazo especialmente fuerte que tronchó todo un parterre de flores.

      —¡Por los clavos de Cristo! ¿En qué momento dejé de estar en el ejército y pasé a estar en un cuerpo de danzas? —masculló entre dientes.

      —¿Qué os traéis entre manos? Todo el mundo os espera en la casa desde hace rato.

      Benedikt se volvió hacia el príncipe que, lejos de ceremonias, palmeó las espaldas de sus hombres en un gesto amistoso.

      —El pipiolo hace planes de boda —respondió Benedikt con amargura.

      —¡Ben! —exclamó Charles escandalizado.

      —¡Oh, vamos, no te sonrojes como una virgen! Su Alteza tiene derecho a saberlo si vas a causarle un disgusto a su anfitrión durante su visita.

      Charles se adelantó un par de pasos para enfrentarse a su amigo antes de ver que Benedikt lo decía en broma.

      Peter reía a carcajadas al ver el rostro serio de Benedikt por un lado, con sus ojos verdes brillantes por el regocijo, y el de Charles rojo por la ira y el desconcierto por el otro.

      —¿Ves lo que ha hecho el amor contigo? Eres incapaz de aceptar una broma.

      Charles se relajó al ver que Peter dejaba de reírse. No le gustaba ser el blanco de las bromas ni las risas de nadie.

      —Basta de tonterías. Quiero saber si pretendes casarte con la joven Iris Ravenstook —dijo el príncipe con un tono que sorprendió por su seriedad.

      Charles asintió con la cabeza.

      —Siempre que ella me acepte.

      Peter pareció relajarse de pronto y le tendió una mano, satisfecho.

      —Es una buena muchacha, y heredará una gran fortuna, aunque supongo que eso es un detalle insustancial para ti. Haréis una gran pareja, amigo. Y tú, Benedikt, haces mal en reírte de tu amigo. Ya lo dice un antiguo dicho rultiniano: «Cuidado con aquello de lo que huyes, porque te alcanzará en la cama, en la hora más oscura».

      Benedikt lanzó un quejido de protesta. Los viejos dichos rultinianos eran tan poéticos como absurdos.

      —Perdonadme, Alteza, tal vez me veáis retorcerme en el lecho por culpa de las pulgas, del dolor de estómago, o incluso por un disparo, pero de amor… Ay, señor, de amor jamás.

      Peter enarcó una ceja.

      —Más te vale cumplir lo que acabas de decir, o algún día será nuestro turno de burlarnos de ti.

      Benedikt sonrió de lado, aceptando el reto.

      —Si eso ocurre, podremos jurar que el fin del mundo está próximo. Con sinceridad, no es que no crea en el amor, pero dudo que haya algo así para mí. Y, además, no tengo tiempo para ello —bromeó—, Su Alteza me da demasiado trabajo.

      —Yo de ti no hablaría demasiado, torres más altas han caído —recomendó el príncipe entre risas.

      Benedikt no necesitó decir que él no caería jamás, todos sus gestos hablaban por él, desde sus brazos cruzados hasta la barbilla erguida o los labios en los que todavía bailaba una sonrisa desafiante.

      Quizá muros más altos habían caído, pero no estaban fabricados con el material con el que estaba hecho el corazón de Benedikt McAllister. Porque, con franqueza, tenía cosas más importantes que hacer en la vida que enamorarse.

      Cuatro

      Joseph contemplaba el jardín desde la ventana del dormitorio que le habían asignado. Eran unas hermosas vistas, más de lo que esperaba o merecía teniendo en cuenta su dudoso rango y las escasas simpatías que despertaba entre los hombres de su hermano, o entre la gente en general.

      Se preguntó durante unos instantes si era posible que Peter le hubiera pedido a lord Ravenstook que le diera esa habitación, para tenerle contento y que no diera problemas, aunque luego pensó que ese no era su estilo. De hecho, dudaba que Peter tuviese un estilo siquiera, aparte de portarse siempre como el buen chico que era, ajeno al interés de su país, a la fortuna y precario destino de su familia.

      Lo vio charlar allí abajo con sus dos caballeros predilectos, aquel escocés insolente y el muchacho imberbe habían acabado de hundir en el barro sus esperanzas. De no ser por ellos, quizás todavía podría llegar a ser rey un día.

      Por unos segundos se dejó llevar por la ensoñación de otro mundo posible, de un mundo donde Napoleón hubiera resultado vencedor de la guerra y donde él fuera el príncipe reinante de Rultinia. Si había algo seguro, era que esos dos no reirían con tanta ligereza.

      El sonido de unos nudillos en la puerta le hizo apartar la vista de la ventana.

      —Adelante —dijo, volviéndose hacia el jardín.

      Su hermano y sus dos amigotes se habían marchado ya, tal vez rumbo al interior de la casa, donde estarían intercambiando saludos y abrazos con el anfitrión. Le había sorprendido el cálido recibimiento por parte de lord Ravenstook, ya que sabía que no era santo de su devoción. A pesar de todo, el anciano parecía amable e incluso simpático, se dijo con una sonrisa triste.

      —Parecéis cansado, señor. ¿Os aflige algo?

      Joseph se volvió hacia Conrad, su criado de confianza, que había entrado con una bandeja con comida, pues había aducido un ligero dolor de cabeza para no bajar a cenar.

      —El mundo es lo que me aflige, Conrad, la vida, ¿te parece poco tener que venir a este lugar infecto para contentar a viejos y niñas aburridas en lugar de regresar a casa? Hay tanto que hacer. Tanto. Me deprime pensar que la vida se escurre entre mis manos mientras mi hermano pierde el tiempo.

      Conrad dejó la bandeja sobre una mesa baja junto a la cama y dedicó unos minutos a ordenar las pertenencias de su amo, que al entrar había dejado la pelliza y el sable tirados en el suelo. Ahora descansaba junto a la ventana en camisa y chaleco. Observó que estaba más taciturno que de costumbre, con el cabello rubio revuelto y los ojos azules turbios y tormentosos.

      —Quizás

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