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hace tiempo.

      Benedikt lanzó una mirada incómoda al otro lado de la mesa, allí donde se sentaban Joseph y sus ayudantes, inmersos al parecer en su propia conversación. No le gustaba la imagen frívola y débil que daba Peter de sí mismo. Tal vez en esta ocasión el entorno fuera amistoso, casi familiar, y pareciera hablar en tono de broma, pero muchas veces no se daba cuenta de que había personas que estaban atentas a cada desliz, a cada error que cometía, dispuestas a aprovechar la ocasión de sacar beneficio de ellos.

      Como si supiera lo que le rondaba la cabeza, Joseph le dirigió una sonrisa burlona, atento a la narración de su hermano sobre la ocasión en que Charles había sacado a su señor de una casa donde le habían rodeado no menos de diez soldados franceses.

      —No sé cómo se me ocurrió meterme allí solo, pero el caso es que allí estaba, a punto de morir otra vez a manos de mis enemigos y, en esta ocasión, por culpa de mi mala cabeza. Menos mal que el conde acudió con parte del regimiento para sacarme de allí o, de lo contrario, ahora yo sería pasto de los gusanos y Rultinia estaría gobernada por buitres… —terminó con una risa clara y despreocupada, sin notar la expresión de disgusto que se cruzó por el rostro de su hermano.

      Benedikt contempló la mirada encandilada que le dirigió la joven rubia a su amigo, tímida y llena de admiración a la vez. Esa mirada estuvo a punto de hacerle olvidar el disgusto que le habían causado las palabras del príncipe, que había omitido adrede parte de la historia, una bastante menos heroica. Porque Peter no se había metido en aquella casa solo, precisamente, y si no fuera porque tenía a un muchacho vigilándole las veinticuatro horas del día, a esas horas estaría muerto, como él bien decía.

      A esas alturas todavía se preguntaba si la mujerzuela que acompañaba a Peter se la había buscado él solito o si alguien la había puesto en su camino.

      Tomó un trago de vino, que le supo amargo. Esa cena estaba arruinada para él, por desgracia, a pesar del ambiente festivo general.

      Se levantó y alegó un ligero malestar para poder ausentarse.

      El príncipe y lord Ravenstook lo miraron confusos, aunque no parecieron sospechar nada en su rostro, que mantuvo todo lo imperturbable que pudo. No podía decir lo mismo de Cassandra, que inclinó la cabeza en su dirección con gesto serio. Era obvio que esos ojos oscuros eran capaces de ver más de lo que era visible a simple vista. Le devolvió el gesto, tratando de fingir una sonrisa que no le llegó a los ojos.

      —¿Habéis escuchado a mi hermanito quedando en ridículo delante de todo el mundo durante la cena? Hasta sus propios caballeros se avergüenzan de él.

      Conrad, que estaba recogiendo la ropa que su señor iba dejando tirada en el suelo a medida que se desvestía, se volvió hacia él con una mirada interrogante.

      —¿De verdad creéis eso, señor?

      Joseph frunció el ceño. Odiaba que le cuestionaran, y más aún que lo hiciera un inferior.

      —Al escocés le faltó poco para retorcerse en la silla. Tuvo que fingir un mareo para poder salir de la sala —añadió llevándose la mano a la cabeza en tono burlón, poniendo los ojos en blanco y dejándose caer de golpe sobre la cama, que se resintió bajo su peso—. A ese imbécil le salían los colores mientras Peter contaba sus vergonzantes batallitas.

      Conrad ahogó una sonrisa mientras recordaba junto a su señor las ridículas historias del príncipe. En esos momentos le recordaba a su madre, Maretta, tan encantadora y sonriente cuando había llegado a la corte hacía tantos años. Tanto que se había convertido en la favorita del rey Paul por encima de todas las demás, hasta el punto de estar cerca de relegar a la propia reina. De no haber muerto el rey, quién sabe si no hubiera podido convertir a su hijo bastardo en heredero de la corona en lugar de a aquel débil muchacho.

      —¿Dónde está Bruno? No lo he vuelto a ver desde el momento de la cena —preguntó Joseph.

      Conrad dejó el uniforme de Joseph sobre una silla y se dedicó a prepararle la ropa de cama.

      —Probablemente esté intentando seducir a la doncella de la señorita Iris —dijo con una mueca de disgusto.

      La sonrisa de Joseph volvió a brillar, esta vez con un brillo pícaro. Se giró en la cama, que acompañó su movimiento con un crujido ominoso.

      —¿Es cierto que es tan parecida a su ama que podría tomárselas por hermanas?

      Conrad se encogió de hombros.

      —Yo no diría tanto, mi señor. Quizás se den un aire en el cabello rubio, en la forma del cuerpo.

      Joseph emitió una carcajada que hizo retumbar el techo y que desmentía aquel carácter tranquilo que se afanaba por aparentar.

      —Se me acaba de ocurrir que lord Ravenstook quizás no sea tan honorable como dicen. ¿Te lo imaginas retozando con las criadas y colocando a sus bastardos como criados de su hija? Mi padre al menos me reconoció, el muy cabrón… —añadió con voz oscura y grave, tumbándose boca arriba y mirando con fijeza el techo.

      Conrad no dijo nada. Sabía que poco o nada debía decir en esas ocasiones. Su señor era muy susceptible en lo que a su padre se refería. Habían tenido una relación estrecha, mucho más estrecha de lo que había sido la del rey con Peter, lo que ahondaba el dolor de Joseph por el hecho de no poder reinar en Rultinia. De hecho, el rey Paul y Joseph estaban cortados por el mismo patrón. Ambos eran hijos del diablo, y albergaban un infierno en el corazón.

      —Estás muy silenciosa esta noche, prima.

      Cassandra detuvo el cepillo en mitad de un movimiento antes de seguir.

      —Estoy cansada, nada más.

      —¿No será que tú también te sientes enferma, como sir Benedikt? —preguntó Iris, con intención.

      La joven morena se volvió hacia Iris, dejando el cepillo a un lado.

      —¿Hay algo que tengas que decirme, querida? Tanta insinuación me está poniendo nerviosa.

      Iris se encogió de hombros y recogió los pies bajo el ruedo de su camisón.

      —¡Oh, nada en absoluto! Es solo que nunca antes os había visto reunidos en una habitación y tan callados. He pensado que algo debe de haberos ocurrido durante ese paseo que habéis dado juntos para que os mostréis tan tímidos de pronto.

      —A cualquier cosa le llamas dar un paseo juntos. No quieras hacerlo parecer algo agradable, Iris, porque te aseguro que no fue nada semejante.

      Iris rio y giró la cabeza hacia un lado, como si supiera algo que ella no sabía.

      —Pues te diré que os he visto a los dos mucho más comedidos de lo habitual, en serio, así que el haber pasado tiempo a solas os ha sentado bien.

      Cassandra se sorprendió.

      ¿Tímidos? ¿Que pasar tiempo a solas les había sentado bien? Sin duda su prima estaba tan enamorada que veía todo a través de una nube romántica.

      No podía negar que esa noche no habían discutido, pero no iba a aceptar en absoluto que sintiera algo similar a la simpatía por ese hombre. Tal vez, y siendo generosa, aceptaría que más bien habían firmado una tregua momentánea. Quizás no había sido pactada de antemano esa tarde, pero mientras veía cómo el príncipe hacía sentir incómodo a sir Benedikt con sus palabras, Cassandra había sentido que lo último que deseaba era ahondar en esa incomodidad.

      De hecho, no le había gustado el modo en que Su Alteza hablaba de sus caballeros. Tenía la sensación de que no les mostraba el respeto debido. Era como si fueran sus niñeras.

      ¡Santo Cristo, incluso habían recibido heridas por él!

      —¿Sabes qué me ha dicho lord Charles esta tarde junto a la tumba del abad?

      Cassandra, agradeciendo la interrupción de sus preocupantes pensamientos de lástima hacia sir Benedikt, se volvió hacia su prima, que ocultaba su sonrojo bajo una cortina

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