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cubría casi todo el rostro, al elegir los disfraces, las jóvenes Ravenstook, pues no dudaba que habían sido ellas las que los habían escogido, no habían pensado precisamente en la comodidad ni en que los caballeros de la guardia de Rultinia debían ir armados por si alguien decidía atacar a su señor. ¿En qué lugar de esa dichosa túnica podía colgarse un sable o enfundarse una pistola?

      Por no hablar de la temática.

      Dioses antiguos.

      Dioses antiguos semidesnudos, vestidos con túnicas sedosas que se transparentarían a la luz tenue de los candelabros.

      A pesar del desconcierto inicial, Benedikt pensó con regocijo si Cassandra Ravenstook, la más juiciosa de las dos, había pensado en esa particularidad de las telas al idear el tema de los disfraces, o si había sido Iris la que, obnubilada por la idea de ver a su amado coronado por laureles y con mucha piel al aire, no había hecho caso a las objeciones de su prima.

      De pronto pensó que ella también llevaría una túnica similar, apenas más tupida que las que llevarían ellos. La idea de ver esa piel clara y lustrosa al aire le hizo pensar en cosas muy propias de un dios pagano.

      —¡Por Zeus que esto no me lo pierdo! —exclamó recogiendo su máscara y colocándosela sobre el rostro.

      Al pasar junto a un espejo y ver su reflejo vestido con una túnica de color marfil que apenas le cubría hasta las rodillas y dejaba los brazos desnudos, sujeta con un cinturón de cuero y discos de bronce con incrustaciones de piedras que imitaban a las gemas preciosas, y los pies calzados con unas sandalias con cintas doradas, pensó que no estaba mal del todo. Incluso se sentía poderoso.

      —Iris, creo que los disfraces que nos han enviado no son como nos los describieron…

      Cassandra contempló su reflejo y recordó la descripción de la modista y del catálogo: «Dioses de la antigua Roma. Elegantes y discretos. Decorosos».

      —¿Tú crees que esto es decoroso?

      Iris se volvió al fin hacia su prima al notar el tono escandalizado en su voz. Y al hacerlo no pudo menos que llevarse la mano al pecho por la impresión.

      —¡Oh, Dios mío! Es… es…

      —Puedes decirlo… es digno de la mismísima Josefina. No podemos salir así, o pensarán que somos… ya sabes —añadió bajando la voz.

      Iris no pudo evitar reír ante el súbito ataque de pudor de su prima. A veces era tan puritana que la sorprendía. Sin embargo, a ella no le parecía que el caso fuera tan exagerado. Cierto que la tela era algo transparente, y que la falda era demasiado corta. De hecho, la vaporosa tela dejaba al descubierto sus tobillos y los brazos. Los tirantes se limitaban a ser meros cordones dorados que además ceñían la tela al cuerpo de una manera casi demasiado incitante, pero Cassandra, con su cuerpo delgado y fibroso, estaba hermosa. Cuando se calzara las sandalias de cintas doradas y se recogiera el cabello estaría maravillosa. Ella, en cambio, al ser más rolliza, no estaría ni la mitad de bien que su prima, pues sus brazos no estaban tan bien torneados ni sus tobillos eran tan finos.

      —¡Iris! ¿No estarás pensando en serio en salir así? ¡Lo veo en tu mirada!

      Iris se sonrojó, no sabía que sus pensamientos fueran tan transparentes.

      —¡Oh, vamos, si todos los caballeros van vestidos de dioses y nosotras de pastoras como siempre, desentonaremos! Y les dijimos a todos los demás invitados que el tema era ese, así que ahora no podemos echarnos atrás.

      Cassandra frunció el ceño.

      —Es la excusa más endeble que he escuchado en mi vida. Sabes muy bien que los invitados vendrán vestidos como les venga en gana, y que no seríamos las únicas pastoras.

      Iris le tomó la mano y se la apretó con fuerza, sus ojos azules llenos de súplica. Cassandra sintió, como siempre que la miraba así, que su voluntad se ablandaba por momentos, como su prima sabía muy bien que sucedería, no en vano usaba esa táctica en momentos de apuro.

      —Hazlo por mí —dijo Iris, reforzando su gesto con un leve temblor en la voz, que hizo el resto.

      Cassandra no tuvo más remedio que dar su brazo a torcer, aunque no antes de arrancarle la promesa de que devolverían los disfraces o al menos harían una queja formal a su modista.

      Cassandra agradeció a los auténticos dioses que esa noche la temperatura fuera más que agradable, ya que la vaporosa tela de su falda dejaba pasar cada pequeña corriente de aire que atravesaba el salón de baile, decorado con hojas de laurel, estatuas de dioses, geniecillos y columnatas falsas, haciendo que se estremeciera y se le erizara el vello por el frío.

      Se preguntó si Iris se tomaría a mal que subiera a recoger un chal, si procuraba que este no desentonara con la temática de la fiesta.

      Mientras atravesaba el salón, parapetada tras su máscara con forma de luna plateada, observó que los asistentes parecían estar pasándolo bien, enfundados en sus túnicas y metidos en su papel de temibles dioses, algunos incluso portando rayos de madera dorada o arcos y flechas, emulando a los auténticos Zeus y Cupido. Su prima, satisfecha por el éxito de su idea, se paseaba feliz del brazo de su padre, radiante y orgullosa como Diana, con su carcaj a la espalda, mostrando sin pudor sus tobillos y hombros desnudos, como si estuviera habituada a ello.

      Abandonó el salón y salió al pasillo en penumbra, mucho más frío y solitario.

      —Si vuestra prima es Diana, vos debéis de ser Venus —dijo una voz burlona justo en su oído, sobresaltándola.

      Cassandra se giró para encontrarse con una figura enmascarada que no se privó de lanzarle una mirada nada decorosa. Agradeció llevar todavía su máscara y la penumbra del pasillo, que ocultaron su rubor y su indignación.

      —Y vos debéis de ser el dios Pan, a juzgar por vuestras piernas —replicó, sofocada, sin poder evitar observarle a su vez.

      Pudo adivinar que él sonreía, porque vio un destello blanco a través de la rendija que dejaba la máscara en el lugar donde debería estar la boca.

      —¿Insinuáis que tengo las piernas peludas y deformes como las de una cabra? —preguntó él arrastrando la voz, de modo que, entre su tono y el modo en que la máscara deformaba su forma de hablar, ella fue incapaz de reconocerle.

      Cassandra sintió que sus ojos se desviaban otra vez hacia sus piernas, que no tenían nada de deformes, sino que eran fuertes y bien torneadas. Dios, ¿esas túnicas eran todas tan cortas, o solo lo era la de ese hombre en concreto?

      —En vuestro lugar, en adelante yo evitaría las túnicas, os hacen flaco favor.

      Iba a alejarse rumbo a su dormitorio, de donde no pensaba salir en un buen rato, o al menos hasta que se le olvidaran los absurdos pensamientos que se le habían pasado por la cabeza en los últimos minutos sobre túnicas y piernas masculinas, cuando él la detuvo con una frase dicha en tono grave y serio.

      —¿Me concederéis un baile más tarde, señora?

      No podía negarse, por temor a ser descortés con uno de los invitados de su tío, de modo que asintió con la cabeza. Cuando llegara el momento, procuraría librarse de él como fuera. Con un poco de suerte ni siquiera la reconocería entre la multitud. Si ella no había sido capaz de reconocerle en la oscuridad, era imposible que él pudiera reconocerla tampoco.

      Como si le leyera el pensamiento, él emitió una risa queda que le recordó remotamente a alguien conocido, aunque no supo identificarle.

      —Os buscaré en el momento apropiado, no sufráis —dijo tomándole la mano y besándosela antes de marcharse silbando una tonada desafinada.

      Cassandra lo miró marchar con un leve desasosiego.

      ¿Quién podía ser ese caballero que la había inquietado de esa manera tan desagradable? Había algo en su voz y en su risa que le hacía pensar que se trataba de alguien a quien conocía. Pensó que tal vez se tratara de alguno de los caballeros del príncipe.

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