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siglos —dijo Benedikt pasando la página del libro que leía, mientras se refugiaba del sol bajo un frondoso roble, aunque de tanto en tanto lanzaba ocasionales miradas a sus camaradas y al príncipe, que hacían el ridículo más absoluto con sus cañas al tratar de pescar algo sin tener la más mínima idea de cómo hacerlo.

      —Entonces te quedarás sin cenar, amigo —dijo el príncipe, que estaba empapado de pies a cabeza, ya que se había caído al agua al menos en dos ocasiones.

      Benedikt enarcó una ceja pelirroja.

      —Nunca he oído que un poco de ayuno sea perjudicial para nadie —respondió, sin apartar la vista del libro, aunque no sabía ni lo que estaba leyendo. Era imposible concentrarse con tanto ruido. Y si él no podía leer, los salmones debían de haber escapado a millas de distancia a esas alturas.

      Lord Ravenstook aseguraba que no volverían a casa hasta que lograran pescar algo.

      Benedikt alzó la vista hacia el cielo. Era más de mediodía. Se preguntó si debería haber llevado la tienda para acampar, porque se temía que pasaría allí media vida.

      Con un suspiro, dejó el libro a un lado y pensó en el ridículo modo en que estaba llevando Charles el cortejo de Iris Ravenstook. O el no cortejo. Para empezar, si tan claro tenía que la quería, debería decírselo, sin importarle lo que viejos amargados como él creyeran sobre el amor, pensó con una sonrisa. Al fin y al cabo, ¿qué sabía él del amor, si nunca había conocido a ninguna mujer que le hubiera interesado más allá de una noche o un par de ellas, a lo sumo? Charles ni siquiera debería pedirle consejo sobre mujeres, porque no sabía nada de ellas. Ni le interesaban, ni quería que le interesaran.

      Con un gruñido satisfecho, volvió a tomar el libro y trató de concentrarse en él.

      Pero él era una cosa y Charles, otra muy distinta. Él parecía feliz. Y a la joven parecía gustarle. Si ambos eran ridículamente felices en ese estado de fantasía color de rosa llamado amor, ¿por qué no decidirse de una vez?

      Un salpicón de agua helada le atrajo al presente.

      Charles dejó caer un bicho aún vivo y palpitante sobre su regazo, arruinando el libro que había cogido prestado de la biblioteca de su anfitrión y que tenía abierto sobre las piernas.

      Se levantó de un salto a causa de la impresión, mirando al animal agonizante que salpicaba agua y se retorcía a sus pies. En un impulso, lo cogió y lo volvió a soltar en el río.

      —¿Estás loco? Me ha costado horas pescarlo, iba a ser mi cena y la de la señorita Iris.

      Benedikt se limpió las manos en el pantalón, aunque al llevárselas a la nariz pudo comprobar que el olor permanecería allí hasta que pudiera darse un baño caliente, a ser posible con alguna de sus esencias más caras.

      —Bonito regalo para una enamorada, un pez muerto —dijo con socarronería—. ¿Dónde quedaron los clásicos como las flores y las joyas?

      Charles se sonrojó y lanzó una mirada hacia lord Ravenstook, que parecía no haber escuchado nada, y seguía concentrado en lo alto de una solitaria roca donde había colocado una silla nada más llegar y de donde no se había movido desde entonces. A su lado, en una cesta tejida con juncos, había tres hermosos salmones que atestiguaban su destreza en el noble arte de la pesca.

      —¿Acaso pretendes que se entere toda Inglaterra?

      Benedikt le quitó el corbatín a Charles y se lo pasó por las manos, tratando otra vez de quitarse el pestilente olor del pescado de ellas, sin conseguirlo.

      —Lo que pretendo es que se lo digas a Iris de una maldita vez. A este paso se te adelantará algún guapo muchacho del condado y se llevará el premio, la dote y la herencia.

      Charles entrecerró los ojos y recuperó su corbatín de un tirón, aunque, tras olisquearlo, se lo devolvió.

      —Debes de estar pasándotelo de miedo con mis problemas —rezongó.

      —¡Oh, sí! No me divertía tanto desde Waterloo —respondió el escocés recordando las noches tras la batalla, luchando contra la fiebre causada por la herida, no tan lejanas—. Hablando en serio, no dejes pasar la oportunidad, muchacho. Puede que creas que soy un viejo descreído, pero tengo ojos para ver y puedo ver que a ella le gustas, aunque sea un poquito. Aprovecha que todavía no se ha dado cuenta de tus muchos defectos.

      El joven lo miró sorprendido por sus palabras, su enfado evaporado como una tormenta de verano.

      —Es cierto que debes de estar envejeciendo, Ben, porque incluso hablas como un romántico, animándome a soportar el yugo, como decías hace no tanto tiempo —añadió con tono burlón.

      Benedikt entrecerró los ojos.

      —No me tientes a demostrarte que, a pesar de mi edad, aún puedo darte más de una lección, muchacho. Solo tengo diez años más que tú. En cuanto a lo de animarte… vas a hacerlo de todos modos, así que será mejor que te acompañe en el sentimiento. Al fin y al cabo, somos amigos.

      Un chapoteo especialmente fuerte atrajo la mirada de los dos hombres, que observaron una nueva caída del príncipe en el agua. Incluso el anciano lord Ravenstook salió de su concentrado estado para observarle y reírse de su desastrado aspecto.

      —¡Derrotado por un pez! —exclamó Peter entre risas.

      Charles rio también, mientras corría a ayudar a su señor.

      Benedikt se preguntó con un suspiro si algún día su príncipe mostraría algo de la dignidad que mostró su padre e, incluso, el bastardo.

      Porque Peter era simpático, agradable, de risa fácil y seductor, pero esos atributos no siempre eran lo único deseable en un monarca. Cuando regresara a Rultinia y fuera coronado debía demostrar que merecía su corona.

      Con un suspiro, dejó lo que quedaba del libro y se acercó a Charles y Peter para escuchar la historia de la asombrosa lucha de su príncipe contra el salmón que le había derrotado. A su pesar, pensó que el destino de Rultinia sería muy triste si un pez era capaz de acabar con él con tanta facilidad y él lo contaba con tanta alegría. Joseph estaría contento de escucharlo.

      Lord Ravenstook rio y le palmeó la espalda.

      —Todos los pescadores hemos sufrido derrotas semejantes, Peter, no debéis avergonzaros. La pesca es el arte de la paciencia, debéis recordarlo, os vendrá bien cuando volváis a Rultinia.

      Peter lo miró con sorpresa antes de estallar en carcajadas.

      —¿Estáis tratando de soltarme un sermón, lord Ravenstook? Os recuerdo que para eso ya tengo a sir Benedikt, que es lo más parecido a una niñera que hay en mi séquito. Deberíais escuchar las cosas que me dice a veces, es peor que una madre gruñona.

      Lord Leonard Ravenstook se sonrojó sin poder evitarlo al notar el tono de condescendencia del príncipe al hablar del caballero escocés. Por suerte este estaba lo bastante lejos como para escucharlo.

      —Jamás osaría entrometerme en vuestros asuntos, Alteza…

      —Pues no lo hagáis —replicó el príncipe, con tono tenso, aunque muy pronto lo desmintió con una sonrisa y una palmada en el brazo del anciano, que lo miró desconcertado.

      Mientras se preparaban para el regreso a la mansión, lord Ravenstook se preguntaba en qué se había equivocado a la hora de abordar al príncipe. Aunque luego pensó que lo que ocurría era que Peter quizás no estaba preparado para gobernar un país, dada su inmadurez e inconsciencia. Si no fuera por sus caballeros, según él mismo aseguraba, en ese mismo instante estaría muerto, y era evidente que lo último que tenía en mente en ese momento era gobernar. Y en ese caso, tal vez Joseph no era tan mala opción, después de todo.

      Ocho

      —De entre todas las celebraciones absurdas del mundo, la más absurda de todas es, sin dudarlo, un baile de disfraces —rezongó Benedikt

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